Por Aeri Marín
La muerte ronda en bocanadas: por ello, no resulta extraño aquel adagio que, con un ánimo resignado y fatalista, reza que las vidas se esfuman de tres en tres. Presagio de números perfectos o consuelo ante la previsible soledad, se cumple de vez en cuando en la comunidad artística y cultural, que no deja de estremecerse ante las vertiginosas transformaciones de un panorama de personalidades que, minado por los años, se despoja de su cuerpo para emerger sólo en la luz.
De este modo, junio ha caducado con dos desapariciones memorables, no sólo por el calibre de la escritura de José Saramago (Azinhaga, 1922 - Tías, 2010) y Carlos Monsiváis (Ciudad de México, 1938 - 2010), sino por su denso arraigo entre las multitudes. Más allá del –siempre aparente– divorcio entre la creación poética –entendida en su sentido más amplio: traducción estética de una visión particular del mundo, trascendente al lenguaje y su medio de expresión– y la vida cotidiana, las reacciones ante ambos decesos manifiestan que, aún en esta época confusa y trepidante, existe un espacio para la crítica y la reflexión.
En efecto, sin ambas vocaciones de acción y pensamiento, la aportación de estos intelectuales resultaría sencillamente incomprensible. Centrados en su tiempo y en su espacio, lograron producir un estilo propio –colmado de lucidez, convicción y fortaleza–, en el cual se transparentan las inquietudes naturales del siglo más avasallante y contradictorio de la historia. De esta manera, en un conjunto literario que se extiende por varias décadas –aún excluyendo su dilatada obra periodística, Saramago comenzó a publicar en 1947, mientras que los primeros libros de Monsiváis aparecieron en 1969–, se debatieron alrededor de temas tan controversiales –y fundamentales– como la organización política y los conflictos sociales derivados de ella; la religión y su inevitable conversión en dogmatismo; el origen de la ciudad moderna y sus alternativas de convivencia y de alienación; las conductas sociales y su transformación en diversas clases de discriminación; la riqueza de la cultura popular y su confrontación con las artes académicas; los contrastes y las injusticias surgidos en el mundo contemporáneo.
Así, se consagraron a la exploración de una realidad tan compleja como absurda, la cual acometieron más allá de la palabra escrita; por lo tanto, penetraron en el radio, la televisión y la prensa con una constancia y un entusiasmo infrecuentes. De ahí, entonces, que se hayan desempeñado como autores de presencia pública, con un poder de convocatoria casi ausente en sus coetáneos.
En este contexto común, no obstante, vale la pena establecer algunos contrastes y diferencias. Expositor de una narrativa poderosa, Saramago profundizó en las situaciones límite de la humanidad, desde una epidemia de ceguera hasta el colapso de los fundamentos de la fe católica –razón por la cual, hasta su muerte, el Vaticano lo ha calificado de “populista extremista” e “ideólogo antirreligioso”–. Con un estilo austero, pero hondamente innovador –que transitó, primero, por los derroteros de la poesía portuguesa–, llegó a la madurez de su lenguaje literario con una amalgama de novelas y ensayos cuya construcción minuciosa no opaca, en absoluto, la claridad de sus propuestas. La desigualdad, la guerra, las depredaciones del capitalismo y la parálisis de los dogmas se entretejen en sus páginas con una sensibilidad que, en algunos momentos, se ha transfigurado en simpatía frente a movimientos como la lucha indígena mexicana. De este modo, el –hasta ahora– único Premio Nobel portugués encarna el aliento universalista que caracteriza al arte contemporáneo: arraigado en su centro geográfico y cultural, pero capaz de extenderse a derroteros nuevos.
De manera semejante, a través de crónicas tan entretenidas como cáusticas, Carlos Monsiváis saltó frecuentemente del oficio periodístico a la imaginación literaria; de los intrigantes secretos de la Ciudad de México a los fulgurantes problemas de todo el país. Desde su triple marginalidad –que, ahora sabemos, abarcaba aspectos sociales, religiosos y sexuales–, este narrador de extraordinaria memoria y gran bagaje cultural transformó al humor en una vía de conocimiento e inteligencia crítica; de forma paralela, renovó los modelos más recurrentes del ensayo, entretejiendo un conglomerado de elementos históricos, narrativos y poéticos. Provisto de un afán por participar activamente a favor de toda clase de minorías, Sergio Pitol (Puebla, 1933) lo consideraba “un polígrafo en perpetua expansión, un sindicato de escritores, una legión de heterónimos que por excentricidad firman con el mismo nombre”, mientras que Héctor Aguilar Camín (Chetumal, 1946) opinaba que “no parecía un escritor, sino un territorio mental en movimiento: enciclopédico, múltiple, infatigablemente urbano”.
De hecho, su amplísima capacidad de observación, sumada a su innegable atracción por el monstruo urbano en que se ha metamorfoseado la Ciudad de México, lo condujo a sondear, más que un mapa geográfico y demográfico, en un estudio que, en último término, penetró en la incomprensible sociedad mexicana para reconciliar las manifestaciones recientes de la cultura popular –como la figura de Pedro Infante, la pasión por el cine y la invasión de medios de comunicación en el pensamiento de los mexicanos– con una vida académica que florece para extinguirse en una actitud cercana al autismo. Así, más allá de las expresiones asociadas a su presencia –que le atribuyen una originalidad e irreverencia identificable con el mismo siglo XX–, puso de manifiesto los contrastes que rigen nuestra existencia.
Hace varias décadas, Charles Bukowski (Andernach, 1920 - Los Ángeles, 1994), un escritor que encarnó sus propias polémicas, afirmó que un poema es, en esencia, una ciudad en guerra. Apelando nuevamente a la definición general de la actividad artística, el vasto trabajo de José Saramago y Carlos Monsiváis se constituye como un campo de batallas ideológicas, en el que el único triunfador posible es, justamente, el entendimiento del lector. Por ello, resulta necesario recordar que la supervivencia de su obra depende, exclusivamente, de los lectores que somos hoy y que seremos en el futuro. Y de nuestra disposición para internarnos en nuevas visiones, que despejen y provoquen otras interrogantes.
* Artículo originalmente publicado en la plana cultural de El Espectador, para julio de 2010. La imagen que acompaña a esta entrada es un clásico de René Magritte que recuerda, inevitablemente, que la realidad desborda la intimidad de las palabras.
La muerte ronda en bocanadas: por ello, no resulta extraño aquel adagio que, con un ánimo resignado y fatalista, reza que las vidas se esfuman de tres en tres. Presagio de números perfectos o consuelo ante la previsible soledad, se cumple de vez en cuando en la comunidad artística y cultural, que no deja de estremecerse ante las vertiginosas transformaciones de un panorama de personalidades que, minado por los años, se despoja de su cuerpo para emerger sólo en la luz.
De este modo, junio ha caducado con dos desapariciones memorables, no sólo por el calibre de la escritura de José Saramago (Azinhaga, 1922 - Tías, 2010) y Carlos Monsiváis (Ciudad de México, 1938 - 2010), sino por su denso arraigo entre las multitudes. Más allá del –siempre aparente– divorcio entre la creación poética –entendida en su sentido más amplio: traducción estética de una visión particular del mundo, trascendente al lenguaje y su medio de expresión– y la vida cotidiana, las reacciones ante ambos decesos manifiestan que, aún en esta época confusa y trepidante, existe un espacio para la crítica y la reflexión.
En efecto, sin ambas vocaciones de acción y pensamiento, la aportación de estos intelectuales resultaría sencillamente incomprensible. Centrados en su tiempo y en su espacio, lograron producir un estilo propio –colmado de lucidez, convicción y fortaleza–, en el cual se transparentan las inquietudes naturales del siglo más avasallante y contradictorio de la historia. De esta manera, en un conjunto literario que se extiende por varias décadas –aún excluyendo su dilatada obra periodística, Saramago comenzó a publicar en 1947, mientras que los primeros libros de Monsiváis aparecieron en 1969–, se debatieron alrededor de temas tan controversiales –y fundamentales– como la organización política y los conflictos sociales derivados de ella; la religión y su inevitable conversión en dogmatismo; el origen de la ciudad moderna y sus alternativas de convivencia y de alienación; las conductas sociales y su transformación en diversas clases de discriminación; la riqueza de la cultura popular y su confrontación con las artes académicas; los contrastes y las injusticias surgidos en el mundo contemporáneo.
Así, se consagraron a la exploración de una realidad tan compleja como absurda, la cual acometieron más allá de la palabra escrita; por lo tanto, penetraron en el radio, la televisión y la prensa con una constancia y un entusiasmo infrecuentes. De ahí, entonces, que se hayan desempeñado como autores de presencia pública, con un poder de convocatoria casi ausente en sus coetáneos.
En este contexto común, no obstante, vale la pena establecer algunos contrastes y diferencias. Expositor de una narrativa poderosa, Saramago profundizó en las situaciones límite de la humanidad, desde una epidemia de ceguera hasta el colapso de los fundamentos de la fe católica –razón por la cual, hasta su muerte, el Vaticano lo ha calificado de “populista extremista” e “ideólogo antirreligioso”–. Con un estilo austero, pero hondamente innovador –que transitó, primero, por los derroteros de la poesía portuguesa–, llegó a la madurez de su lenguaje literario con una amalgama de novelas y ensayos cuya construcción minuciosa no opaca, en absoluto, la claridad de sus propuestas. La desigualdad, la guerra, las depredaciones del capitalismo y la parálisis de los dogmas se entretejen en sus páginas con una sensibilidad que, en algunos momentos, se ha transfigurado en simpatía frente a movimientos como la lucha indígena mexicana. De este modo, el –hasta ahora– único Premio Nobel portugués encarna el aliento universalista que caracteriza al arte contemporáneo: arraigado en su centro geográfico y cultural, pero capaz de extenderse a derroteros nuevos.
De manera semejante, a través de crónicas tan entretenidas como cáusticas, Carlos Monsiváis saltó frecuentemente del oficio periodístico a la imaginación literaria; de los intrigantes secretos de la Ciudad de México a los fulgurantes problemas de todo el país. Desde su triple marginalidad –que, ahora sabemos, abarcaba aspectos sociales, religiosos y sexuales–, este narrador de extraordinaria memoria y gran bagaje cultural transformó al humor en una vía de conocimiento e inteligencia crítica; de forma paralela, renovó los modelos más recurrentes del ensayo, entretejiendo un conglomerado de elementos históricos, narrativos y poéticos. Provisto de un afán por participar activamente a favor de toda clase de minorías, Sergio Pitol (Puebla, 1933) lo consideraba “un polígrafo en perpetua expansión, un sindicato de escritores, una legión de heterónimos que por excentricidad firman con el mismo nombre”, mientras que Héctor Aguilar Camín (Chetumal, 1946) opinaba que “no parecía un escritor, sino un territorio mental en movimiento: enciclopédico, múltiple, infatigablemente urbano”.
De hecho, su amplísima capacidad de observación, sumada a su innegable atracción por el monstruo urbano en que se ha metamorfoseado la Ciudad de México, lo condujo a sondear, más que un mapa geográfico y demográfico, en un estudio que, en último término, penetró en la incomprensible sociedad mexicana para reconciliar las manifestaciones recientes de la cultura popular –como la figura de Pedro Infante, la pasión por el cine y la invasión de medios de comunicación en el pensamiento de los mexicanos– con una vida académica que florece para extinguirse en una actitud cercana al autismo. Así, más allá de las expresiones asociadas a su presencia –que le atribuyen una originalidad e irreverencia identificable con el mismo siglo XX–, puso de manifiesto los contrastes que rigen nuestra existencia.
Hace varias décadas, Charles Bukowski (Andernach, 1920 - Los Ángeles, 1994), un escritor que encarnó sus propias polémicas, afirmó que un poema es, en esencia, una ciudad en guerra. Apelando nuevamente a la definición general de la actividad artística, el vasto trabajo de José Saramago y Carlos Monsiváis se constituye como un campo de batallas ideológicas, en el que el único triunfador posible es, justamente, el entendimiento del lector. Por ello, resulta necesario recordar que la supervivencia de su obra depende, exclusivamente, de los lectores que somos hoy y que seremos en el futuro. Y de nuestra disposición para internarnos en nuevas visiones, que despejen y provoquen otras interrogantes.
* Artículo originalmente publicado en la plana cultural de El Espectador, para julio de 2010. La imagen que acompaña a esta entrada es un clásico de René Magritte que recuerda, inevitablemente, que la realidad desborda la intimidad de las palabras.
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