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21 de marzo de 2010

Felicidad personal (y depresiones colectivas)



Mientras mi país está deprimido y desmotivado, yo sigo peleándome con una de las épocas más críticas de mi vida. Desconozco la sustancia de la felicidad, aunque la experimento todos los días. Me confundo con el sustrato de mi tristeza, aunque me apabulla de vez en cuando. Y con el paso de los días, dejo de creer en la cafeína, en la nicotina, en los antidepresivos, en el chocolate y en la religión. Con la fe puesta en la poesía -en el arte, en general-, me pongo a leer notas como esta que transcribo, que a veces ayudan a ponerlo todo en claro. Aunque sea antes del próximo asalto.


Bilis negra


Por Manuel Rodríguez Rivero


Si usted sufre con o sin motivo (aparente), si no es feliz, si se siente frustrado o malquerido o culpable por algo que hizo o dijo (o que cree que pudo haber dicho o hecho), o porque la vida es injusta y no ha conseguido lo que de ella esperaba, si le entristece la pérdida o la traición de un ser querido, si experimenta cualquiera de esas sensaciones (o de otras semejantes), entonces es que está usted enfermo y precisa cura. Pero, tranquilícese: la farmacia está siempre ahí para ayudarle. Al fin y al cabo, su felicidad puede depender de un sencillo ajuste neuroquímico.

Treinta millones de estadounidenses a los que se les ha diagnosticado depresión en cualquiera de sus grados se gastan cada año más 10 000 millones de dólares en antidepresivos y ansiolíticos. La antigua bilis negra de los clásicos, la acedía medieval, la abstracta melancolía a la que Durero puso rostro y decorado, el spleen de caballeros y damas posrománticos, se ha transformado ahora en depresión, auténtico Weltschmerz -mal del mundo- de una época en la que nadie quiere sentirse responsable de nada, en la que el dolor no se tolera (aunque se inflige a otros) y el deseo y la pasión pueden ser interpretados como síntoma de insania.

Desde hace poco más de medio siglo, cuando su nombre comenzó a pronunciarse en las consultas de los médicos de cabecera, la depresión se ha convertido en un útil comodín ideológico. La medicalización de la tristeza -o de la felicidad, según el énfasis que se ponga- ha llegado a ser una de las más sustanciosas fuentes de beneficios de las empresas farmacéuticas. Manufacturing depression, un libro de Gary Greenberg, analiza la apabullante patologización de la depresión que ha tenido lugar en Occidente en el último medio siglo. Las medicinas puestas en circulación para combatirla han sido tan diversas -y contradictorias- como las anfetaminas de los años cuarenta y cincuenta, los ansiolíticos de los sesenta, los derivados de las benzodiacepinas de los setenta y ochenta o el hasta hace poco “definitivo” Prozac, cuya campaña de promoción (“la depresión no es sentirse bajo, es una enfermedad real con causas reales”) le costó a la firma Lilly 22 millones de dólares en los primeros meses de su comercialización (con tanto éxito que las revistas Time y Newsweek dedicaron sendas cubiertas al fármaco).

Bernard Marx y Lenina Crowne, igual que todos los demás ciudadanos de Un mundo feliz, consumen habitualmente soma, una droga “con todas las ventajas del cristianismo y del alcohol y ninguno de sus defectos”. También para ellos la felicidad es un asunto de química: un gramo a tiempo y se puede afrontar lo que sea (incluso un fin de semana). Greenberg no critica en su polémico libro que se les administre antidepresivos a quienes los necesitan: no es lo mismo la terrible enfermedad tan magistralmente descrita por William Styron en su libro Esa visible oscuridad que el malestar -mezcla de aburrimiento y frustración personal- que conduce a Emma Bovary al suicidio, o que la náusea metafísica y sartreana de Antoine Roquentin. En una época en la que arrecia la ofensiva contra las terapias de la palabra (y especialmente contra el psicoanálisis), Greenberg las reivindica como alternativa al muy rentable imperialismo de la farmacopea. Dejando claro, también, frente a la mitificación ideológica de la felicidad como pretendido estado natural de los seres humanos, que el sufrimiento forma parte de la vida y es factor fundamental de crecimiento y transformación personal.



* La pintura, cuyo nombre he intentado averiguar infructuosamente, pertenece a Vincent Van Gogh.

5 comentarios:

Niamm dijo...

la felicidad vale como 150 pesos por 8 horas y se llama Dietilamida de Ácido Lisérgico...
adoro tu blog!

casa da poesia dijo...

...qué espoesia?!...

salud!

Anónimo dijo...

Hola.
Estaba buscando egresados o estudiantes de la Lic. en Letras Latinoamericanas de la UAEMex.
Te escribo porque me gustaría estudiar esa carrera. ¿Podrías hablarme un poco de ella? ¿Por qué te decidiste a estudiarla?

Agregué tu correo al msn messenger. No recuerdo de dónde lo saqué. Seguramente de la misma página que me trajo hasta tu blog.

Escribeme. Puedes encontrar mi dirección de email en mi blog.

Saludos

Cristian

Margarita dijo...

Hola, Niamm:

Muchas gracias por seguir leyendo el blog, veo que no es el único comentario que has escrito. No estoy segura del costo de la felicidad: quedamos que le pierdo la confianza a la cafeína, a la nicotina, al chocolate, a casi todas esas cosas que me han mantenido periódicamente viva. Sin embargo, tener lectores me hace sentir viva. Así que, otra vez, muchas gracias.

Margarita dijo...

Hola, Cristian:

¡Qué curioso! No soy precisamente el ejemplar perfecto de la Facultad de Humanidades, pero intentaré convencerte de que estudies ahí, jeje. Me llegó tu solicitud al messenger, pero nunca admito a gente que no conozco, por que luego ocurren incidentes desagradables. En fin, te agregaré a través de tu blog y estaremos en contacto.