Por Isabel Estambul
Durante décadas, la literatura escrita por mujeres ha permanecido aprisionada por su propia voz. Desde los dulces sollozos de Alfonsina Storni (Sala Capriasca, 1892 - Mar del Plata, 1938) hasta los cálidos aullidos de Gioconda Belli (Managua, 1948), su carta de legitimación se ha extendido en la constante definición de lo femenino, construida en torno –y en oposición– a una idea central de la masculinidad. De esta manera, ha dejado escurrir ríos de tinta alrededor del amor, la angustia y la muerte; el cuerpo, la belleza y la maternidad.
Al mismo tiempo, en el caso latinoamericano, se ha detenido en la exploración de la identidad subcontinental –y, por extensión, en el sentido de la nacionalidad–. Como resultado, ha producido una corriente particular que aspira a romper con el sentimentalismo femenino –surgido de la incontinencia emocional atribuida a las mujeres– y ha desembocado en una rica nómina de autoras, que abarca desde Elena Garro (Puebla, 1920 - Cuernavaca, 1998) hasta Alejandra Pizarnik (Buenos Aires, 1936 - 1972). Así, de la exploración de los géneros –que funde la ficción con la crónica periodística– a la renovación poética –que amalgama la lírica tradicional con el verso blanco–, la literatura escrita por mujeres ha experimentado una intensa transformación, tendiente a esfumar las fronteras implantadas en su origen.
De este modo, los últimos años han atestiguado la aparición de un conjunto de propuestas que superan las aproximaciones convencionales a lo femenino y lo latinoamericano. Entre ellas, merece la pena detenerse en dos ejemplos que, por su capacidad para fragmentar –y renovar– tanto la mitología literaria como la composición del lenguaje, afincan su lugar entre las manifestaciones más memorables del arte contemporáneo. El primero, Muerte para el coño dorado de Lavernia, de Cecilia Juárez (Toluca, 1981), es un volumen de poemas de largo aliento, cuya abundancia verbal no contradice ni la precisión de sus metáforas ni la habilidad del sujeto lírico para sondear en temas complejos y controversiales. El segundo, Pétalos y otras historias incómodas, de Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973), es un libro de cuentos que confirma, inesperadamente, la vitalidad y la fortaleza de un género que –de forma errónea– se ha convertido en la antesala de la novela.
Guardando las proporciones necesarias –mientras una se dedica al periodismo radiofónico en Metepec, otra estudia un doctorado en Francia; mientras una colabora con una editorial independiente, otra publica con Anagrama–, ambas escritoras se distancian de la tradición literaria para ofrecer un lúcido enfrentamiento con imágenes canónicas, profundamente enraizadas en el imaginario de las letras. Así, Muerte para el coño dorado de Lavernia abandona el sentimentalismo torrencial achacado a las féminas y a la poesía; en consecuencia, construye una especie de epopeya de la carne y el deseo, que se elevan y se envilecen a lo largo de las páginas.
Si bien el poemario gira alrededor de una mujer icónica, ésta encarna el reverso de una serie de ideales largamente cultivados: su nombre convoca tanto a Venus como al infierno; su cuerpo, inmerso en una lubricidad instintiva, es insaciable y estéril; sus genitales, vulgarizados y mitificados cíclicamente, constituyen una fuente de fascinación y de impureza; sus actos –voluntarios o no– desatan las energías inconscientes del ser humano, ocultas bajo la pulida superficie de la civilización. Así, por ejemplo, en “Reacciones de la fauna ante los desparpajos hormonales de Lavernia” leones, caballos, cuervos, cabras, lebreles, lagartos, dromedarios, leopardos, lobos y gacelas, acompañados por “hombres que se rascan la cabeza como monos”, se reúnen –en una atmósfera más descriptiva que narrativa– para criticar la injustificable superioridad de la naturaleza humana, fundada en un discurso excluyente y falocéntrico.
En consecuencia, Muerte para el coño dorado de Lavernia lleva este desmontaje de la tradición más allá de la esclavitud del cuerpo y el ejercicio de la sexualidad. Para ello, recurre a un lenguaje de dolorosa claridad, acentuado por momentos con ironía cáustica, entrelazada con metáforas de tendencia sonora y barroca. De este modo, mientras el ansia de la carne viaja de la colectividad –“no hay pueblos erguidos fuera del deseo absoluto”– a las angustias particulares –“las mujeres víctimas de su reliquia […] de su calor no emancipado”–, Eva –“que sabe lamer cadenas de manera exacta”– y Lavernia –quien “custodia su hombre inicial entre las fauces”, pues “también estremece un hueco en el costillar impuro”– se debaten alrededor del placer y de la culpa; del tránsito entre el orgasmo personal y la historia impasible, sin dar el salto para convertirse en Lilith.
Por otra parte, Adán y Adonis –dos nombres casi gemelos, apenas matizados– aparecen para contrastar dos aspectos centrales de la identidad masculina. Mientras el primero es “un hombre mártir y sombrío”, atado a la estabilidad, al hogar y al vientre de Eva, el segundo representa la vertiente terrible de la muerte y de la belleza. De esta manera, la moral patriarcal cristalizada en la pareja primigenia se opone al caos prodigioso de la sensualidad desbordada, consumada en el propio goce, sin ojos hacia el pasado ni esperanzas frente al futuro. Desde esta perspectiva –ardorosa y letal a un tiempo–, la sucesión de símbolos que se disuelven y se reconfiguran en Muerte para el coño dorado de Lavernia salta hacia la disgregación última: la pérdida del cuerpo y del sentido, la dispersión de “la nómada carne bajo protesta sedentaria”.
En Pétalos y otras historias incómodas, Guadalupe Nettel borda el mismo asombro desde una óptica divergente y, sin embargo, igualmente luminosa. Desde la desmitificación –y la reconstrucción– de la voz y la imagen femenina hasta la antologación de las curiosas compulsiones humanas, este recorrido literario se inspira en la refundación de la memoria y en la multiplicidad de los narradores, elaborados desde una “falsa ingenuidad” –según reza la contraportada– e inclinados hacia una visión cosmopolita. Así, con un lenguaje ágil y provocativo –conformado por frases breves y contundentes, teñidas de una sugerente concreción exenta de cualquier trazo de sensiblería– esta autora se consagra a la exploración de conceptos frágiles y pretendidamente absolutos, como “la calma perfecta” y “la verdadera soledad”.
Para ello, los seis cuentos que constituyen el volumen se demoran en develar lo que, por pudor o por pánico, debería permanecer oculto: el fetichismo, la adicción o la atracción erótica se convierten en los ejes de una discusión universal, que se sostiene en el establecimiento de la normalidad, instaurada en una sociedad cada vez más inestable e introspectiva; más cercana a ciertas libertades, pero lista para censurar una vez transgredidos ciertos márgenes. De este modo, los personajes de Nettel –residentes del mundo, más allá de la sencilla consciencia latinoamericanista– se contraen y se distienden alrededor de una noción de límite constantemente fallida: “me había convertido en un ser funcional y ése, créame, fue el máximo logro de toda mi existencia”, señala una joven que se arranca el pelo incontrolablemente, mientras un hombre obsesionado con los bonsáis y un muchacho fascinado por el aroma de las mujeres recuerdan –y, de paso, reformulan con placer justificatorio– el nacimiento de sus peculiares impulsos.
Finalmente, Muerte para el coño dorado de Lavernia y Pétalos y otras historias incómodas confluyen alrededor de una interesante sentencia de Vladimir Nabokov (San Petersburgo, 1899 - Montreux, 1977), cuya escritura también se detiene en los alucinantes efectos de la belleza y su sobrecogedora revelación: “quizás lo que importe no sea el dolor o la felicidad humanas, sino, más bien, el juego de luces y de sombras sobre un cuerpo vivo, la armonía formada a partir de la reunión de cosas insignificantes, de un modo único e inimitable”. Estos dos textos de la literatura femenina logran entrelazar estas variaciones con una óptica fresca, de nuevas libertades.
Juárez, Cecilia (2006), Muerte para el coño dorado de Lavernia, Mirabilis, Toluca.
Nabokov, Vladimir (2000), El hechicero, Anagrama (Compactos), Barcelona.
Nettel, Guadalupe (2008), Pétalos y otras historias incómodas, Anagrama (Narrativas hispánicas), Barcelona.
* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente al mes de marzo de 2010.
Durante décadas, la literatura escrita por mujeres ha permanecido aprisionada por su propia voz. Desde los dulces sollozos de Alfonsina Storni (Sala Capriasca, 1892 - Mar del Plata, 1938) hasta los cálidos aullidos de Gioconda Belli (Managua, 1948), su carta de legitimación se ha extendido en la constante definición de lo femenino, construida en torno –y en oposición– a una idea central de la masculinidad. De esta manera, ha dejado escurrir ríos de tinta alrededor del amor, la angustia y la muerte; el cuerpo, la belleza y la maternidad.
Al mismo tiempo, en el caso latinoamericano, se ha detenido en la exploración de la identidad subcontinental –y, por extensión, en el sentido de la nacionalidad–. Como resultado, ha producido una corriente particular que aspira a romper con el sentimentalismo femenino –surgido de la incontinencia emocional atribuida a las mujeres– y ha desembocado en una rica nómina de autoras, que abarca desde Elena Garro (Puebla, 1920 - Cuernavaca, 1998) hasta Alejandra Pizarnik (Buenos Aires, 1936 - 1972). Así, de la exploración de los géneros –que funde la ficción con la crónica periodística– a la renovación poética –que amalgama la lírica tradicional con el verso blanco–, la literatura escrita por mujeres ha experimentado una intensa transformación, tendiente a esfumar las fronteras implantadas en su origen.
De este modo, los últimos años han atestiguado la aparición de un conjunto de propuestas que superan las aproximaciones convencionales a lo femenino y lo latinoamericano. Entre ellas, merece la pena detenerse en dos ejemplos que, por su capacidad para fragmentar –y renovar– tanto la mitología literaria como la composición del lenguaje, afincan su lugar entre las manifestaciones más memorables del arte contemporáneo. El primero, Muerte para el coño dorado de Lavernia, de Cecilia Juárez (Toluca, 1981), es un volumen de poemas de largo aliento, cuya abundancia verbal no contradice ni la precisión de sus metáforas ni la habilidad del sujeto lírico para sondear en temas complejos y controversiales. El segundo, Pétalos y otras historias incómodas, de Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973), es un libro de cuentos que confirma, inesperadamente, la vitalidad y la fortaleza de un género que –de forma errónea– se ha convertido en la antesala de la novela.
Guardando las proporciones necesarias –mientras una se dedica al periodismo radiofónico en Metepec, otra estudia un doctorado en Francia; mientras una colabora con una editorial independiente, otra publica con Anagrama–, ambas escritoras se distancian de la tradición literaria para ofrecer un lúcido enfrentamiento con imágenes canónicas, profundamente enraizadas en el imaginario de las letras. Así, Muerte para el coño dorado de Lavernia abandona el sentimentalismo torrencial achacado a las féminas y a la poesía; en consecuencia, construye una especie de epopeya de la carne y el deseo, que se elevan y se envilecen a lo largo de las páginas.
Si bien el poemario gira alrededor de una mujer icónica, ésta encarna el reverso de una serie de ideales largamente cultivados: su nombre convoca tanto a Venus como al infierno; su cuerpo, inmerso en una lubricidad instintiva, es insaciable y estéril; sus genitales, vulgarizados y mitificados cíclicamente, constituyen una fuente de fascinación y de impureza; sus actos –voluntarios o no– desatan las energías inconscientes del ser humano, ocultas bajo la pulida superficie de la civilización. Así, por ejemplo, en “Reacciones de la fauna ante los desparpajos hormonales de Lavernia” leones, caballos, cuervos, cabras, lebreles, lagartos, dromedarios, leopardos, lobos y gacelas, acompañados por “hombres que se rascan la cabeza como monos”, se reúnen –en una atmósfera más descriptiva que narrativa– para criticar la injustificable superioridad de la naturaleza humana, fundada en un discurso excluyente y falocéntrico.
En consecuencia, Muerte para el coño dorado de Lavernia lleva este desmontaje de la tradición más allá de la esclavitud del cuerpo y el ejercicio de la sexualidad. Para ello, recurre a un lenguaje de dolorosa claridad, acentuado por momentos con ironía cáustica, entrelazada con metáforas de tendencia sonora y barroca. De este modo, mientras el ansia de la carne viaja de la colectividad –“no hay pueblos erguidos fuera del deseo absoluto”– a las angustias particulares –“las mujeres víctimas de su reliquia […] de su calor no emancipado”–, Eva –“que sabe lamer cadenas de manera exacta”– y Lavernia –quien “custodia su hombre inicial entre las fauces”, pues “también estremece un hueco en el costillar impuro”– se debaten alrededor del placer y de la culpa; del tránsito entre el orgasmo personal y la historia impasible, sin dar el salto para convertirse en Lilith.
Por otra parte, Adán y Adonis –dos nombres casi gemelos, apenas matizados– aparecen para contrastar dos aspectos centrales de la identidad masculina. Mientras el primero es “un hombre mártir y sombrío”, atado a la estabilidad, al hogar y al vientre de Eva, el segundo representa la vertiente terrible de la muerte y de la belleza. De esta manera, la moral patriarcal cristalizada en la pareja primigenia se opone al caos prodigioso de la sensualidad desbordada, consumada en el propio goce, sin ojos hacia el pasado ni esperanzas frente al futuro. Desde esta perspectiva –ardorosa y letal a un tiempo–, la sucesión de símbolos que se disuelven y se reconfiguran en Muerte para el coño dorado de Lavernia salta hacia la disgregación última: la pérdida del cuerpo y del sentido, la dispersión de “la nómada carne bajo protesta sedentaria”.
En Pétalos y otras historias incómodas, Guadalupe Nettel borda el mismo asombro desde una óptica divergente y, sin embargo, igualmente luminosa. Desde la desmitificación –y la reconstrucción– de la voz y la imagen femenina hasta la antologación de las curiosas compulsiones humanas, este recorrido literario se inspira en la refundación de la memoria y en la multiplicidad de los narradores, elaborados desde una “falsa ingenuidad” –según reza la contraportada– e inclinados hacia una visión cosmopolita. Así, con un lenguaje ágil y provocativo –conformado por frases breves y contundentes, teñidas de una sugerente concreción exenta de cualquier trazo de sensiblería– esta autora se consagra a la exploración de conceptos frágiles y pretendidamente absolutos, como “la calma perfecta” y “la verdadera soledad”.
Para ello, los seis cuentos que constituyen el volumen se demoran en develar lo que, por pudor o por pánico, debería permanecer oculto: el fetichismo, la adicción o la atracción erótica se convierten en los ejes de una discusión universal, que se sostiene en el establecimiento de la normalidad, instaurada en una sociedad cada vez más inestable e introspectiva; más cercana a ciertas libertades, pero lista para censurar una vez transgredidos ciertos márgenes. De este modo, los personajes de Nettel –residentes del mundo, más allá de la sencilla consciencia latinoamericanista– se contraen y se distienden alrededor de una noción de límite constantemente fallida: “me había convertido en un ser funcional y ése, créame, fue el máximo logro de toda mi existencia”, señala una joven que se arranca el pelo incontrolablemente, mientras un hombre obsesionado con los bonsáis y un muchacho fascinado por el aroma de las mujeres recuerdan –y, de paso, reformulan con placer justificatorio– el nacimiento de sus peculiares impulsos.
Finalmente, Muerte para el coño dorado de Lavernia y Pétalos y otras historias incómodas confluyen alrededor de una interesante sentencia de Vladimir Nabokov (San Petersburgo, 1899 - Montreux, 1977), cuya escritura también se detiene en los alucinantes efectos de la belleza y su sobrecogedora revelación: “quizás lo que importe no sea el dolor o la felicidad humanas, sino, más bien, el juego de luces y de sombras sobre un cuerpo vivo, la armonía formada a partir de la reunión de cosas insignificantes, de un modo único e inimitable”. Estos dos textos de la literatura femenina logran entrelazar estas variaciones con una óptica fresca, de nuevas libertades.
Juárez, Cecilia (2006), Muerte para el coño dorado de Lavernia, Mirabilis, Toluca.
Nabokov, Vladimir (2000), El hechicero, Anagrama (Compactos), Barcelona.
Nettel, Guadalupe (2008), Pétalos y otras historias incómodas, Anagrama (Narrativas hispánicas), Barcelona.
* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente al mes de marzo de 2010.
1 comentario:
Me interesa mucho conseguir un ejemplar del libro de Cecilia Juárez ¿no tendrás un ejemplar a la venta?
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