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4 de octubre de 2011

Crónicas de instantes: el paisaje apacentado en Sonetos del tiempo, de José Yurrieta Valdés



Por Margarita Hernández Martínez


En estos tiempos de versos libres, la poesía –ese lenguaje susurrante de canciones imprevistas– ha aprendido a desatarse con dispares consecuencias: desde las largas perplejidades de Walt Whitman hasta la abundante –e inevitablemente anónima– pirotecnia verbal de los últimos años, pasando por las luminosas alucinaciones de Arthur Rimbaud y las delicadas estampas de Ezra Pound, la composición poética ha desbordado los vacilantes cauces de la tradición en un vaivén que destruye y afirma; que debate sus posibles fronteras y consolida sus preocupaciones comunes. Así, las percepciones sobre la existencia, la muerte y el amor –resumidos, en sus múltiples confluencias, en un doloroso poema de Miguel Hernández– han superado las metamorfosis formales y han prevalecido como el corazón vivo –y densamente vivificante– de un panorama artístico que, con cada nueva interpretación, se atempera y se enriquece.

Desde estas perspectivas, Sonetos del tiempo, del decano universitario José Yurrieta Valdés, se yergue como la confirmación –y la variación, inevitablemente personal– de una tradición poética que abreva en el limo fundacional del siglo XIII –en una Italia convulsa entre insólitos lenguajes– y se actualiza en la aprehensión del paisaje mexiquense –territorio entrevisto por Sor Juana Inés de la Cruz y perfumado, siglos después, por Enrique Carniado–. En este contexto, esta colección de veinte piezas formalmente impecables –desde la configuración endecasílaba hasta la disposición estrófica, provista de irradiaciones concluyentes– asume a la poesía en su vocación rítmica, poblada de metáforas que, desde su íntima precisión, encarnan, entre el fervor y la cadencia, el misticismo del tiempo apacentado.

Para ello, el autor recurre a su instinto de cronista, el cual le permite capturar, en apenas catorce versos, pacíficos itinerarios del amanecer al ocaso; de las reminiscencias prehispánicas a la memoria contemporánea, y –en sus versiones más sintéticas– de un instante al siguiente. Estas travesías verbales, despojadas de la prisa de cualquier intento narrativo –desde la historia colectiva hasta las impresiones individuales–, se concentran en un conglomerado de horizontes que, observados a vuelo de pájaro, se animan con interacciones propiamente humanas. De esta manera, bajo soles y lunas que precipitan –y modulan– la luz, el ciprés llora, la neblina respira, la lluvia gime, las sombras trotan y un abeto regaña a la hierba y conversa con los arbustos. Los volcanes, teñidos de cualidades ígneas, exhalan una serenidad insospechada, mientras la mano humana se sumerge en alientos espectrales: casi invisible, se posa en los poemas sólo mediante la remota construcción de arquitectura religiosa.

Por otro lado, estas hermosas edificaciones –que convocan las (en muchas ocasiones, olvidadas y destruidas) bellezas de la arquitectura mexiquense– constituyen una segunda vertiente metafórica que se revela, carente de urgencias y pletórica en esplendores, en Sonetos del tiempo. Temerosas torres barrocas, airosos semblantes levantinos, frontispicios rebeldes y claustros blanquecinos se conciben, a semejanza del autor, como espectadores de la amplitud del tiempo, transparente de tan holgada paciencia. Acordes con la atmósfera que atraviesa pabellones y paisajes, palomas y cuervos sostienen los movimientos mínimos del aire, que alcanzan su culminación en poemas como “El Convento de Tecaxic”: un recinto casi abandonado, habitado de astros y reptiles, dobla sus campanas y acoge a un pueblo melancólico, apenas trazado en polvorosos murmullos.

Así, entre bronces y penumbras, el paisaje asciende, desde los memorables versos de José Yurrieta Valdés, a un estado místico renovado: los árboles devienen catedrales y el silencio contrae un significado –fascinantemente– sagrado. Ante la veneración poética de la creación, Sonetos del tiempo recobra la atención a los detalles, a su transformación rítmica e imaginativa, a sus evocaciones sensibles y, sobre todo, a su depuración en la sencillez. Con un espíritu de asombrada humildad, su autor profundiza en las cualidades esenciales del arte –la posibilidad de la trascendencia a través de la contemplación y la forja estética– sin olvidar su naturaleza efímera, delicada e inasible; en suma, densamente pasajera.


José Yurrieta Valdés, Sonetos del tiempo, La Tinta del Alcatraz (col. La Hoja Murmurante), núm. 400, Toluca, 2011, 20 pp.


* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente a octubre de 2011.