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8 de junio de 2012

El derrumbe de los mares: cultura e instituciones en el Estado de México



Por Margarita Hernández Martínez


Paradigmáticamente, los últimos dos meses se erigen como instancias inaugurales del ciclo cultural en el Estado de México. Entre la densa dispersión institucional y las múltiples iniciativas sociales, Abril, mes de la lectura y el Festival Nacional de Pantomima –propuestos por la Universidad Autónoma del Estado de México, en colaboración con numerosas organizaciones civiles–, Festinarte y la Feria Estatal del Libro –establecidos, casi una década atrás, por el Instituto Mexiquense de Cultura–, y el Festival Internacional de Cuento Brevísimo Los Mil y un Insomnios –ya hace dos años extinto, frente a la apatía del Centro Toluqueño de Escritores– configuran puertos de paso ante dos celebraciones centrales: los aniversarios del Instituto Mexiquense de Cultura –por ende, del Centro Cultural Mexiquense, hacia finales de abril de 1987– y del Centro Toluqueño de Escritores –hacia principios de mayo de 1983, entre una sucesión de festejos que anula esta fecha y su evidente relevancia–.

Aunque ambos organismos acumulan más de veinte años de experiencias culturales –oscilantes entre el hallazgo, la fundación y la consolidación; entre la inquietud intangible, el entusiasmo iniciático y el vaivén de públicos, gestiones y burocracias–, aún asombra su insoslayable tendencia a la inestabilidad, que desemboca, irrevocablemente, en la ausencia de estrategias viables y valiosas, que incorporen tanto a la sociedad como a los grupos artísticos, los sectores académicos, los medios de comunicación y la –plausible– postura institucional. Frente a los retos involucrados en las transformaciones administrativas –inevitables y, paralelamente, necesarias–, el Instituto Mexiquense de Cultura y el Centro Toluqueño de Escritores han desplegado un escaso interés por la innovación constructiva: han optado por subrayar su indudable importancia histórica –en todo caso, histriónica–, antes que apostar por una oferta atractiva o, al menos, dinámica y constante. A pesar de sus propósitos originales, encaminados a la difusión y el enriquecimiento de las manifestaciones artísticas y culturales –mediante actividades públicas, programas de publicaciones, sistemas de incentivos y mecanismos de comercialización–, sus logros se diluyen entre la variedad de la inconsistencia, que adopta dimensiones francamente preocupantes.

En este contexto, el cambio de dirección del Instituto Mexiquense de Cultura ha resultado tan imprevisible como insatisfactorio. Su presencia mediática, ampliamente enraizada en el ámbito local, se ha debilitado con la notoria pobreza de su propuesta, que ha abandonado la perspectiva artística para decantar su discurso alrededor de la ecología, por ejemplo. Así, Festinarte dejó de lado los episodios históricos –impulsados en emisiones dedicadas a las civilizaciones prehispánicas, las independencias latinoamericanas y la Revolución Mexicana– y centró su atención en el entrenamiento didáctico para el cuidado de los animales –disociado, por supuesto, de cualquier percepción estética–. Del mismo modo, la Feria Estatal del Libro –por lo general, destinada a niños y jóvenes– registró una asistencia exigua, ante la oleada de saldos editoriales que, de ninguna forma –en abierta contradicción con sus objetivos–, encarnan las novedades de la literatura contemporánea.

Más allá, las inconformidades hacia el Instituto Mexiquense de Cultura se han propagado –de manera prácticamente inédita– entre sus servidores públicos –que comprenden desde historiadores y restauradores hasta artistas y gestores culturales–. Mientras los diversos sectores de la sociedad reciben una oferta deficiente, el rumbo de este organismo ha terminado –definitivamente– con una tradición de servicio que, si nunca alcanzó una articulación óptima, tampoco se reveló disfuncional: el interés por la cultura –en ocasiones, superficial; en ocasiones, genuino– ha decaído hasta en su vida interna, a favor de prácticas injustificables en la administración del personal, que ha experimentado modificaciones arbitrarias y riesgosas.

Algo semejante ocurre con el Centro Toluqueño de Escritores, que ha llegado a su aniversario con pocos motivos para celebrar –al menos, auténticamente–. En mayo de 2010, en una entrevista para El Espectador, Porfirio Hernández Ramírez (Guadalajara, 1969), entonces presidente de esta asociación civil, anunció un ambicioso programa de trabajo que, entre la abulia y la negligencia, se ha quedado en el aire. Tras afirmar que “a partir de un conjunto de acciones articuladas, integradas por publicaciones, presentaciones de autores, certámenes literarios, diálogos internacionales y nuevos servicios, el Centro Toluqueño de Escritores habrá de impulsar opciones de recreación y formación estética, en vinculación permanente con las expresiones artísticas que la sociedad está produciendo en el estado y el país”, ha fallado en el fortalecimiento de la continuidad, la renovación y la expansión de sus programas.

Después de la abrupta modificación de la mesa directiva de este espacio cultural –encabezada, a partir de febrero de este año, por Elisena Ménez Sánchez (Teoloyucan, 1970)–, es posible aventurar un balance de carencias y resultados: el Festival Internacional de Cuento Brevísimo Los Mil y un Insomnios –ya presente en múltiples entidades mexicanas y diversas regiones latinoamericanas– se ha suspendido durante dos años consecutivos, mientras que el volumen correspondiente a la emisión de 2010 –según las bases, en colaboración con Editorial Jus– no se ha publicado; las convocatorias para las becas anuales –quizás, las más antiguas y prestigiosas del estado– no han tenido la menor difusión y, luego de la aparición –accidentada y azarosa– de Sobre suelo que serpentea, de Alejandro León Meléndez (Ciudad de México, 1976), no han fructificado en edición alguna. Del mismo modo, el Certamen Sucedió en un “Vallejo-Hospitales” –orientado a recordar a Alejandro Ariceaga (Toluca, 1949-2004), fundador del Centro–, ha permanecido en absoluto silencio –nada se sabe de sus resultados ni del libro derivado de él– y el establecimiento de una sala de lectura –de acuerdo con los estándares pautados por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes– se encuentra completamente estancado.

A la par, la librería ubicada en la planta baja de sus instalaciones –que sustenta precariamente su autonomía financiera y, además, funge como escaparate de sus productos editoriales y promocionales– ha sufrido numerosos altibajos, al igual que los talleres gratuitos y las presentaciones de libros, que se han desvanecido en los últimos meses, después de una época de ávidos movimientos, sustentada en el trabajo y la colaboración externa promovida por Eduardo Osorio (Toluca, 1958).

Así, en un momento de enorme efervescencia cultural, salpimentada con crímenes –como el asesinato de Guillermo Fernández (Guadalajara, 1932-Toluca, 2012), del cual tampoco existen mayores noticias– y manifestaciones –como las germinadas en la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de México, a propósito de distintas coyunturas políticas–, asistimos al derrumbe de los mares: los públicos se dispersan alrededor de opciones de calidades dispares, cada vez más restringidas, mientras las instituciones demuestran una indolencia totalmente alejada de sus objetivos originales y de las posibles riquezas de su herencia.


* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente a junio de 2012.