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15 de mayo de 2011

La ciudad como experiencia: A pie, de Luigi Amara, y Arena de Gelidonia, de José Luis Herrera Arciniega



Por Margarita Hernández Martínez

Para conocer una ciudad, es preciso caminarla: apropiarse del pavimento y los edificios como testigos de su flujo cotidiano; palpar con la mirada a sus habitantes, sus esplendores y sus miserias. Aquilatar su belleza naciente y derrumbada: la densidad de sus construcciones antiguas y la identidad en forja de sus espacios nuevos; la tradición –arquitectónica, social, artística y cultural– que, cíclicamente, se extingue y renace en la ruptura. Convertir cada paso en experiencia, en una sucesión de percepciones intelectuales y sensoriales que no sólo ahondan en la naturaleza de la urbe, sino en los silencios y los tumultos de la condición humana.

Desde Charles Baudelaire –precursor del movimiento simbolista y autor de Las flores del mal– hasta Guy Debord –exponente de la crítica del espectáculo, director de In girum imus nocte et consumimur igni–, la caminata citadina ha cobrado otros matices: la disidencia, el cambio de perspectiva y el hallazgo de la materia poética en la indiscutible concreción de las calles –en oposición a los bucólicos paisajes del romanticismo y la delicada abstracción sentimental del periodo neoclásico– han subvertido los sentidos estéticos de las artes, convirtiéndolas, a un tiempo, en un arma y un instrumento de contemplación. Así, en el ámbito literario, los peatones han cobrado carta de existencia mediante una dilatada tradición que engloba los últimos siglos y comprende a autores tan dispares –pero sutilmente coincidentes– como Robert Louis Stevenson, Walter Benjamin, Edgar Allan Poe, Arthur Rimbaud, Tristan Tzara y Filippo Tomasso Marinetti, cuyas presencias confluyen, se enriquecen y renuevan en A pie, un largo poema de Luigi Amara (Ciudad de México, 1971) que recurre al paseo sin rumbo como “un acto de insumisión al ritmo desenfrenado de la vida contemporánea”, según cita la contraportada del volumen, recientemente editado por Almadía.

El también autor de El cazador de grietas apuesta por una espontaneidad modulada, que preserva la frescura de la ocurrencia y, paralelamente, condensa temas antes tratados por el escritor: el paseo como ensayo y la velocidad como mutilación deshumanizadora, en un impacto constante –paradójico y desgarrador– con las circunstancias posmodernas. De esta manera, constituye un panorama unitario en su fragmentación; una serie de instantáneas en las cuales la Ciudad de México, inmensa y caótica, se deja reencontrar y habitar en sus proporciones más viles y luminosas. Para ello, los versos –que oscilan entre la reflexión, el gag y el aforismo– aspiran a una densa multiplicidad que, entrelazando la forma y el fondo, convoca la imprevisibilidad de la caminata: un ejercicio de nostalgia que desemboca en rabia y desconcierto; un momento de complacencia personal que deriva en críticas sociales: el hacinamiento, la contaminación, la injusticia colectiva, la violencia y la destrucción de la vertiente histórica de la urbe se conjugan con la delectación del caminante frente a los vericuetos del paisaje urbano, que funcionan como catalizadores de placer y pensamiento.

Esta compleja red de representaciones confluye, sin embargo, en un denominador común que, al mismo tiempo, refresca y revalida la tradición literaria referente: la atención a los detalles. Apuntes, registros, observaciones y fotografías tomadas sobre la marcha –algunas de las cuales se reproducen, en blanco y negro, en las páginas del libro– trasgreden la posible épica urbana y la transforman en juego y coincidencia frente a la percepción inmediata de las calles, los espectaculares, los escaparates de neón, los vendedores ambulantes, las multitudes del metro y la abundancia de vías rápidas y automóviles que restringen y envenenan las andanzas peatonales. En un cauce similar, Amara abandona las distancias del aliento lírico para disponer las palabras de manera lúdica y arriesgada: transcripciones de sonidos, conversaciones y expresiones diarias se funden con citas textuales que, otra vez, aluden y resignifican al conjunto literario precedente.

Así, el paseo por la Ciudad de México –visto ahora desde una perspectiva incisiva y simbólica– adquiere un tinte vigorosamente subversivo, que supera la arbitrariedad de la configuración urbana para desplegar una óptica de vida más abierta y más propicia para la unión entre el interior y el exterior del caminante. “No se trata sólo de descubrir cosas de la ciudad, sino de descubrir cosas de uno mismo. Un paseo tiene un lado completamente ensimismado, reflexivo y perceptivo”, acota el autor. Centrado en una visión semejante, Arena de Gelidonia, de José Luis Herrera Arciniega (Tasquillo, 1962), propone la elevación mítica –personalísima, sin embargo– de Toluca, mediante la revisión de episodios individuales que, situados en una urbe diversa –a pesar de su aparente homogeneidad–, estremecedora –más allá de su proverbial apatía– e inútil para el turismo –no obstante su larga tradición histórica, cuyos vestigios desaparecen ante la indiferencia generalizada–, confrontan las delicias de la vagancia y los claroscuros del desarraigo con las posibilidades de una residencia absoluta, trascendente al espacio físico. De este modo, la ciudad se erige como un territorio interior, como un recinto dialógico en el que convergen las voces de la memoria con las del presente; las de la calle con la del propio autor.

Con un título inspirado en Colección de arena, de Italo Calvino, esta breve recopilación de cuatro textos –cuyo eclecticismo titubea entre el cuento y la crónica– entrelaza la realidad y la imaginación para traducir, desde una óptica libre y desenfadada, “esta urbe en la que [se reconoce] y [se desconoce], con la que [siente] un vínculo estrecho y de la que [termina] por [separarse], para verla, finalmente, como extraña”, según señala el autor en la introducción al volumen, de edición independiente. En efecto, las narraciones –que también poseen un ligero tono ensayístico, en el sentido más lúdico y experimental del término– se detienen en un conjunto de impresiones personales –amores, amistades, acontecimientos extraídos de la cultura popular y ritos de paso en distintas etapas vitales– vinculadas con escenarios concretos de la ciudad, desde un panorama de la creciente mancha metropolitana hasta un edificio del icónico Andador Constitución.

En el camino, Arena de Gelidonia se adentra, además, en la historia –subterránea, en la mayoría de las ocasiones– de la literatura del Valle de Toluca, desde la fundación del Centro Toluqueño de Escritores, que implicó la participación directa del autor, hasta los pormenores del precario oficio periodístico, en el cual se desempeñó durante más de una década –tan luminosa como agonizante, pues atestiguó la gradual desaparición de los suplementos culturales–. De este modo, el recuento de las transformaciones de Toluca adquiere, en la prosa franca e intensamente familiar de este escritor, un matiz de aventura, de experiencia colectiva transfigurada en un humor cáustico, con evidentes notas de melancolía por la ciudad perdida, caduca en todas las mañanas.



Luigi Amara, A pie, Almadía (colección Pleamar), 2010.

José Luis Herrera Arciniega, Arena de Gelidonia, Latitanza (serie Round de Sombra), 2010.



* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente a mayo de 2011.