Por Margarita Hernández Martínez
En el sentido más amplio, la cultura impregna cada uno de nuestros actos sociales e individuales. Concebida como el conjunto de formas y modelos que regulan el comportamiento de los miembros de una sociedad, incluye costumbres, prácticas y códigos que determinan desde la forma de vestir hasta el ejercicio de la fe, pasando por patrones de conducta, preferencias gastronómicas y producciones artesanales, por mencionar sólo algunos aspectos. De esta manera, también comprende una idea de la belleza, un sentido de la estética y, en último término, una cosmovisión global que, desde el principio de los tiempos, ocupa las reflexiones de filósofos, sociólogos, antropólogos y humanistas.
En una óptica más restringida, la cultura deriva en la capacidad del hombre para reflexionar sobre sí mismo. Para la UNESCO, en ella reside la especificidad humana, racional, crítica y éticamente comprometida; asimismo, de ella emanan nuestra conciencia y nuestras habilidades de expresión y búsqueda de significados, además del impulso para crear obras trascendentes. Desde estas perspectivas, es indispensable garantizar el acceso a la cultura entre las poblaciones humanas, independientemente de su estatuto social, su composición étnica o su localización geográfica. No obstante, precisamente por estos rasgos, entraña una tarea compleja, que se extiende mucho más allá de la acción gubernamental.
Si bien las instituciones contemporáneas manifiestan interés por asegurar a los ciudadanos el acceso a los medios que conduzcan a su desarrollo integral –entre ellos, la cultura–, se trata de una labor que rebasa, por definición, sus competencias y aspiraciones. En consecuencia, la garantía de acceso a la cultura requiere de una participación global de doble compromiso: por un lado, la sociedad debe exigir la satisfacción de esta necesidad; por otro, debe estar dispuesta a asumir una postura tan gozosa como crítica, puesto que el arraigo y la diversificación de las actividades culturales obedecen a una dinámica de oferta y de demanda; por extensión, de diálogo y de conciliación. Quizás, en este caso, se trata de uno de los fenómenos que requieren mayor disposición al intercambio entre ciudadanos, instituciones y, aún más, entre creadores, asociaciones civiles y organizaciones independientes.
Cada uno de estos actores posee una esfera de acción determinada; sin embargo, convergen en el planteamiento de políticas públicas, entendidas como espacios de participación multilateral y responsabilidad compartida. En primer término, éstas deberán preocuparse por definir el alcance, el contenido jurídico y la posibilidad de hacer respetar el derecho de acceso a la cultura; de igual forma, habrán de dilucidar, clasificar y evaluar las vías destinadas a fortalecerlo. Es importante subrayar que deberá asumirse desde un horizonte generalizado; o sea, con miras a democratizar auténticamente el acceso a la cultura, pues, aunque la dinámica de oferta y demanda de bienes de este tipo se verifica en ciertos estratos sociales, también abundan las comunidades en las que, más allá de precarios espacios educativos, no existen escaparates mínimos de desenvolvimiento cultural, como bibliotecas o museos.
En consecuencia, la mayoría de sus pobladores carecen de las competencias y la estrategias para disfrutar de los beneficios implícitos en las expresiones artísticas, lo cual contradice los fundamentos de la escasa legislación alrededor del acceso a la cultura; incluso, representa un problema para la creación –a la cual, también, toda persona tiene derecho–, ya que no fomenta un ambiente propicio para su concepción, su desarrollo y su puesta en contacto con el público. Así, un primer curso de acción reside en abrir las vías para establecer un acceso continuo a estas manifestaciones. Pese a la escasez de locaciones, es posible habilitar espacios públicos para su difusión, como las escuelas y, en algunos casos, plazas o templos religiosos. A partir de experiencias personales, es posible afirmar que las comunidades rurales encarnan una audiencia ávida, deseosa de contactar con cualquier expresión artística. Por tanto, resulta imperioso articular planes que garanticen el tránsito del arte por estas comunidades, pero, más aún, actuar en concordancia con estas aspiraciones.
En el caso del Estado de México, existen organismos dedicados a la cultura, además de sistemas de apoyo a artistas, intelectuales y académicos. Éstos van desde estímulos económicos hasta programas editoriales que han convertido a esta entidad en una de las más dinámicas en este ámbito. Por estos motivos, se perfila como uno de los estados que requieren mayor atención en esta materia, ya que el ciclo de necesidad, oferta y demanda se amplifica y enriquece según la densidad poblacional y su distribución geográfica. En este sentido, es deseable, en primer lugar, redoblar los esfuerzos destinados a la descentralización del acceso a la cultura. Ello supone ir más allá de la instalación de casas de cultura, pues implica elaborar un plan incluyente, capaz de sortear las diferencias entre los posibles grupos culturales afincados en cada región. Paralelamente, invita a regresar a una de las ideas centrales del programa vasconcelista: la asunción del libro como detonador del desarrollo cultural. Esta propuesta trasciende la formulación de planes de fomento a la lectura y se decanta por la instalación de bibliotecas escolares y municipales, en las cuales el acervo se encuentre efectivamente a la disposición del público. Además, éste debe actualizarse, a fin de evitar el descuido en que suelen caer este tipo de espacios.
De esta manera, las bibliotecas representan un primer camino al desarrollo de la cultura y el arte comunitarios, ya que no sólo se destinan a la reunión, la conservación y la puesta en circulación de un catálogo bibliográfico, sino que extienden sus funciones como salas de exposiciones y conciertos; así como foros para conferencias, talleres de lectura y de creación literaria. Para lograr este objetivo, es posible partir de la tradición oral local hacia temas de complejidad creciente, que demanden mayor apertura y análisis. Ello exige una estructura que excede las tentativas actuales, puesto que requiere de recursos, tanto humanos como materiales, que no se encuentran permanentemente disponibles en estos momentos y que, en muchas ocasiones, fluyen lejos de la transparencia y dependen de los mudables intereses propios de las administraciones.
En un sentido semejante, la óptica de los creadores entraña una relevancia particular, ya que de ella dependen sus innovaciones y su vitalidad contemporánea. Ésta se revela como una veta de riqueza imprevisible: a través de una visión ética y estética, transmiten una postura crítica y racional, en la cual se transparenta la conciencia humana y la búsqueda de significados alrededor de ella. Por estos motivos, es imposible excluirlos de cualquier propuesta vinculada con el derecho de acceso a la cultura: así como todos los miembros de la sociedad deben tener la oportunidad de contactar con las manifestaciones culturales que los rodean, también tienen derecho a convertirse en factores activos de estas expresiones. Esta idea se liga con el derecho a la educación y a la información; así, los planes de estudio han de contemplar una formación artística de presencia y calidad superior a la actual, con tendencia a cimentar las competencias para la recepción, el disfrute y la configuración de obras artísticas; de este modo, también procurará democratizar la creatividad, puesto que no se trata de un privilegio, sino de una capacidad latente en cada individuo, que, incluso, desborda el campo del arte: la ciencia y la tecnología parten de idénticos principios de sensibilidad, curiosidad e inquisición.
En segundo término, los apoyos para los creadores exigen una evaluación profunda, destinada a convertirlos en un aporte funcional. Después de tres lustros del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico del Fondo Especial para la Cultura y las Artes del Estado de México (FOCAEM) y de más de una década de la Convocatoria Anual del Fondo Editorial del Instituto Mexiquense de Cultura –junto con otras iniciativas emanadas de la Universidad Autónoma del Estado de México, el Colegio Mexiquense y el Centro Toluqueño de Escritores, por citar sólo algunas organizaciones de larga tradición de participación en el ámbito cultural estatal–, resulta relativamente sencillo resumir sus logros y sus carencias. Por un lado, sus intenciones se han fortalecido con una amplia respuesta: en el primer caso, se han otorgado más de seiscientos estímulos en numerosas categorías; en el segundo, el Fondo Editorial se erige como uno de los más vastos de la República Mexicana.
No obstante, estos logros encuentran su reverso en retos nuevos. Aunque el FOCAEM ha capturado una asombrosa variedad de proyectos, éstos no han establecido un contacto duradero con el público, pues no poseen mecanismos para ello. Los libros resultantes de esta convocatoria se ven obligados a buscar un canal de publicación y distribución ajeno a ella; lo mismo ocurre con las obras plásticas, los montajes teatrales y los proyectos musicales que, en todo caso, consiguen un reducido número de presentaciones en algunos espacios administrados por el Instituto Mexiquense de Cultura o la Universidad Autónoma del Estado de México. Como resultado, falta completar el círculo de comunicación que infunde vitalidad no sólo a las artes, sino a todas las expresiones culturales. Si ya se están destinando recursos humanos y materiales a esta empresa, lo menos a lo que podemos aspirar es a construir un ciclo virtuoso, en el cual el arte y la cultura alimenten –y se nutran– de las aportaciones intelectuales, sensoriales y emocionales que, en tanto seres humanos, se sujetan a nuestra experiencia.
En suma, propongo utilizar los recursos destinados a garantizar el acceso a la creación y al disfrute de la cultura de una forma más eficiente, con un impacto social más notorio y estimulante. Se trata de establecer políticas públicas enfocadas a mejorar las estrategias actuales y a proveerlas de instrumentos nuevos. Asimismo, sería deseable englobar el trabajo de los creadores en este tipo de esfuerzos, con el fin de completar el circuito de comunicación y retroalimentación entre la totalidad de los actores de la actividad cultural. Esto permitirá, en el mediano plazo, construir una atmósfera cultural con mayor participación común.
El arte y la cultura nacen y mueren con cada uno de nosotros: con nuestras visiones particulares, con el ejercicio de una sensibilidad irrepetible e irremplazable. Asegurar su creación y su disfrute se asemeja, en ocasiones, a arar en el mar: aunque nos empeñemos en dejar una marca en el terreno, su naturaleza movediza resulta tan vertiginosa que es imposible imprimir una huella perdurable. Se trata, entonces, de una tarea de eternos comienzos. Sin embargo, la condición original de la cultura justifica cada tentativa por conservarla, difundirla y enriquecerla. En estos tiempos, más preocupados por la acumulación de riquezas materiales que por el desenvolvimiento de bienes artísticos, culturales y hasta espirituales, valdría la pena detenernos en nuestras propias contribuciones a la cultura nacional.
* Fragmentos de una ponencia expuesta en el Foro Estatal de Análisis sobre el Marco Jurídico de la Cultura en México, celebrado el pasado 14 de julio en el Centro Cultural Mexiquense.
* Artículo originalmente publicado en la plana cultural de El Espectador, correspondiente a agosto de 2010. La fotografía que acompaña a esta entrada también puede verse aquí.
En el sentido más amplio, la cultura impregna cada uno de nuestros actos sociales e individuales. Concebida como el conjunto de formas y modelos que regulan el comportamiento de los miembros de una sociedad, incluye costumbres, prácticas y códigos que determinan desde la forma de vestir hasta el ejercicio de la fe, pasando por patrones de conducta, preferencias gastronómicas y producciones artesanales, por mencionar sólo algunos aspectos. De esta manera, también comprende una idea de la belleza, un sentido de la estética y, en último término, una cosmovisión global que, desde el principio de los tiempos, ocupa las reflexiones de filósofos, sociólogos, antropólogos y humanistas.
En una óptica más restringida, la cultura deriva en la capacidad del hombre para reflexionar sobre sí mismo. Para la UNESCO, en ella reside la especificidad humana, racional, crítica y éticamente comprometida; asimismo, de ella emanan nuestra conciencia y nuestras habilidades de expresión y búsqueda de significados, además del impulso para crear obras trascendentes. Desde estas perspectivas, es indispensable garantizar el acceso a la cultura entre las poblaciones humanas, independientemente de su estatuto social, su composición étnica o su localización geográfica. No obstante, precisamente por estos rasgos, entraña una tarea compleja, que se extiende mucho más allá de la acción gubernamental.
Si bien las instituciones contemporáneas manifiestan interés por asegurar a los ciudadanos el acceso a los medios que conduzcan a su desarrollo integral –entre ellos, la cultura–, se trata de una labor que rebasa, por definición, sus competencias y aspiraciones. En consecuencia, la garantía de acceso a la cultura requiere de una participación global de doble compromiso: por un lado, la sociedad debe exigir la satisfacción de esta necesidad; por otro, debe estar dispuesta a asumir una postura tan gozosa como crítica, puesto que el arraigo y la diversificación de las actividades culturales obedecen a una dinámica de oferta y de demanda; por extensión, de diálogo y de conciliación. Quizás, en este caso, se trata de uno de los fenómenos que requieren mayor disposición al intercambio entre ciudadanos, instituciones y, aún más, entre creadores, asociaciones civiles y organizaciones independientes.
Cada uno de estos actores posee una esfera de acción determinada; sin embargo, convergen en el planteamiento de políticas públicas, entendidas como espacios de participación multilateral y responsabilidad compartida. En primer término, éstas deberán preocuparse por definir el alcance, el contenido jurídico y la posibilidad de hacer respetar el derecho de acceso a la cultura; de igual forma, habrán de dilucidar, clasificar y evaluar las vías destinadas a fortalecerlo. Es importante subrayar que deberá asumirse desde un horizonte generalizado; o sea, con miras a democratizar auténticamente el acceso a la cultura, pues, aunque la dinámica de oferta y demanda de bienes de este tipo se verifica en ciertos estratos sociales, también abundan las comunidades en las que, más allá de precarios espacios educativos, no existen escaparates mínimos de desenvolvimiento cultural, como bibliotecas o museos.
En consecuencia, la mayoría de sus pobladores carecen de las competencias y la estrategias para disfrutar de los beneficios implícitos en las expresiones artísticas, lo cual contradice los fundamentos de la escasa legislación alrededor del acceso a la cultura; incluso, representa un problema para la creación –a la cual, también, toda persona tiene derecho–, ya que no fomenta un ambiente propicio para su concepción, su desarrollo y su puesta en contacto con el público. Así, un primer curso de acción reside en abrir las vías para establecer un acceso continuo a estas manifestaciones. Pese a la escasez de locaciones, es posible habilitar espacios públicos para su difusión, como las escuelas y, en algunos casos, plazas o templos religiosos. A partir de experiencias personales, es posible afirmar que las comunidades rurales encarnan una audiencia ávida, deseosa de contactar con cualquier expresión artística. Por tanto, resulta imperioso articular planes que garanticen el tránsito del arte por estas comunidades, pero, más aún, actuar en concordancia con estas aspiraciones.
En el caso del Estado de México, existen organismos dedicados a la cultura, además de sistemas de apoyo a artistas, intelectuales y académicos. Éstos van desde estímulos económicos hasta programas editoriales que han convertido a esta entidad en una de las más dinámicas en este ámbito. Por estos motivos, se perfila como uno de los estados que requieren mayor atención en esta materia, ya que el ciclo de necesidad, oferta y demanda se amplifica y enriquece según la densidad poblacional y su distribución geográfica. En este sentido, es deseable, en primer lugar, redoblar los esfuerzos destinados a la descentralización del acceso a la cultura. Ello supone ir más allá de la instalación de casas de cultura, pues implica elaborar un plan incluyente, capaz de sortear las diferencias entre los posibles grupos culturales afincados en cada región. Paralelamente, invita a regresar a una de las ideas centrales del programa vasconcelista: la asunción del libro como detonador del desarrollo cultural. Esta propuesta trasciende la formulación de planes de fomento a la lectura y se decanta por la instalación de bibliotecas escolares y municipales, en las cuales el acervo se encuentre efectivamente a la disposición del público. Además, éste debe actualizarse, a fin de evitar el descuido en que suelen caer este tipo de espacios.
De esta manera, las bibliotecas representan un primer camino al desarrollo de la cultura y el arte comunitarios, ya que no sólo se destinan a la reunión, la conservación y la puesta en circulación de un catálogo bibliográfico, sino que extienden sus funciones como salas de exposiciones y conciertos; así como foros para conferencias, talleres de lectura y de creación literaria. Para lograr este objetivo, es posible partir de la tradición oral local hacia temas de complejidad creciente, que demanden mayor apertura y análisis. Ello exige una estructura que excede las tentativas actuales, puesto que requiere de recursos, tanto humanos como materiales, que no se encuentran permanentemente disponibles en estos momentos y que, en muchas ocasiones, fluyen lejos de la transparencia y dependen de los mudables intereses propios de las administraciones.
En un sentido semejante, la óptica de los creadores entraña una relevancia particular, ya que de ella dependen sus innovaciones y su vitalidad contemporánea. Ésta se revela como una veta de riqueza imprevisible: a través de una visión ética y estética, transmiten una postura crítica y racional, en la cual se transparenta la conciencia humana y la búsqueda de significados alrededor de ella. Por estos motivos, es imposible excluirlos de cualquier propuesta vinculada con el derecho de acceso a la cultura: así como todos los miembros de la sociedad deben tener la oportunidad de contactar con las manifestaciones culturales que los rodean, también tienen derecho a convertirse en factores activos de estas expresiones. Esta idea se liga con el derecho a la educación y a la información; así, los planes de estudio han de contemplar una formación artística de presencia y calidad superior a la actual, con tendencia a cimentar las competencias para la recepción, el disfrute y la configuración de obras artísticas; de este modo, también procurará democratizar la creatividad, puesto que no se trata de un privilegio, sino de una capacidad latente en cada individuo, que, incluso, desborda el campo del arte: la ciencia y la tecnología parten de idénticos principios de sensibilidad, curiosidad e inquisición.
En segundo término, los apoyos para los creadores exigen una evaluación profunda, destinada a convertirlos en un aporte funcional. Después de tres lustros del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico del Fondo Especial para la Cultura y las Artes del Estado de México (FOCAEM) y de más de una década de la Convocatoria Anual del Fondo Editorial del Instituto Mexiquense de Cultura –junto con otras iniciativas emanadas de la Universidad Autónoma del Estado de México, el Colegio Mexiquense y el Centro Toluqueño de Escritores, por citar sólo algunas organizaciones de larga tradición de participación en el ámbito cultural estatal–, resulta relativamente sencillo resumir sus logros y sus carencias. Por un lado, sus intenciones se han fortalecido con una amplia respuesta: en el primer caso, se han otorgado más de seiscientos estímulos en numerosas categorías; en el segundo, el Fondo Editorial se erige como uno de los más vastos de la República Mexicana.
No obstante, estos logros encuentran su reverso en retos nuevos. Aunque el FOCAEM ha capturado una asombrosa variedad de proyectos, éstos no han establecido un contacto duradero con el público, pues no poseen mecanismos para ello. Los libros resultantes de esta convocatoria se ven obligados a buscar un canal de publicación y distribución ajeno a ella; lo mismo ocurre con las obras plásticas, los montajes teatrales y los proyectos musicales que, en todo caso, consiguen un reducido número de presentaciones en algunos espacios administrados por el Instituto Mexiquense de Cultura o la Universidad Autónoma del Estado de México. Como resultado, falta completar el círculo de comunicación que infunde vitalidad no sólo a las artes, sino a todas las expresiones culturales. Si ya se están destinando recursos humanos y materiales a esta empresa, lo menos a lo que podemos aspirar es a construir un ciclo virtuoso, en el cual el arte y la cultura alimenten –y se nutran– de las aportaciones intelectuales, sensoriales y emocionales que, en tanto seres humanos, se sujetan a nuestra experiencia.
En suma, propongo utilizar los recursos destinados a garantizar el acceso a la creación y al disfrute de la cultura de una forma más eficiente, con un impacto social más notorio y estimulante. Se trata de establecer políticas públicas enfocadas a mejorar las estrategias actuales y a proveerlas de instrumentos nuevos. Asimismo, sería deseable englobar el trabajo de los creadores en este tipo de esfuerzos, con el fin de completar el circuito de comunicación y retroalimentación entre la totalidad de los actores de la actividad cultural. Esto permitirá, en el mediano plazo, construir una atmósfera cultural con mayor participación común.
El arte y la cultura nacen y mueren con cada uno de nosotros: con nuestras visiones particulares, con el ejercicio de una sensibilidad irrepetible e irremplazable. Asegurar su creación y su disfrute se asemeja, en ocasiones, a arar en el mar: aunque nos empeñemos en dejar una marca en el terreno, su naturaleza movediza resulta tan vertiginosa que es imposible imprimir una huella perdurable. Se trata, entonces, de una tarea de eternos comienzos. Sin embargo, la condición original de la cultura justifica cada tentativa por conservarla, difundirla y enriquecerla. En estos tiempos, más preocupados por la acumulación de riquezas materiales que por el desenvolvimiento de bienes artísticos, culturales y hasta espirituales, valdría la pena detenernos en nuestras propias contribuciones a la cultura nacional.
* Fragmentos de una ponencia expuesta en el Foro Estatal de Análisis sobre el Marco Jurídico de la Cultura en México, celebrado el pasado 14 de julio en el Centro Cultural Mexiquense.
* Artículo originalmente publicado en la plana cultural de El Espectador, correspondiente a agosto de 2010. La fotografía que acompaña a esta entrada también puede verse aquí.
3 comentarios:
Órale, sí citaste la gesta vasconceliana. Has sido elegante y prudente en tu ponencia, obvio, sabes dónde estás parada. Espero haya sido bien recibida, y creo que evolucionarás a posturas más críticas.
Suelta las amarras. Te propongo rompamos el bloqueo. No nos queda de otra. Cuídate.
Adorado Anónimo:
Gracias. Claro que incluí tu recomendación. Haciendo honor a la verdad, no sé dónde estoy parada: todo territorio es movedizo. Tengo un libro y una tesis haciéndome revolturas en la cabeza. Más que un bloqueo, es densa antiguedad.
Si supieras... Quien en realidad está revuelto soy yo, pero es asunto que me toca resolver. A ti, lo de la tesis primero, luego lo que venga. Créeme. No puedes patinar más en pantano alguno, o no de ésos. Seguimos.
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