Por Margarita Hernández Martínez
Dice Pedro Salvador Ale (Jujuy, 1953), uno de los poetas y editores más prolíficos de nuestra entidad, que, en la literatura, toda tentativa de reescritura –sea la elaboración de una antología; sea la supervisión de una reedición expurgada– constituye un alto en el camino artístico: una oportunidad para identificar temas obsesivos, reafirmar tendencias recurrentes y consolidar la mitología personal, esa sucesión de símbolos y representaciones que perfilan las afinidades íntimas entre un conjunto de textos. Dijo Juan Rulfo (Sayula, 1917 - Ciudad de México, 1986), uno de los cuentistas más propositivos y consistentes del siglo XX, que corregir es siempre recortar: abandonar la pirotecnia verbal a favor de las expresiones justas; expulsar el peso de la vacuidad para que brille la sencillez de las palabras.
Así, desde una perspectiva crítica –mediante la mirada ajena, pero comprometida– o desde una óptica individual –a través de los deseos y las percepciones propias–, volver sobre los pasos literarios implica un deliberado ejercicio de depuración, atemperado por un aliento de revisión, de contraste y de reformulación; de emprender el registro de las conversiones entre la voz del autor –esa entidad concreta y finita– y los ojos del lector –esa conciencia móvil e inevitablemente temporal–. Este ánimo se respira, de manera justa y serena, entre las páginas de Goyo el Gato y el regreso del Conejo Azul, de José Luis Herrera Arciniega (Tasquillo, 1962).
Quizás uno de los prosistas más relevantes del Valle de Toluca –no sólo por la constancia y la calidad de su trabajo, sino por la variedad que ha asumido a lo largo de veintiséis años, en los cuales se ha decantado por el periodismo, la crónica, el ensayo, la novela, el cuento y la minificción–, el también Becario del Centro Toluqueño de Escritores ofrece un volumen que, por una parte, representa un replanteamiento enriquecido de El Conejo Azul: crónicas para duendes; por otra, encarna un intento de exclusión y reescritura que, de modo casi imperceptible, desemboca en un aliento de mayor madurez, tendiente a solidificar sus huellas de identidad a través de la exposición de un rico mundo de referencias que convocan, en igual medida, tanto la presencia de la cultura de masas como la descripción del mundo personal.
De esta manera, el aliento tenuemente infantil que predomina en el libro original –conformado por doce cuentos de extensión mediana, centrados en los pequeños asombros de la vida doméstica y enlazados con una serie dedicada a los ascensos por la Peña Partida, ubicada en Hidalgo– se transforma en una confluencia de relatos signados por un sentido renovado de la unidad. La sustitución de algunos textos por otros, sobre todo al inicio del libro, le confiere un significado más cercano a la preservación emotiva de la memoria que al simple recuento de los días. De hecho, a diferencia de las propuestas que predominan en la narrativa contemporánea, las cuales se estructuran alrededor de la experimentación formal –simbolizada en la constante metamorfosis de los narradores y en la desarticulación del tiempo y el espacio–, la voz de José Luis Herrera Arciniega prefiere destacar el valor de la anécdota, en oposición con la trepidante impasibilidad del presente.
Así, los cuentos de Goyo el Gato y el regreso del Conejo Azul giran en torno al descubrimiento y a la construcción de un mundo propio, desde un punto de vista íntimo y caluroso, salpimentado por toques de humor que, aun a riesgo de perder sus referentes –dentro de algunas décadas, ¿quién recordará a los tranvías?, ¿quién sentirá tanta compasión por los pájaros citadinos?, ¿quién memorizará los nombres de la tradición familiar?–, resumen las veloces contradicciones del mundo contemporáneo. Para lograrlo, recurre a narradores que superan la acrobacia retórica y desembocan en un lenguaje sencillo –pero no exento de alusiones poéticas: lo confirma la tierna personificación de duendes y pingüinos–, pleno de desviaciones conversacionales que, al mismo tiempo, devuelven el hecho literario a su vertiente oral, espontánea y primigenia. Como resultado, el discurso adquiere una familiaridad cautivadora, suspendida entre la nostalgia y la alegría; entre la precisión del recuerdo y la limpia vaguedad de las emociones.
Desde otra perspectiva, la condición reescritural de Goyo el Gato y el regreso del Conejo Azul es una invitación para sondear en las distancias y las conexiones que caracterizan el amplio corpus narrativo de José Luis Herrera Arciniega. Por ejemplo, Los taches de Dolores y otros estudios de género –el libro de cuentos que antecede a esta reformulación de El Conejo Azul: crónicas para duendes– explora la visión moderna del amor desde un enfoque cáustico y descarnado, ajeno a toda complacencia romántica. De este modo, también accede a otras formas narrativas, como la minificción, cuya brevedad permite configurar voces provistas de la contundencia de un balazo. Sin embargo, en algunos de estos relatos pervive un acento de dulzura, precisamente relacionado con la prolongación y la relectura de los personajes centrales de Danza rota –la primera novela de este autor, después galardonado con la Presea Estado de México José María Cos en 2001–, inspirados, a su vez, en las canciones de Litto Nebbia (Rosario, 1948) y Gustavo Cerati (Buenos Aires, 1959).
Por su parte, en La reina de nieve y otros cuentos predomina una versión desintegrada del mundo, particularmente en las concentraciones urbanas que, de modo provocativo y falaz, pretenden englobar una cotidianidad dispersa. De nuevo, estos rasgos se propagan por la esfera formal; así, las referencias literarias conviven con actas legales, fragmentos de canciones y jingles de televisión; con personalidades como Cary Grant, Pink Floyd y Gloria Trevi. En consecuencia, los narradores contrastan los sobresaltos de la realidad con los previsibles alcances de la ficción; la fugacidad del presente con las posibilidades reestructurales de la evocación. Éstas también se vislumbran en Con diez años de menos y Rey de nada, pues plantean, de manera precisa y desenfadada, los estragos provocados por “la sensación de haber llegado tarde”, tanto a las vivencias intransferiblemente personales como a la fundación de la sociedad que las enmarca.
En efecto, la obra de José Luis Herrera Arciniega puede situarse en la aprehensión individual de un conjunto de lugares comunes, los cuales se convierten en sujetos de debate desde el valor de los sucesos cotidianos. La política, el arte, el amor, la muerte y el titubeante impulso de la juventud vuelven obsesivamente sobre sus páginas, las cuales sostienen una relación tensa y nutritiva con acontecimientos como la Revolución Cubana, la Matanza de Tlatelolco y el asesinato de Salvador Allende y, en paralelo, con casos tan particulares como el consumo de un cigarrillo, la adopción de una mascota y el encuentro y la separación de los amantes.
En última instancia, esta variedad de elementos han contribuido a la formación de una voz con solvencia y tesitura propias; a la articulación de un discurso que, según demuestra el transcurso de las décadas, resulta decisivo para la vitalidad del panorama literario mexiquense, que él mismo ha pugnado por definir. De esta manera, el ganador del Premio Estatal de Narrativa comprueba que todo acto de escritura es un método de acción, una vía para construir y transformar al mundo, desde la trinchera personal hasta la conmoción del universo; desde el primer instinto literario hasta la tentación de la reformulación.
Herrera Arciniega, José Luis (1984), Con diez años de menos, Centro Toluqueño de Escritores, Toluca.
______ (1987), Rey de nada, Centro Toluqueño de Escritores, Toluca.
______ (1993), La reina de nieve y otros cuentos, Universidad Autónoma del Estado de México, Toluca.
______ (1997), Danza rota, Presencia Mexiquense, Toluca.
______ (1999), El Conejo Azul: crónicas para duendes, Presencia Mexiquense, Toluca.
______ (2007), Los taches de Dolores y otros estudios de género, Ediciones Latitanza, Toluca.
______ (2010), Goyo el Gato y el regreso del Conejo Azul: crónicas con duendes, Presencia Mexiquense, Toluca.
* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente a octubre de 2010.
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