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16 de diciembre de 2011

De la figuración a la abstracción: una trayectoria por Holistic Landscape. Variantes del paisaje, de Juan Luis Rita



Por Margarita Hernández Martínez


Desde el siglo XVII –con su consagración como género autónomo, entre las delicadas pinceladas flamencas y holandesas–, la pintura del paisaje se ha desenvuelto en una tradición tan sólida como contrastante: marcada por los vaivenes de la barbarie a la civilización; de la memoria bucólica a la inmediatez urbana; de la objetividad absoluta a las digresiones de la interpretación, encarna una de las vertientes con mayor permanencia y transformaciones artísticas, que ha superado su simple papel de acompañamiento –como fondo de escenas y retratos– para configurar una tendencia con características y propósitos propios –capaz de pervivir más allá de los detalles instantáneos de la fotografía–. Así, ejemplifica dos preocupaciones esenciales del ser humano –y, por extensión, de las expresiones visuales–: la identificación individual con el entorno –oscilante entre el reconocimiento y el asombro– y su transfiguración mediante la experiencia y la mirada –tan diversa y, al mismo tiempo, tan consistente con los planteamientos historiográficos, desde los trepidantes búfalos de las cuevas de Altamira hasta la imbricación material e ideológica de las manifestaciones actuales, con desiguales resultados–.

Heredero –y, tangencialmente, transgresor– de este amplio bagaje de significados, Juan Luis Rita (Ciudad de México, 1972) presenta Holistic Landscape. Variantes del paisaje, una serie de acrílicos y óleos que, conceptualmente, recurre a este género pictórico para explorar las confluencias entre la realidad y sus metamorfosis estéticas; la percepción individual y la emoción colectiva; la figuración y la abstracción. Abierta en el Museo de Arte Moderno del Estado de México –Boulevard Jesús Reyes Heroles 302, delegación San Buenaventura, Toluca– hasta el próximo 29 de enero, esta exposición recorre –en veinticinco eclécticas piezas de mediano y pequeño formato– las facetas sucesivas de la descomposición de una variedad de escenarios campestres y citadinos, desde volcanes inmersos en niebla hasta edificios coronados de luna y de smog, pasando por árboles bañados de luz, senderos extraviados en la perspectiva horizontal y colores superpuestos que apenas insinúan la presencia vegetal. De esta manera, consigue ilustrar –más allá del afán eminentemente didáctico– la evolución lógica de los procesos creativos desde un panorama doble: como la apropiación de una tradición –que persiste más allá de su propuesta, aunque se enriquece con ella– y como la probabilidad de integración introspectiva del paisaje –en la cual radican tanto su innegable subjetividad como su acendrada belleza–.

De este modo, la muestra del también fotógrafo, museógrafo, crítico y promotor cultural asciende a una configuración holística que justifica tanto su nombre como sus intenciones: reúne las dispersiones interpretativas del paisaje, la naturaleza y la intervención humana –ineludiblemente ligadas a sus más de veinte años de trayectoria multidisciplinaria– y les concede un sentido distinto, relacionado, por un lado, con la composición interna de las piezas –en las cuales los elementos se desatienden o se exageran, para profundizar en sus posibilidades expresivas– y, por otro, con la proyección de su conjunto en el espacio –la cual construye un discurso estético que dialoga con la historia y la tradición–. En consecuencia, recursos como la luz y la sombra; los contrastes y los claroscuros; la sugerencia de volúmenes y texturas, se condensan en la gestación de ambientes que, impregnados por una paleta que roza la monocromía o estalla en colores intensos, encuentran su impresión última en la apreciación de los espectadores.

Así, desprovistas de cédulas y montadas directamente sobre muros de tonos discretos, en una sala pequeña con iluminación natural, las obras que constituyen Holistic Landscape. Variantes del paisaje despliegan la transgresión de lo meramente fidedigno y sorprenden por su ductilidad visual. Mientras conservan la espontaneidad fundamental de la primera intención, también transmiten la delicada depuración de los detalles planificados. Como resultado, la exposición se define por un indiscutible aliento experimental que, según su autor, “pretende la trascendencia del cambio y del atrevimiento, puesto que reúne aspectos visuales, conceptuales y hasta filosóficos, en una misma proposición”. En efecto, una muestra con estas características –presentada con humildad, pero sustentada en un vasto conocimiento, teórico y práctico, de las generalidades de la pintura y las particularidades del paisaje– rememora los principios genésicos y evolutivos del arte –en toda su amplitud, más allá del sonido y el silencio; del movimiento y la quietud; de las palabras y el hallazgo de nuevos lenguajes–: la transformación del exterior al interior; la mediación de la subjetividad en la aprehensión de las figuras cotidianas.


* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente a diciembre de 2011.

18 de noviembre de 2011

Amélie Nothomb: episodios de una deidad belga



Por Cristian Lagunas


“Las palabras son el espejo”. Para Amélie Nothomb (Kōbe, 1967) ha sido fácil adoptar su propia frase. Hija de un diplomático belga, pasó sus primeros años descubriendo el lenguaje: en una ciudad que recuerda el Japón antiguo, Nothomb aprendió un idioma híbrido, entre francés y japonés, que se complementó con la exploración de las costumbres niponas. Una de ellas dicta que todos los niños menores de tres años deben ser considerados como deidades: así, la futura escritora se autodenominó Dios. Esta experiencia primigenia aparece en Metafísica de los tubos (Anagrama, 2001), una novela autobiográfica que se suma a una colección de libros que narran episodios de la infancia y la juventud de su autora.

Tras el hallazgo accidental de su nacionalidad belga, ocurrido por el sabor del chocolate blanco, la familia de Nothomb es destinada a Beijing. El amor y la hostilidad de una guerra ficticia son los temas que, desarrollados en un gueto de esta ciudad, desglosa en su segunda novela: El sabotaje amoroso (Anagrama, 2003). A medida que crece, cambia de residencia a países como Estados Unidos, Laos y Bangladesh, en los que desarrolla un hambre excesiva que, con el paso de los años, se acrecienta hasta convertirla en víctima de su propio cuerpo. En Biografía del hambre (Anagrama, 2006), compara este proceso de crecimiento con el de la metamorfosis kafkiana.

Finalmente, en 1984, con diecisiete años, Nothomb desembocó en Bélgica, un país en el cual se sintió extraña –en parte, debido a una identidad que siempre asumió nipona– y en donde estudió Filología Románica en la Universidad Libre de Bruselas. Esta ciudad se transformó en el atroz escenario de una de sus novelas no autobiográficas: Antichrista (Anagrama, 2005). Al concluir sus estudios, decidió instalarse en Tokio y dar clases de francés. Así comienza Ni de Eva ni de Adán (Anagrama, 2009), una novela que retrata su relación amorosa con Rinri, un japonés que la impulsó a redescubrir la cultura de sus años tempranos. A la par, comenzó a trabajar en una importante compañía local, en la que sufrió un descenso jerárquico desde el departamento de contabilidad hasta el aseo de los sanitarios. Con cruel humorismo se desarrolla esta etapa en Estupor y temblores (Anagrama, 2004), con la cual ganó el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa en 1999 y que destaca aún como su libro más célebre, adaptado por el cineasta Alain Corneau (Orleans, 1943 - París, 2010) para la pantalla grande.

Con Estupor y temblores se cierra, hasta ahora, un conjunto de novelas autobiográficas que se complementa con una segunda vertiente de relatos rápidos, directos, que se introducen en una trama que –aparentemente– se desarrolla de una forma determinada, pero que cambia su curso a partir de la mitad, desorientando y fascinando a los lectores. Tal es el caso de Diario de golondrina (Anagrama, 2008), en la que un sicario insensible despierta sus emociones a través de la bitácora robada a una de sus víctimas. La música de Radiohead, a manera de banda sonora, acompaña numerosas escenas. Este mecanismo se repite en Diccionario de nombres propios (Anagrama, 2004), una novela de trama simple: una debutante de ballet, movida por su culto a la danza y al prototipo de belleza, mutila su cuerpo y se convierte en su propia enemiga. Este tema –convertirse en enemigo de sí mismo– es el eje principal de algunos otros textos: Higiene del asesino (Circe, 1996) y Cosmética del enemigo (Anagrama, 2003), ambos construidos como diálogo entre dos personajes. Sus protagonistas se desdoblan y muestran un pasado doloroso que no han podido ocultar.

Mientras tanto, una de sus novelas posteriores, Ácido sulfúrico, explora el mundo de los reality shows con una historia cruel que une los horrores del holocausto con la sociedad actual. En este último libro, la perversión es llevada al extremo: los participantes de un programa de televisión son expuestos al público y uno de ellos es ejecutado –a sangre fría– cada semana, a petición de los votantes.

Es fácil decir que el estilo de Nothomb es sencillo: lo suyo no es la construcción compleja. En vez, hace juegos de palabras y narra las situaciones más cotidianas con un lenguaje fuera de lo común, la causa de su humor característico. Sus novelas se escriben con pluma Bic de tinta azul, en un ritual de una disciplina equiparable a la japonesa: trabaja todos los días de cuatro a ocho de la mañana, en un cuaderno escolar de hojas cuadriculadas, a veces sobre la tumba de algún cementerio cercano, bebiendo medio litro de té negro. Conserva este hábito desde muy joven, cuando se convirtió en escritora casi accidentalmente, después de su regreso de Tokio a Bruselas: “Bueno, querida, ¿qué vas a hacer de tu vida? Te pasaste repitiendo que te ibas a ir a vivir a Japón a hacer tu vida. Ya ves cómo has fracasado, ¿cómo vas a ganarte el pan?, ¿qué piensas hacer? Escribes novelas desde siempre, ya has escrito diez. Por supuesto, deben ser muy malas y ningún editor querrá publicarlas jamás, pero no es grave. Vienes de sufrir una gran humillación en Japón, puedes continuar desilusionando a la gente, pero no puedes caer más bajo”.

Su primera novela, Higiene del asesino, fue publicada poco tiempo después, consiguiendo éxito entre la crítica de inmediato. Sus obras han sido traducidas a una veintena de idiomas y no es de extrañarse que, en 2000, el público francófono la haya elegido como su escritora favorita menor de cuarenta años. Esta prolífica autora se ha convertido, con sus historias de cuento de hadas convertidas en pesadillas; con sus tramas sugestivas y lejanas de lo solemne, en uno de los fenómenos literarios y editoriales europeos de los últimos años.


* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente a noviembre de 2011.

4 de octubre de 2011

Crónicas de instantes: el paisaje apacentado en Sonetos del tiempo, de José Yurrieta Valdés



Por Margarita Hernández Martínez


En estos tiempos de versos libres, la poesía –ese lenguaje susurrante de canciones imprevistas– ha aprendido a desatarse con dispares consecuencias: desde las largas perplejidades de Walt Whitman hasta la abundante –e inevitablemente anónima– pirotecnia verbal de los últimos años, pasando por las luminosas alucinaciones de Arthur Rimbaud y las delicadas estampas de Ezra Pound, la composición poética ha desbordado los vacilantes cauces de la tradición en un vaivén que destruye y afirma; que debate sus posibles fronteras y consolida sus preocupaciones comunes. Así, las percepciones sobre la existencia, la muerte y el amor –resumidos, en sus múltiples confluencias, en un doloroso poema de Miguel Hernández– han superado las metamorfosis formales y han prevalecido como el corazón vivo –y densamente vivificante– de un panorama artístico que, con cada nueva interpretación, se atempera y se enriquece.

Desde estas perspectivas, Sonetos del tiempo, del decano universitario José Yurrieta Valdés, se yergue como la confirmación –y la variación, inevitablemente personal– de una tradición poética que abreva en el limo fundacional del siglo XIII –en una Italia convulsa entre insólitos lenguajes– y se actualiza en la aprehensión del paisaje mexiquense –territorio entrevisto por Sor Juana Inés de la Cruz y perfumado, siglos después, por Enrique Carniado–. En este contexto, esta colección de veinte piezas formalmente impecables –desde la configuración endecasílaba hasta la disposición estrófica, provista de irradiaciones concluyentes– asume a la poesía en su vocación rítmica, poblada de metáforas que, desde su íntima precisión, encarnan, entre el fervor y la cadencia, el misticismo del tiempo apacentado.

Para ello, el autor recurre a su instinto de cronista, el cual le permite capturar, en apenas catorce versos, pacíficos itinerarios del amanecer al ocaso; de las reminiscencias prehispánicas a la memoria contemporánea, y –en sus versiones más sintéticas– de un instante al siguiente. Estas travesías verbales, despojadas de la prisa de cualquier intento narrativo –desde la historia colectiva hasta las impresiones individuales–, se concentran en un conglomerado de horizontes que, observados a vuelo de pájaro, se animan con interacciones propiamente humanas. De esta manera, bajo soles y lunas que precipitan –y modulan– la luz, el ciprés llora, la neblina respira, la lluvia gime, las sombras trotan y un abeto regaña a la hierba y conversa con los arbustos. Los volcanes, teñidos de cualidades ígneas, exhalan una serenidad insospechada, mientras la mano humana se sumerge en alientos espectrales: casi invisible, se posa en los poemas sólo mediante la remota construcción de arquitectura religiosa.

Por otro lado, estas hermosas edificaciones –que convocan las (en muchas ocasiones, olvidadas y destruidas) bellezas de la arquitectura mexiquense– constituyen una segunda vertiente metafórica que se revela, carente de urgencias y pletórica en esplendores, en Sonetos del tiempo. Temerosas torres barrocas, airosos semblantes levantinos, frontispicios rebeldes y claustros blanquecinos se conciben, a semejanza del autor, como espectadores de la amplitud del tiempo, transparente de tan holgada paciencia. Acordes con la atmósfera que atraviesa pabellones y paisajes, palomas y cuervos sostienen los movimientos mínimos del aire, que alcanzan su culminación en poemas como “El Convento de Tecaxic”: un recinto casi abandonado, habitado de astros y reptiles, dobla sus campanas y acoge a un pueblo melancólico, apenas trazado en polvorosos murmullos.

Así, entre bronces y penumbras, el paisaje asciende, desde los memorables versos de José Yurrieta Valdés, a un estado místico renovado: los árboles devienen catedrales y el silencio contrae un significado –fascinantemente– sagrado. Ante la veneración poética de la creación, Sonetos del tiempo recobra la atención a los detalles, a su transformación rítmica e imaginativa, a sus evocaciones sensibles y, sobre todo, a su depuración en la sencillez. Con un espíritu de asombrada humildad, su autor profundiza en las cualidades esenciales del arte –la posibilidad de la trascendencia a través de la contemplación y la forja estética– sin olvidar su naturaleza efímera, delicada e inasible; en suma, densamente pasajera.


José Yurrieta Valdés, Sonetos del tiempo, La Tinta del Alcatraz (col. La Hoja Murmurante), núm. 400, Toluca, 2011, 20 pp.


* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente a octubre de 2011.

4 de septiembre de 2011

Las vértebras ausentes: divagaciones del arte conceptual en los museos de Toluca



Por Margarita Hernández Martínez


Desde la luminosa época de las vanguardias –a finales del estremecido siglo XIX–, el arte ha atestiguado una titubeante oleada de asombros y perturbaciones: si la liberación de los paradigmas clásicos condujo a la exploración formal, ideológica y material; a la asunción del proceso creativo frente a la presentación tangible y sus variadas posibilidades de interpretación; a la yuxtaposición de la dimensión estética con la –inevitable– vertiente conceptual, también ha desencadenado un maremágnum de propuestas que, en el mejor de los casos, asalta sensibilidades e inteligencias con la confusión característica –y las sofocantes ironías– de un vacío misteriosamente colmado. De esta manera –en las ocasiones más desafortunadas–, el arte conceptual se ha transformado en una oportunidad para transgredir el canon y repeler la belleza; para convocar al espectador y exigir el silencio; para conjurar las carencias esenciales de la imaginación con toda clase de pirotecnias y pretextos.

Estos argumentos se barajan ante la contemplación de Luft, aire compartido, exhibición colectiva recientemente inaugurada en el Museo de Arte Moderno del Estado de México –Boulevard Jesús Reyes Heroles 302, delegación San Buenaventura, en las afueras de Toluca–, y Azul, exposición del mismo carácter actualmente abierta en el Museo de la Estampa del Estado de México –Plutarco González 305, colonia La Merced-Alameda, en el centro de Toluca–. En ambas muestras, un soporte aparentemente conceptual –transversal a sus autores– se traduce –con innumerables fallas, desde comunicativas hasta estéticas– en un caótico –e incomprensible, aún para el público con un mayor repertorio de referentes– despliegue de objetos, fotografías, pinturas, esculturas y otros productos visuales que, en su heterogénea individualidad, no logra consolidarse como un discurso unitario. De este modo, su primera deficiencia radica en la incapacidad para articular una perspectiva global, más allá de las visiones particulares; por otro lado, las piezas, como encarnación de ópticas personales, escasean en autenticidad y sustancia.

Luft, aire compartido constituye el resultado de la colaboración de artistas alemanes –Eva Ohlow, Rita Rohlfing, Thomas Reifferscheid y Kálmán Várady–, mexicanos –Verónica Conzuelo, David Lach, Ana Mena y Lorraine Pinto– y de ambas nacionalidades –Gabriela Pavón y Rosaana Velasco–, quienes trabajaron durante dos semanas en la generación de obras in situ, pensadas para el sustrato intelectual y el espacio determinado por la exposición. Enarbolando “el aire como elemento vital de existencia”, los creadores recurrieron a materiales absolutamente dispares, como pasta, madera, plástico, metal, mármol y corteza de árboles, montados desde el plafón hasta el suelo; suspendidos o aterrizados; en repisas o paredes. De esta manera, pretenden hilvanar, desde un horizonte bicultural –jamás concretado, ni literal ni metafóricamente, en la versión final–, “los matices del aire” –lo que sea que signifique–, sugiriendo nociones de eternidad e infinitud.

Sin embargo, si el aire –en efecto– carece de límites y se define como una constante inmaterial que habita desde el cosmos hasta el propio cuerpo, las obras agrupadas en Luft se disuelven en la misma atmósfera imprecisa, de una inconsistencia que se revela fatal para el conjunto. Por ejemplo, las pinturas y la intervención volumétrica de Verónica Conzuelo no se relacionan con el corazón conceptual del proyecto; además –a semejanza de las piezas en fibra de vidrio de David Lach–, ya se habían mostrado en el Museo Universitario Leopoldo Flores –Cerro de Coatepec s/n, Ciudad Universitaria, en la periferia de Toluca–, por lo que no representan innovación alguna. Paralelamente, dos muros cubiertos de tapas de envases comerciales se vinculan más con una curiosidad cultural –en el sentido amplio del término– que con una proposición genuinamente estética, independientemente de la línea temática alrededor de la cual se encuentran estructuradas. En consecuencia, el problema reside en las numerosas fisuras del andamiaje intelectual de la exposición, debido a las cuales las obras se encierran en su propio mutismo; en una especie de perfección ensimismada –y apócrifa–, impotente para dialogar con el espectador.

En todo caso, las series escultóricas de Lorraine Pinto y Thomas Reifferscheid –en particular, las láminas de mármol que conforman “Exhalar”– se erigen como los pocos referentes creativos que se sujetan al tema central sin trasgredir, por ello, la libertad de imaginación individual. Lo mismo ocurre con un par collages fotográficos de Pamela Matz incluidos en Azul, exhibición que también engloba las labores experimentales de Anel Mendoza, quien asume la cianotipia como un medio para la realización conceptual. Desarrollada alrededor de este aspecto cromático, entendido “como línea sensorial y, al mismo tiempo, como convergencia artística y elemento simbólico que suprime de dicho color cualquier significado que se le pueda atribuir”, la exposición aspira a transformar sus reminiscencias infinitas –sin embargo, física y perceptualmente limitadas– en evocaciones contemplativas, mediante la introducción de radiografías e intervenciones fotográficas en torno a un vientre gestante y al proceso del parto.

Si bien el proyecto manifiesta una mayor congruencia narrativa que aquélla observada en Luft –no es gratuito: ambas autoras fueron becarias del Fondo Especial para la Cultura y las Artes del Estado de México y egresaron de la Facultad de Artes de la Universidad Autónoma del Estado de México– las fracturas estilísticas sólo se disimulan a través de la reiteración. Las cianotipias, inspiradas en las manchas del Test de Rorschach, se hallan hermanadas por la misma composición, razón por la cual ver uno de los fotogramas equivale a haber visto ya el grupo entero. Asimismo, los textos que los acompañan divagan sin enriquecer el sentido, de forma que pueden pasarse por alto para concentrar la atención en detalles claramente forzados, como caracoles, matrices tensas y crestas ilíacas en plena madurez, las cuales rompen cualquier posibilidad de armonía frente al ensamblaje de una pieza conceptual con objetos azules que, nuevamente, invita más al estupor que a la admiración, con lo que se distancian del efecto deseado.

A pesar de estas observaciones, queda en el público la última palabra sobre estas exposiciones de vértebras ausentes: si han conseguido –o no– trasladar los materiales hasta sus más variados efectos expresivos y éstos han estimulado sensibilidades y desencadenado fascinaciones, quizás se acerquen a la intención más auténtica del arte. Sondear en la belleza y revelarla desde –y para– ojos renovados no implica una tarea sencilla; sin embargo, se complica cuando relega la belleza en aras de un concepto pretencioso e inasible. Luft, aire compartidos y Azul son demostración de ello y, para comprobarlo, continuarán abiertas en los mencionados recintos culturales durante los próximos meses.


* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente a septiembre de 2011.

5 de agosto de 2011

Las sombras vacuas: la ausencia de políticas culturales en el Estado de México



Por Isabel Estambul


En un país esencialmente preocupado por la sobrevivencia, las políticas culturales salen sobrando. En la capital mexiquense, lo confirman una administración federal centrada en el derroche militar y carente de soluciones de fondo, un programa estatal obsesionado por las cifras y encandilado por los reflectores y una gestión municipal rebosante de mediocridad y perseguida por la insuficiencia. Coronados por una sociedad exhausta, titubeante entre el estallido y la apatía, estos factores constituyen la carta común de un problema enraizado en el corazón –y en el estómago– del sistema: desde las distintas organizaciones de –pretendida– autoridad hasta los más vastos –y pobremente educados– sectores de la población, la ignorancia persiste como el refugio de las posibilidades de pensamiento, más allá de cualquier reflexión inmediata.

En efecto, las urgencias cotidianas –desde el galope de la inseguridad hasta la precaria situación laboral–, impiden discernir y aquilatar la importancia de los bienes culturales –tangibles e intangibles– y sus interacciones con el desarrollo del intelecto y del espíritu humano. Empero, ello no es pretexto para expulsar, paulatinamente, la conservación y la difusión de la cultura como una prioridad del bienestar general. Aunque ya resulta un argumento reiterativo, gobiernos y ciudadanos olvidan que el patrimonio histórico y artístico de una comunidad conforma –a la vez– el código y el mensaje de las generaciones, en una oleada que porta tanto las convenciones como sus rupturas, desde ámbitos terrenos –la comida, la bebida, el hogar, el vestido y otros mecanismos básicos de preservación– hasta aspiraciones sublimes –la belleza, la estética, el equilibrio, la interpretación existencial y otros refinamientos inútiles de placer sensorial–. En el trayecto, las rutas culturales producen y refuerzan identidades, que se complementan y se debaten en el amplio concierto internacional –a veces disonante; en ocasiones colmado de curiosas coincidencias–, como una manifestación –prácticamente sinónima– de la sustancia humana genuina, tan escasa en esta época.

Aún distanciado de este panorama, el Estado de México no constituye una excepción entre la ausencia de políticas culturales auténticamente articuladas a lo largo del país. Como otras entidades de la República Mexicana, ha confiado el desarrollo, la preservación, la gestión, la difusión y la creación de recursos artísticos y culturales a un solo organismo rector –el Instituto Mexiquense de Cultura–, el cual encarna la irónica confluencia de las buenas intenciones –que, pese a todo, abundan entre algunos de sus funcionarios– con las limitaciones operativas y presupuestarias –que, en abierta contraposición con las declaraciones de los líderes gubernamentales, comprueban su mínima relevancia en la globalidad de las administraciones–; el personal y las áreas calificados –la Unidad de Conservación y Restauración de este organismo desempeña un trabajo único en la entidad y en la nación– con la improvisación y el oportunismo burocrático –según la información oficial, ninguno de sus altos mandos posee estudios vinculados con el análisis, la investigación y la gestión de la cultura, ni se encuentra antecedido por una trayectoria medianamente brillante al respecto–.

En suma, las discrepancias entre la pirotecnia verbal y las propuestas concretas dificultan formular proyectos específicos y ejecutarlos con solidez, en menoscabo tanto de los públicos –desde el infantil hasta el de la tercera edad; desde los simples apasionados hasta los académicos; desde los mono hasta los multidisciplinarios– como de uno de los sistemas de creación artística más extensos y variados de la región. De este modo, resulta imperativo que el Instituto Mexiquense de Cultura tome las riendas de una política renovada, de cara a las múltiples transformaciones que conlleva el próximo sexenio.

En una atmósfera ideal, es indispensable superar la falta de análisis, prioridades, referentes, marcos legales, planes de ejecución y mecanismos de evaluación, con la finalidad de jerarquizar los conocimientos en sus rubros de competencia, suplir las lagunas y emprender una política integral, en contacto más estrecho con sus posibles audiencias, desde las locales hasta nacionales e internacionales. Como resultado, sus actos cotidianos, festivales, publicaciones, exposiciones permanentes y temporales, además de sus programas de incentivos –todos los cuales incluyen la participación de 29 museos, 17 centros regionales de cultura, cuatro zonas arqueológicas, un conservatorio, un archivo histórico, un centro cultural y la red de bibliotecas más grande del país, que se hallan en constante expansión– dispondrán de bases más claras, pertinentes y acordes con las necesidades de la población.

Sin embargo, más allá de la sencillez de estos planteamientos, el escenario general de la cultura en el Estado de México no luce en absoluto alentador. Eruviel Ávila Villegas, gobernador electo de la entidad, mostró, desde su campaña, un exiguo interés por el fortalecimiento y la reestructuración del Instituto Mexiquense de Cultura, pues se limitó a afirmar que su gobierno se encargará de “diseñar una política cultural de acuerdo con los retos que plantea el siglo XXI”, fundada en una noción abstracta sobre recuperación económica y establecimiento de empleos mediante el fomento de la industria y el turismo cultural, sin puntualizar las directrices para condensar, con plena efectividad, una propuesta tan ambigua. Por otro lado, reveló un completo desconocimiento de las políticas corrientes: prometió la digitalización del Archivo Histórico del Estado de México y la creación del Centro Cultural Mexiquense Metropolitano, destinado a brindar servicios a los municipios vecinos a la Ciudad de México. En ambos casos, se trata de iniciativas ya en curso: mientras se han digitalizado largas secciones del Archivo, el Centro Cultural Mexiquense Bicentenario reporta un avance significativo, con miras a inaugurarse antes de la conclusión del actual sexenio.

Con estas observaciones, queda manifiesto que el potencial de la mayor institución cultural del Estado de México debe enriquecerse con una puesta en valor de sus antecedentes y de sus perspectivas, además de una atención meticulosa al gran espectro de sus posibles campos de acción: en el intrincado universo del internet y las redes sociales, apenas tiene una presencia real; igualmente, ha mantenido una actitud intermitente con los grupos, los artistas y los espacios independientes que, de la misma manera, funcionan en la desorganización y la incertidumbre –de hecho, a pesar de los foros y los debates al respecto, no existen marcos legales para regularlas y protegerlas–. En último término, de continuar por este rumbo de carencias, la herencia y el porvenir cultural de la entidad seguirán transformándose en sombras vacuas, carentes de una verdadera significación y de un lazo firme con la gente que, aún sin saberlo, la encarna y la transforma a diario.

* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente a agosto de 2011.

4 de julio de 2011

María Izquierdo: entre el circo y las alacenas



Por Cristian Lagunas


La obra de María Izquierdo (San Juan de los Lagos, 1902 - Ciudad de México, 1955) constituye un gran paseo por los albores del arte moderno mexicano. Su pintura se convierte en nuestros ojos para mostrar en tonos alegres –y, a veces, densamente oscuros– su infancia y madurez. Gracias a sus pinceladas, podemos apreciar una visión del mundo particular, traducida en temas recurrentes: el circo, los caballos, los paisajes rurales y los objetos cotidianos protagonizan una propuesta, que, si bien no alcanza el millar de lienzos, ha transformado a su creadora en uno de los mayores exponentes de la pintura nacional.

El circo

La infancia de Izquierdo se resume en las pinturas que giran alrededor del circo. Su tía y su abuela la llevaron a una función que la marcó para siempre; así, su interés por la atmósfera circense la animó a pintar payasos, animales, saltimbanquis, trapecistas y escenas típicas de esta forma de entretenimiento, como un interesante lienzo en el que un oso convive con personas. En estas obras, la artista utilizó colores brillantes, colmados de vitalidad.


Caballos

La escritora Elena Poniatowska (París, 1932) afirmó: “nadie ha pintado caballos como María Izquierdo, quien los ve chaparritos y dóciles”. En Hombre con caballo, uno de estos animales abandona el circo para transformarse en la pertenencia de un indígena; en Calvario, atestigua su ruptura emotiva con el también pintor Rufino Tamayo (Oaxaca, 1899 - Ciudad de México, 1991); en Zapata, dos equinos se entristecen frente a una tumba. El ronzal azul es, quizás, uno de sus cuadros más bellos y perturbadores: retrata tres caballos distintos, uno de ellos atado a la rama de un árbol.

Objetos cotidianos

En 1923, tras un periodo de turbulencias emocionales, Izquierdo se instaló en el centro de la Ciudad de México con sus hijos. A finales de la década, ingresó a la Academia de San Carlos y, posteriormente, a la Escuela Nacional de Bellas Artes. Así, su vida cotidiana se transfiguró en varios cuadros, como La sopera y El teléfono. Guachinango es un esbozo matutino del pescado que cocinaría en la tarde y Orquídeas es una evocación de las flores que decoraban su casa en la Colonia San Rafael. Pese a que algunas de sus obras se clasifican como surrealistas, aquéllas que retratan objetos comunes muestran un trabajo más sencillo, tanto en la forma como en el fondo.

Retratos

Sus pinturas también se inspiran en los rasgos de personas cercanas, como María Asúnsolo y Juan Soriano, quienes posaron para ella en varias ocasiones. Además, dos autorretratos se suman, con un año de diferencia entre sí, a su exploración por el cuerpo humano. El primero de ellos muestra a una mujer elegante y altiva; en el segundo, aparece con aire nostálgico, ojeras y mirada perdida. En el fondo, se despliega un cielo de nubes difusas.

Vida rural

Izquierdo plasmó insistentemente el México alejado del floreciente urbanismo de la capital. Infancia del país es una imagen nostálgica que invita a mirar una comunidad casi deshabitada; Estación tropical emplea tonalidades oscuras para representar la humedad de un pueblo; Troje y Coscomates recurren a los animales de granja para rememorar ambientes rurales. La melancolía por la vida provinciana se aprecia en estos lienzos, que capturan cada detalle para ofrecer una impresión de realismo.

Otros mundos

A partir de 1940, la pintura de Izquierdo se convierte en un portal abierto a la imaginación. En El idilio, una pareja discute bajo una sombrilla, sentada junto a una fuente; al fondo, se extiende un camino interminable, flanqueado por altos árboles. Naturaleza muerta con guachinangos pone a prueba la magnitud del hombre: troncos y pescados abarcan la imagen; en segundo plano, una diminuta casa demuestra la pequeñez de los seres humanos frente al mundo salvaje.

A diferencia de otros pintores de su época –en un periodo marcado por las luchas antiimperialistas y la afirmación de la independencia artística–, Izquierdo no intenta rescatar una identidad perdida; tampoco reproduce la historia nacional. En cambio, observa serenamente la súbita transformación del México moderno. Su trabajo comparte lazos pictóricos con Rufino Tamayo y refleja su ansiedad frente a un escenario cambiante, lleno de angustia existencial. Aunque Antonin Artaud (Marsella, 1896 - París, 1948) opinó que esta profundidad emocional podía pertenecer sólo a la raza indígena y que Izquierdo estaba “comunicándose con las verdaderas fuerzas del alma india”, lo que en realidad hizo fue crear una conexión auténtica a través del pincel, abriéndose para fundar su propio universo, incitando a sus contempladores a sumergirse en él.


* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente a julio de 2011.

6 de junio de 2011

El cuerpo y sus señales: la gestualidad escultórica en Retrospectiva, de Rodrigo Lara



Por Margarita Hernández Martínez


Cuerpos oscilantes: la mirada tensa, la sonrisa esquiva, los brazos anhelantes y las piernas suspendidas. Entre el cielo y el suelo; entre la certidumbre y el azar, las esculturas de Rodrigo Lara (Toluca, 1981) sorprenden por ese aire circunspecto, ese deseo tamizado en la materia: caídas de Ícaro y pesadumbres de Sísifo; fascinación de Narciso e incendios de Eros se reinterpretan en siluetas que, a la usanza griega –una clara influencia en su trabajo, más allá de Auguste Rodin y Alberto Giacometti–, se despojan de sus ropas para revelar la vulnerabilidad de la figura humana, hogar de la gracia, la belleza y los placeres; derrotero último de la angustia, el misterio y los desgarramientos.

Con una estética alejada de los convencionalismos, sumada a una osadía que disuelve el espacio y propone la intervención volumétrica, Rodrigo Lara presenta su obra más reciente –que abarca ya una década de exhibiciones colectivas e individuales en México y en el extranjero– en Retrospectiva, una exposición que permanecerá abierta hasta el 30 de junio en el Museo de Arte Moderno del Estado de México –Boulevard Jesús Reyes Heroles 302, delegación San Buenaventura, en las afueras de Toluca–. Curada por Juan Luis Rita (Ciudad de México, 1970), artista que ha favorecido la experimentación en el panorama plástico contemporáneo, se revela como un oasis tan inquietante como iluminador: las cuatro series que la conforman poseen identidad propia y, al mismo tiempo, una congruencia colectiva que se traduce en precisión técnica y pluralidad de materiales, que convocan desde la delicadeza de la arcilla de Zacatecas hasta la accidentada nitidez de la resina cristal, pasando por bronces, metal herrumbroso y elementos orgánicos.




Así, hermanadas por su vocación hacia un amplio espectro de emociones, entrelazadas por su impacto con la experiencia humana, estas series comienzan con “Devastación en carne propia”, la cual se inspira en la situación actual del país, asfixiada por el temor, la inseguridad y la violencia. Por ello, sus figuras se refugian –y, al mismo tiempo, se exasperan– alrededor de un icono primordial, que evoca la visión futurista posterior a la Segunda Guerra Mundial: máscaras antigás, que se ciñen a los rostros de las esculturas, apenas vestidas con atuendos que van de la cotidianidad a la seducción –desde pantalones de mezclilla y camisas hasta medias y ligueros–, como un reclamo frente a las circunstancias, que reflejan a la humanidad como su peor enemigo. Un conjunto de óleos sobre tela flanquean esta sección, provistos de una densidad expresiva que se precipita del lienzo al observador: los colores, llevados al extremo de la luz y la saturación, saltan como una denuncia que no olvida, empero, su proposición artística, centrada en la postura de los cuerpos.

En el siguiente apartado, “Enjambre” ahonda en las interacciones, inevitablemente devoradoras o parasitarias, entre el hombre y sus semejantes. Poblado por grandes híbridos de aliento surrealista, que oscilan entre la naturaleza humana y la condición animal –sin eximir, en un arrebato estético, el sentido primario de la belleza–, este conjunto de cerámicas suspendidas, con alas de resina cristal, extremidades de varilla, aguijones móviles y un turbador color blanco –que se funde con cascadas de luz cruda–, se refiere a las luchas de poder y de influencias que ocurren, de manera inherente, en todas las relaciones, las cuales derivan –según sugiere el semblante de las piezas, conmovedoras hasta la convulsión y la incandescencia– en la corrupción, la debilidad y la pérdida de inocencia. Como resultado, se despliega como un debate visual alrededor de las imprevisibles pulsiones pasionales, que se injertan en el cuerpo entre picaduras y ardientes venenos.




Por otro lado, en un montaje de evidente atrevimiento; de subversivo cromatismo que contrasta con la abundancia de materiales naturales empleados en el resto de la exposición, “Máscaras” constituye una reflexión sintética en torno a la transparencia de las personas, en abierta contraposición con lo que aparentan sus gestos y sus actitudes cotidianas –desde esta óptica, siempre impregnados de intenciones ocultas–. Ante los rostros indemnes, capturados –hasta los íntimos detalles– en momentos tan serenos como grotescos, Rodrigo Lara interroga a los espectadores sobre las posibilidades de la claridad interna, que solamente se revelan de forma confusa –hasta el límite de la contradicción–, a través de los vaivenes del rostro; de los oleajes especulares que traicionan la primera mirada.

Finalmente, “Artefactos” simboliza un ejercicio de imponente repetición, entreverado con la cotidianidad y la monotonía. Náufragos en una sociedad restrictiva, bruscamente penetrada por actos que anulan la libertad e instauran una especie de perfección mecanizada, los cuerpos cautivos en esta sección se representan tensos y desarticulados, montados mediante rígidas suspensiones y adoloridos fragmentos atornillados –que convierten los antebrazos, los codos, las manos, las vértebras, las rodillas y los pies en un tejido que estalla desde la perspectiva orgánica hasta la petrificación–. Inmersos en una atmósfera de soledad y resistencia, hombres y mujeres cifran el último reducto de la espontaneidad en las ramas que emergen de sus cabezas, en una tentativa por superar la condición mineral para transformarse –aún accidentalmente– en recintos vitales.




De este modo, el trabajo de Rodrigo Lara manifiesta, en una exposición que sobresale por su capacidad de correspondencias temáticas, estéticas y estilísticas, los logros de una formación marcada por el movimiento y el consecuente desarraigo –sus obras existen, por ejemplo, en colecciones privadas en Canadá, Estados Unidos, Suiza, República Checa y China–. Originario de Toluca, pero residente en diversas ciudades de Norteamérica, ha tenido la oportunidad de profundizar y contrastar la riqueza de expresiones que permean la piel, los gestos y la postura del ser humano. Con una próxima mudanza, destinada a reforzar las fortalezas técnicas de su autor, Retrospectiva se ofrece como una alternativa básica para conocer las tendencias del arte mexicano contemporáneo que, más allá de las pirotecnias formales y la vacuidad discursiva, pretende abarcar una visión universal de las particularidades que, desde el alba de los tiempos, han discurrido en el lenguaje escultórico.



* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente a junio de 2011.


* Las fotografías que acompañan esta entrada son de Helmut Ruiz.

15 de mayo de 2011

La ciudad como experiencia: A pie, de Luigi Amara, y Arena de Gelidonia, de José Luis Herrera Arciniega



Por Margarita Hernández Martínez

Para conocer una ciudad, es preciso caminarla: apropiarse del pavimento y los edificios como testigos de su flujo cotidiano; palpar con la mirada a sus habitantes, sus esplendores y sus miserias. Aquilatar su belleza naciente y derrumbada: la densidad de sus construcciones antiguas y la identidad en forja de sus espacios nuevos; la tradición –arquitectónica, social, artística y cultural– que, cíclicamente, se extingue y renace en la ruptura. Convertir cada paso en experiencia, en una sucesión de percepciones intelectuales y sensoriales que no sólo ahondan en la naturaleza de la urbe, sino en los silencios y los tumultos de la condición humana.

Desde Charles Baudelaire –precursor del movimiento simbolista y autor de Las flores del mal– hasta Guy Debord –exponente de la crítica del espectáculo, director de In girum imus nocte et consumimur igni–, la caminata citadina ha cobrado otros matices: la disidencia, el cambio de perspectiva y el hallazgo de la materia poética en la indiscutible concreción de las calles –en oposición a los bucólicos paisajes del romanticismo y la delicada abstracción sentimental del periodo neoclásico– han subvertido los sentidos estéticos de las artes, convirtiéndolas, a un tiempo, en un arma y un instrumento de contemplación. Así, en el ámbito literario, los peatones han cobrado carta de existencia mediante una dilatada tradición que engloba los últimos siglos y comprende a autores tan dispares –pero sutilmente coincidentes– como Robert Louis Stevenson, Walter Benjamin, Edgar Allan Poe, Arthur Rimbaud, Tristan Tzara y Filippo Tomasso Marinetti, cuyas presencias confluyen, se enriquecen y renuevan en A pie, un largo poema de Luigi Amara (Ciudad de México, 1971) que recurre al paseo sin rumbo como “un acto de insumisión al ritmo desenfrenado de la vida contemporánea”, según cita la contraportada del volumen, recientemente editado por Almadía.

El también autor de El cazador de grietas apuesta por una espontaneidad modulada, que preserva la frescura de la ocurrencia y, paralelamente, condensa temas antes tratados por el escritor: el paseo como ensayo y la velocidad como mutilación deshumanizadora, en un impacto constante –paradójico y desgarrador– con las circunstancias posmodernas. De esta manera, constituye un panorama unitario en su fragmentación; una serie de instantáneas en las cuales la Ciudad de México, inmensa y caótica, se deja reencontrar y habitar en sus proporciones más viles y luminosas. Para ello, los versos –que oscilan entre la reflexión, el gag y el aforismo– aspiran a una densa multiplicidad que, entrelazando la forma y el fondo, convoca la imprevisibilidad de la caminata: un ejercicio de nostalgia que desemboca en rabia y desconcierto; un momento de complacencia personal que deriva en críticas sociales: el hacinamiento, la contaminación, la injusticia colectiva, la violencia y la destrucción de la vertiente histórica de la urbe se conjugan con la delectación del caminante frente a los vericuetos del paisaje urbano, que funcionan como catalizadores de placer y pensamiento.

Esta compleja red de representaciones confluye, sin embargo, en un denominador común que, al mismo tiempo, refresca y revalida la tradición literaria referente: la atención a los detalles. Apuntes, registros, observaciones y fotografías tomadas sobre la marcha –algunas de las cuales se reproducen, en blanco y negro, en las páginas del libro– trasgreden la posible épica urbana y la transforman en juego y coincidencia frente a la percepción inmediata de las calles, los espectaculares, los escaparates de neón, los vendedores ambulantes, las multitudes del metro y la abundancia de vías rápidas y automóviles que restringen y envenenan las andanzas peatonales. En un cauce similar, Amara abandona las distancias del aliento lírico para disponer las palabras de manera lúdica y arriesgada: transcripciones de sonidos, conversaciones y expresiones diarias se funden con citas textuales que, otra vez, aluden y resignifican al conjunto literario precedente.

Así, el paseo por la Ciudad de México –visto ahora desde una perspectiva incisiva y simbólica– adquiere un tinte vigorosamente subversivo, que supera la arbitrariedad de la configuración urbana para desplegar una óptica de vida más abierta y más propicia para la unión entre el interior y el exterior del caminante. “No se trata sólo de descubrir cosas de la ciudad, sino de descubrir cosas de uno mismo. Un paseo tiene un lado completamente ensimismado, reflexivo y perceptivo”, acota el autor. Centrado en una visión semejante, Arena de Gelidonia, de José Luis Herrera Arciniega (Tasquillo, 1962), propone la elevación mítica –personalísima, sin embargo– de Toluca, mediante la revisión de episodios individuales que, situados en una urbe diversa –a pesar de su aparente homogeneidad–, estremecedora –más allá de su proverbial apatía– e inútil para el turismo –no obstante su larga tradición histórica, cuyos vestigios desaparecen ante la indiferencia generalizada–, confrontan las delicias de la vagancia y los claroscuros del desarraigo con las posibilidades de una residencia absoluta, trascendente al espacio físico. De este modo, la ciudad se erige como un territorio interior, como un recinto dialógico en el que convergen las voces de la memoria con las del presente; las de la calle con la del propio autor.

Con un título inspirado en Colección de arena, de Italo Calvino, esta breve recopilación de cuatro textos –cuyo eclecticismo titubea entre el cuento y la crónica– entrelaza la realidad y la imaginación para traducir, desde una óptica libre y desenfadada, “esta urbe en la que [se reconoce] y [se desconoce], con la que [siente] un vínculo estrecho y de la que [termina] por [separarse], para verla, finalmente, como extraña”, según señala el autor en la introducción al volumen, de edición independiente. En efecto, las narraciones –que también poseen un ligero tono ensayístico, en el sentido más lúdico y experimental del término– se detienen en un conjunto de impresiones personales –amores, amistades, acontecimientos extraídos de la cultura popular y ritos de paso en distintas etapas vitales– vinculadas con escenarios concretos de la ciudad, desde un panorama de la creciente mancha metropolitana hasta un edificio del icónico Andador Constitución.

En el camino, Arena de Gelidonia se adentra, además, en la historia –subterránea, en la mayoría de las ocasiones– de la literatura del Valle de Toluca, desde la fundación del Centro Toluqueño de Escritores, que implicó la participación directa del autor, hasta los pormenores del precario oficio periodístico, en el cual se desempeñó durante más de una década –tan luminosa como agonizante, pues atestiguó la gradual desaparición de los suplementos culturales–. De este modo, el recuento de las transformaciones de Toluca adquiere, en la prosa franca e intensamente familiar de este escritor, un matiz de aventura, de experiencia colectiva transfigurada en un humor cáustico, con evidentes notas de melancolía por la ciudad perdida, caduca en todas las mañanas.



Luigi Amara, A pie, Almadía (colección Pleamar), 2010.

José Luis Herrera Arciniega, Arena de Gelidonia, Latitanza (serie Round de Sombra), 2010.



* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente a mayo de 2011.

15 de abril de 2011

Sensibilidad y lectura: algunos comentarios de Jorge Luis Borges



Por Aeri Marín


A pocas semanas de celebrar el Día Internacional del Libro y del Derecho de Autor –que fue instaurado por la Unesco con la finalidad de fomentar la lectura, la industria editorial y la protección de la propiedad intelectual–, vale la pena recordar algunos comentarios de Jorge Luis Borges a propósito del disfrute literario: antes que escritor, el también autor de El libro de arena se concebía como un lector ávido y curioso, al mismo tiempo desafiado y fascinado por el hecho estético implicado en las artes. De este modo, en Siete noches –recopilación de una serie de conferencias ofrecidas en el Teatro Coliseo de Buenos Aires, las cuales giran alrededor de los temas que lo apasionaron durante toda la vida: la poesía, la ceguera, la pesadilla y pasajes de Las mil y una noches y La Divina Comedia–, Borges evoca los elementos sensibles e intelectuales involucrados en el encuentro –gozoso y empático– entre el texto literario y su lector. A continuación, transcribimos algunas de sus ideas:

“[Ralph Waldo] Emerson dijo que una biblioteca es un gabinete mágico en el que hay muchos espíritus hechizados. Despiertan cuando los llamamos; mientras no abrimos un libro, ese libro, literalmente, geométricamente, es un volumen, una cosa entre las cosas. Cuando lo abrimos, cuando el libro da con su lector, ocurre el hecho estético. Y aun para el mismo lector, el libro cambia, ya que somos el río de Heráclito, quien dijo que el hombre de ayer no es el hombre de hoy y el de hoy no será el de mañana. Cambiamos incesantemente y es dable afirmar que cada lectura, cada relectura, cada recuerdo de esa relectura, renuevan el texto. También el texto es el cambiante río de Heráclito”.

Con estas palabras, el escritor argentino no sólo rememora el aura de asombro que rodea a la actividad lectora, sino que reafirma su vocación doblemente innovadora: mientras se traduce en la confrontación personal con la riqueza del lenguaje y sus múltiples sentidos –la cual desemboca en el descubrimiento de nuevas posibilidades para comprender e interpretar el mundo–, también conserva la vitalidad generacional del texto. De este modo, las piezas literarias sobreviven al tiempo y engloban percepciones, valores y debates más allá del momento de su creación: a través de la manifestación sensible del lector, se transforman y se diversifican, como lo expresa párrafos más adelante:

“La poesía es el encuentro del lector con el libro, el descubrimiento del libro. [Francis Herbert] Bradley dijo que uno de los efectos de la poesía debe ser darnos la impresión, no de descubrir algo nuevo, sino de recordar algo olvidado. Cuando leemos un buen poema pensamos que también nosotros hubiéramos podido escribirlo; que ese poema preexistía en nosotros”. Sin embargo, este momento de alta densidad estética –casi premonitoria–sólo ocurre cuando el texto y el lector entran en una comunión profunda, la cual se verifica espontáneamente con la obra adecuada. Por ello, recomienda apegarse a los libros que, auténticamente, despiertan los sentidos y convocan estas vetas de libertad y receptividad:

“Si estos textos les agradan, bien; y si no les agradan, déjenlos, ya que la idea de la lectura obligatoria es una idea absurda: tanto valdría hablar de felicidad obligatoria. Creo que la poesía es algo que se siente, y si ustedes no la sienten, si no tienen sentimiento de belleza, si un relato no los lleva al deseo de saber qué ocurrió después, el autor no ha escrito para ustedes. Déjenlo de lado, que la literatura es bastante rica para ofrecerles algún autor digno de su atención, o indigno hoy de su atención y que leerán mañana”. Para finalizar, acota: “El hecho estético es algo tan evidente, tan inmediato, tan indefinible como el amor, el sabor de la fruta, el agua. Sentimos la poesía como sentimos la cercanía de una mujer, como sentimos una montaña o una bahía”. Así, en última instancia, Borges invita a configurar un concepto de la lectura como un acto de disfrute provocador, de altas confluencias entre los signos y los sentidos; entre el pasado y el presente; entre el interior y el exterior; entre los pensamientos propios y las propuestas ajenas. Aprovechemos las celebraciones del 23 de abril, al mismo tiempo significativas y azarosas, para establecer vasos comunicantes entre nosotros y los demás, mediante la luz esencial de la lectura.


* Texto originalmente publicado en la Agenda Cultural AcéRcaTE, correspondiente a abril de 2011.

6 de abril de 2011

Los tumultos del lenguaje en Del silencio hacia la luz: mapa poético de México



Por Margarita Hernández Martínez


Sondear en los actuales terrenos del arte resulta una tarea movediza, semejante a arar en el mar y –desde la perspectiva cultural, en un país tan indiferente como México– a clamar en el desierto. No obstante, se revela también como una labor necesaria, en un horizonte poblado por reminiscencias de corrientes consolidadas y en proceso de disolución; tendencias a la ruptura y a la renovación –imposiblemente– absoluta; ausencia de grupos con temas, enfoques y vías de expresión comunes; generaciones dispersas por la multiplicidad de lenguajes y concepciones vitales; creadores fascinados o repelidos por el acceso a la tecnología y la diversificación de los códigos estéticos. En el plano literario, esta situación ha derivado en consecuencias desconcertantes y luminosas: las últimas dos décadas han atestiguado una auténtica catarata de antologías que, en su disparidad de criterios, se han ganado a pulso el mote de antojolía y han colaborado a la construcción de una ciudad letrada titubeante, saturada de pirotecnias verbales y defensas críticas, en la cual se transparentan las carencias del aparato editorial mexicano –desde la selección hasta la distribución de sus publicaciones– y la postura del lector se disuelve entre la contemplación pasiva, inevitablemente neutral.

Frente a este panorama, Adán Echeverría (Yucatán, 1975), poeta y narrador asociado al Centro Yucateco de Escritores, se ha convertido en el animador central de una iniciativa nacional que aspira –al menos parcialmente– a contrarrestar los efectos de este tipo de trabajos antológicos. En 2007, convocó a los poetas mexicanos nacidos entre 1960 y 1989, radicados tanto en el país como en el extranjero, a participar en Del silencio hacia la luz: mapa poético de México. Este esfuerzo, de raigambre indiscutiblemente independiente y colectiva –en el sentido más abierto del término–, produjo un documento electrónico conformado por 1,500 páginas, en las cuales se concentran siete volúmenes de muestras literarias de más de 660 escritores, clasificados según su fecha de nacimiento y su entidad de origen, y cuatro tomos complementarios, en los que aparecen las fichas biobibliográficas de los autores correspondientes.

Así, mediante parámetros sencillos, pero claros, válidos y eficaces, esta antología –publicada en agosto de 2008 y realizada en colaboración con Armando Pacheco (Estado de México, 1980)– consigue zanjar algunas cuestiones alrededor de la valoración estética, artística e histórica implícita en este tipo de recopilaciones; al mismo tiempo, se atreve a detonar nuevas interrogantes al respecto. De esta manera, mientras restringe los argumentos estrictamente críticos de la compilación, promueve –desde una óptica amplia– un debate profundo en torno a la libertad de la creación poética, que depende más de la opción de comunión entre autor y lector que de las razones aducidas por la mayoría de instituciones culturales, consejos editoriales, jurados y florecientes mafias literarias, que se limitan a propagar ensayos teóricos sobre la poesía, sus estilos y fórmulas retóricas. En contraste, Del silencio hacia la luz propone disfrutar las múltiples combinaciones de la literatura en tanto expresión sintética –concreta e irrepetible– de una visión del mundo, susceptible de comprensión y enriquecimiento a través de la percepción intelectual y sensorial de los lectores, quienes ejercen, en última instancia, su derecho al goce, el juicio y la elección del arte.

Por otro lado, este proyecto pretende romper con el centralismo que predomina en numerosos espacios de la vida nacional; para ello, ha resuelto las exigencias propias del trabajo editorial mediante la publicación electrónica, que expande la distribución en dos vías: facilita el tránsito por fronteras físicas –más imaginarias que reales– y permite reproducir, en nuevas áreas y para distintos ojos, materiales ya aparecidos en libros, plaquettes, revistas y otras antologías de circulación local –en el caso del Estado de México, por ejemplo, coloca la poesía de Marco Aurelio Chávezmaya, Lizbeth Padilla, Patricia Solar, Félix Suárez, Eduardo Villegas y Sergio Ernesto Ríos en el vasto movimiento del país–. De este modo, lectores y escritores del norte pueden acceder a la escena literaria del sur, mientras que el valle central se abre a la rica sensibilidad de otras latitudes. Por estas razones, es posible adquirir Del silencio hacia la luz en todos lados y en ninguna parte: los discos compactos con los once volúmenes de la compilación se venden a solicitud expresa por internet (mediante el correo adanizante@yahoo.com.mx), con envíos a toda la República.

Pese a su amplitud, pluralidad y minuciosa confección, Del silencio hacia la luz también arroja numerosas insuficiencias: ante el océano de creaciones emergentes, independientes y marginales, apenas ha logrado recoger un puñado de las voces que convergen en el horizonte poético contemporáneo. Por ello, Adán Echeverría, ahora en estrecha colaboración con Ileana Garma (Yucatán, 1985), ha lanzado la convocatoria para una segunda edición, a la cual se encuentran invitados todos los escritores mexicanos nacidos entre 1960 y 1992, radicados en tierras nacionales y extranjeras. Los requisitos de participación recuerdan la sencillez de criterios instaurados para aquella primera tentativa: los autores deben tener, por lo menos, un libro o una plaquette de poesía en circulación, a nivel estatal, regional, nacional o internacional. Igualmente, pueden validar su experiencia literaria con un premio de poesía en idénticos ámbitos. Para enriquecer el contenido de este nuevo proyecto, es necesario que los integrantes hayan publicado sus trabajos en una revista comprendida en el Sistema de Información del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, el cual se halla disponible para consultas aquí.

Si los interesados cumplen con estas condiciones, deberán enviar a garmafilica@gmail.com una ficha biobiliográfica con los siguientes datos: nombre completo; lugar y año de nacimiento; estudios realizados; conjunto de obras publicadas, premios recibidos y becas artísticas obtenidas a lo largo de su trayectoria; relación de antologías, revistas y otras ediciones periódicas que han incluido sus textos, además de otras referencias importantes sobre su producción literaria. Asimismo, complementarán su contribución con hasta seis cuartillas de sus poemas –inéditos o ya aparecidos en otros espacios, en cuyo caso señalarán la fuente pertinente– y una fotografía de alta resolución de su rostro, de preferencia en blanco y negro. La convocatoria continuará abierta hasta el 30 de abril, con el propósito de presentar el resultado final –por segunda ocasión, un documento electrónico en el que confluirán piezas literarias e información biográfica sobre los artistas– en agosto de este año. Como retribución y reconocimiento, cada participante recibirá dos ejemplares de esta recopilación, que también estará a disposición de los lectores a través del mismo mecanismo: correos electrónicos y certificados, destinados sondear en los tumultos del lenguaje, en su dimensión más dinámica y vivaz.


* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente a abril de 2011.

27 de marzo de 2011

Una convocatoria (fragmentada y concurrente)






Adán Echeverría e Ileana Garma, en colaboración con el Centro Yucateco de Escritores, convocan a la segunda edición de Del silencio hacia la luz: mapa poético de México, una iniciativa nacional e independiente que continuará recibiendo materiales hasta el próximo 30 de abril, según las especificaciones que pueden leerse arriba de estas líneas (den clic en la imagen para verlas en un formato mayor). Para saber más sobre los orígenes y los primeros resultados de esta propuesta, consulten la página cultural de El Espectador, que estará el lunes 4 de abril en puestos de periódicos de Toluca y Metepec.

18 de marzo de 2011

Visiones y desprendimientos: la colección permanente del Museo de Arte Moderno




Por Margarita Hernández Martínez


Localizado en el Centro Cultural Mexiquense, el Museo de Arte Moderno del Estado de México –Jesús Reyes Heroles 302, delegación San Buenaventura, Toluca– se ha convertido en uno de los espacios más dinámicos del Instituto Mexiquense de Cultura. Con un vasto programa de exposiciones temporales, ha logrado desplegar, con constancia y congruencia, las tendencias recientes de la plástica local y nacional; al mismo tiempo, ha contribuido a la formación de un público ávido y expectante, que participa de los hechos estéticos con una visión fresca, alejada de las defensas críticas propias del academicismo. Estas perspectivas de renovación y vinculación dependen, esencialmente, del trabajo gestor de Juan Luis Rita (Ciudad de México, 1970), artista plástico multidisciplinario, quien ha forjado un conjunto de proyectos museográficos destinados a fortalecer la visibilidad de este tipo de manifestaciones, en un contexto que oscila, muchas veces, entre la indiferencia y la fascinación.

Encaminado a afirmar la vocación de este recinto –que, más allá de la difusión de las corrientes contemporáneas, radica en el resguardo y el enriquecimiento de un acervo integrado por cerca de 800 obras pictóricas y escultóricas– y a ofrecer un recorrido atractivo a sus numerosos visitantes, el también fundador de propuestas colectivas como Derivantes –que concretó su primera exhibición durante el XIX Festival Internacional Quimera, en Metepec– consagró sus conocimientos plásticos a la realización de un nuevo guión museográfico, el cual surgió de una labor minuciosa, que involucró desde el estudio de públicos hasta el replanteamiento de la historia de las artes visuales en nuestro país. En entrevista, Juan Luis Rita señaló que este trabajo, comenzado como una iniciativa personal, implicó la reelaboración del concepto general, que, si bien presenta un orden cronológico, por la sucesión de las aportaciones de los autores más importantes del arte nacional a lo largo del siglo XX, retoma épocas y movimientos no contemplados en otros espacios, así como piezas inéditas, pocas veces expuestas, pero de gran valor cultural.

De este modo, el discurso curatorial –inaugurado recientemente con el título Eminencias del arte mexicano. Siglo XX– se estructura en torno a la investigación y el análisis de esta variedad de vetas estéticas, respaldadas en las reflexiones críticas de Raquel Tibol, Berta Taracena, Teresa del Conde y Fernando Gamboa –autor, además, del guión museográfico original–. Paralelamente, se sostiene en un panorama didáctico en el que confluyen alrededor de un centenar de obras, distribuidas en tres salas temáticas, provistas de colores, elementos gráficos y diseños espaciales que, en armonía con la selección artística, desembocan en un impacto visual acorde con el asombro y la efervescencia de sus periodos de producción.

Enlazadas por el origen de nuevas visiones estéticas y sus consecuentes desprendimientos, las obras englobadas en esta muestra permanente atestiguan el nacimiento y la evolución de una fluida serie de tendencias culturales e ideológicas, las cuales han determinado el escenario artístico de nuestros días. La primera sala, "Albores”, condensa el declive del romanticismo clásico que predominó a finales del siglo XIX y encarna las primeras señales identitarias del futuro nacionalismo. Con lienzos de Gerardo Murillo, Roberto Montenegro, Agustín Lazo y Alfredo Ramos Martínez, ilustra los luminosos efectos del establecimiento de las escuelas al aire libre, las cuales condujeron al alejamiento del academicismo tradicional, y de las influencias de la experimentación formal iniciada en Europa.

La segunda sala, denominada “Época de oro”, destaca como la más representativa de la pintura y la escultura mexicana, tanto en su nómina de autores como en la riqueza de sus obras. De acuerdo con algunos críticos de arte, en este periodo se verificó una especie de renacimiento en el arte nacional, signado por el desapego del academicismo y el rescate significativo de la cultura y las tradiciones de nuestro país, expresadas en elementos prehispánicos, pasajes históricos y corrientes ideológicas abiertas y de vanguardia. Aunque el nacionalismo encontró sus mayores exponentes en los murales diseminados a lo largo y ancho de México –en edificios tan disímbolos como enigmáticos–, este apartado convoca dichas manifestaciones con trabajos de caballete de David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco, que conviven con obras de Raúl Anguiano, Alfredo Zalce, María Izquierdo, Juan Soriano, Antonio Ruiz “El Corcito”, Francisco Goitia, Gabriel Fernández Ledesma y Manuel Rodríguez Lozano. Así, ilustra la composición de un arte propio, identificable más allá de sus fronteras.

Finalmente, “De lo moderno a lo contemporáneo” revela las divergencias del nacionalismo entre las generaciones jóvenes, que ahondaron en nuevas direcciones, inclinadas a la búsqueda de la estética en la abstracción, así como la exploración de la desarticulación geométrica y la implantación de valores cosmopolitas. Particularmente, sobresalen las creaciones de la Generación de la Ruptura, la cual escapó del costumbrismo y la consolidación de la identidad para integrar, de forma contundente, el arte mexicano en el horizonte internacional. Imágenes y esculturas de José Luis Cuevas, Vicente Rojo y Gunther Gerzso, sumadas a las propuestas de los extranjeros –pero afincados en distintas ciudades de México, desde donde contribuyeron con grandes innovaciones plásticas– Kasuya Sakay, Vlady, Arnold Belkin y Mathias Goeritz, acrisolan la rica diversidad de este grupo, que se acrecienta con la presencia de Sebastián y de artistas mexiquenses como Matinef y Luis Nishizawa.

Rodeada por dos murales de profundo sentido –El lecho del universo, también de Luis Nishizawa, y Periplo plástico, de Leopoldo Flores–, Eminencias del arte mexicano. Siglo XX, permanecerá expuesta en el Museo de Arte Moderno, no sólo como un testimonio móvil de las oleadas que recubren el complejo panorama estético de nuestro país: más allá, demuestra la significación y la divulgación de un proyecto individual pensado para la generalidad del público, en un ambiente tan necesitado de una auténtica promoción y gestión cultural.


* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente a marzo de 2011.

9 de febrero de 2011

Insensibilidad y olvido: la destrucción de los edificios antiguos de Toluca



Por Margarita Hernández Martínez

A lo largo de la última década, el internet y las redes sociales se han convertido en un instrumento tan poderoso como trivial: mientras millones de usuarios dan cuenta de actos vanos e intrascendentes –que manifiestan, además, la vacuidad en la que se desenvuelve la existencia contemporánea–, otros tantos han recurrido a la red como un vehículo de denuncia y de protesta; una alternativa de apertura frente a las insuficiencias de la libertad de expresión. Así, blogs como Generación Y, de la cubana Yoani Sánchez, han consolidado una tendencia a la reconfiguración ideológica en derroteros estériles, a través de las experiencias, las personalidades y los paisajes cotidianos. Con un aliento notablemente más pacífico, pero igualmente inclinado a la reflexión, a la toma de conciencia y a la forja de una posible identidad colectiva, Toluca ha encontrado su sitio en este panorama, mediante un perfil de Facebook que difunde desde actividades de interés general hasta catástrofes como la paulatina destrucción de los edificios antiguos de la ciudad.

A pesar de las declaraciones del Ayuntamiento local, que aspira a transformar al centro de la capital del Estado de México en un espacio de rememoración histórica, las calles que rodean a la Plaza de los Mártires se encuentran repletas de construcciones abandonadas, erosionadas por la ignorancia y la insensibilidad de ciudadanos, propietarios y autoridades. De acuerdo con información del Ateneo Mexiquense, asociación que congrega a artistas e intelectuales de la entidad, en los últimos treinta años, Toluca ha atestiguado la desaparición de tres mil inmuebles históricos, los cuales han sido reemplazados por obras de poca identidad para la ciudad. Entre ellos, destacan el Teatro Coliseo, la casa de Enrique Carniado, el Zoológico de la Alameda Central y las instalaciones originales de la Cervecería Modelo, así como residencias porfiristas y edificios decimonónicos que han dado paso a estacionamientos y plazas públicas –en ocasiones, simples explanadas de cemento– de estilo ecléctico, alejado de las modalidades arquitectónicas que, en su día, caracterizaron a una de las primeras –y más relevantes– urbes industriales de nuestro país.

A ellos se unirán, en cuestión de pocos años, dos casonas del siglo XIX ubicadas en Sebastián Lerdo de Tejada, entre Nicolás Bravo y 21 de marzo –de las cuales sólo persisten las fachadas, sujetas (y, en la misma medida, dañadas) por vigas metálicas–, además de la Antigua Estación de Ferrocarriles Nacionales –en su día, una de las más importantes de México–, el Molino de la Unión –fundado como Molino de Vapor alrededor en la década de 1860, por Arcadio Henkel– y la Jabonera Longares, cuyos derruidos interiores pueden atisbarse, en sus más desoladores detalles, en los apartados fotográficos del mencionado perfil de Facebook. Ahí, contrastan con un conjunto de imágenes consagradas a Toluca la Bella, en el cual las calles de la Concordia, la Ley, la Libertad y la Igualdad despliegan una multiplicidad de comercios, mercados, cines, jardines, templos, monumentos, edificios administrativos, instituciones educativas y vías férreas que han desaparecido por diversas razones: desde demoliciones motivadas por la gradual remodelación de avenidas y áreas públicas, hasta incendios, inundaciones, traspasos y otros descuidos, que afectan considerablemente el estatuto histórico de la ciudad.

Las consecuencias y las contradicciones de esta situación se contemplan desde varias vertientes: mientras refuerzan el desarrollo urbano ilógico y desordenado que asola a una capital desvinculada de sus habitantes –quienes ahogan los citados catálogos de fotografías con comentarios ácidos y dolorosos; acertados y propositivos; oscilantes entre la nostalgia del pasado y los desencantos del presente– revelan las ineficiencias –rayanas en la absoluta anarquía– del aparato burocrático, tanto del municipio como de la República. Actualmente, los postulados legales del Instituto Nacional de Antropología e Historia dictan el resguardo de las construcciones de más de cien años de antigüedad; sin embargo, no existen facilidades para su conservación, sea individual, colectiva o, incluso, gubernamental.

De este modo, los propietarios de edificios con estas particularidades se ven obligados a seguir reglamentos inoperantes, razón por la cual prefieren la demolición hormiga: ventanas rotas, balcones caídos, techos podridos y maleza creciente, acompañados por toda clase de vestigios, anteceden a frontispicios vacíos, que se derrumban, piedra a piedra, sobre la historia y los peatones. Su aniquilación no sólo constituye un daño irremediable al patrimonio cultural, artístico y hasta industrial de la ciudad –y, por extensión, del estado y del país–, sino que representa un peligro latente a los habitantes cercanos, especialmente en Sebastián Lerdo de Tejada: ambas casonas –una de ellas, según un rumor en internet, perteneció a Isidro Fabela– se localizan en las inmediaciones de escuelas, con altas concentraciones de automóviles y gente que, al mismo tiempo, aceleran su destrucción y detonan el riesgo de un accidente.

Ante este panorama, resulta indispensable emprender un plan de acción dual: por un lado, es urgente concientizar a todos los actores vinculados con este problema, desde el gobierno federal hasta los pobladores más jóvenes, a fin de prevenir una devastación de mayores alcances. Ésta puede lograrse a través de una educación integral, tendiente a combatir el olvido y la indiferencia y a recuperar los pasajes históricos más relevantes de Toluca, la mayoría de los cuales encarnan en sus calles y edificios antiguos.

Por otra parte, legislar de manera realista, pertinente y flexible alrededor de la preservación, la custodia y la difusión de las reliquias arquitectónicas de la ciudad –y del resto del país– contribuirá a asegurar su restauración y a prolongar su ocupación con nuevas funciones, como centros educativos y culturales. Así ha ocurrido, de forma más o menos exitosa, con el Archivo Histórico Municipal de Toluca, el Centro Regional de Cultura de Toluca, el Cosmovitral, la Casa de las Diligencias, el Edificio Central de Rectoría y los museos Modelo de Ciencias e Industria, de la Acuarela, de Bellas Artes, de Numismática, Virreinal de Zinacantepec, José María Velasco, Felipe Santiago Gutiérrez y Luis Nishizawa, además de algunas secciones del Centro Cultural Mexiquense, que han trascendido sus orígenes para transformarse en memoria dinámica. Más allá de estos recintos, la Alameda Central, los Portales y el icónico Andador Constitución continúan avivando los acontecimientos diarios de una capital que no merece perder las titubeantes huellas de su belleza. Antes de destinar recursos a la construcción de portales despojados de auténtico sentido, habría que pensar en la configuración de un centro histórico acorde con su vocación y con su nombre.


* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente a febrero de 2011.

** La imagen que acompaña esta entrada es de Chuchomotas para Toluca en Facebook.

10 de enero de 2011

Entre el vacío de las celebraciones: el Museo Torres Bicentenario




Por Margarita Hernández Martínez

Vivir 2010 ha sido una experiencia interesante: después de atestiguar festejos pirotécnicos que poco han impulsado la revaloración de dos procesos cruciales en la historia nacional, la colectividad se adentra en una especie de resaca, salpimentada por acontecimientos violentos y actitudes intrascendentes. Ante la inercia habitual, el país se sumerge en la confusión propia de los territorios sin rumbo, razón por la cual la mayoría de los mexicanos comparte una percepción tan inquietante como dolorosa: no hubo nada qué celebrar. No existe orgullo posible –ni personal, ni multitudinario– frente a la ignorancia generalizada de nuestro pasado, que contribuye a perpetuar los titubeos, los tropiezos y los abusos que acompañan, desde hace más de cinco siglos, los vaivenes de la nación; tampoco lo hay delante de un horizonte pleno de incertidumbres, carente de propuestas sólidas para un desarrollo congruente con las necesidades de la población y los recursos de la dudosa República.

A diferencia de la conmemoración del Centenario del Inicio de la Independencia, empeñada en diseminar rastros palpables de los logros y las nuevas direcciones –afrancesadas y positivistas– de un país inclinado al progreso material –y, sin embargo, acechado por una revolución jamás concluida–, 2010 transcurrió alrededor de un denso desencanto que, incluso, se tradujo en las obras destinadas a su recuerdo: en el Estado de México, comprendieron desde colecciones bibliográficas inaccesibles e inoperantes hasta remodelaciones viales que han sumergido al Valle de Toluca y sus alrededores en un caos insostenible, pasando por la demolición de un monumento y la construcción de otro en la misma locación, de acceso limitado e inseguro para los peatones. Las Torres Bicentenario –intersección José María Morelos, Paseo Tollocan y Alfredo del Mazo s/n, colonia Santa Ana Tlapaltitlán– resultan altamente llamativas; no obstante, destacan también como un proyecto que no respetó sus dimensiones originales –inicialmente concebidas con cien metros de altura, llegaron sólo a los sesenta y cinco–, lo cual truncó parte de su contenido simbólico y confirmó, desde el punto de vista urbano, que Toluca no se encuentra preparada para albergar –y lucir– un proyecto arquitectónico que contrasta con el espíritu industrial y descuidado del resto de la ciudad.

Empero, estas esbeltas estructuras metálicas alojan uno de los esfuerzos más convincentes –y, quizás, más perdurables y significativos– de este festejo: el Museo Torres Bicentenario, inaugurado en noviembre bajo la administración del Instituto Mexiquense de Cultura. Más allá de su concepción y planteamiento –vinculados con la celebración de dos siglos de una libertad que, como el país entero, se tambalea periódicamente–, consigue ofrecer un panorama de los acontecimientos más relevantes de México y de la entidad, desde los últimos años de vida colonial hasta la época contemporánea. Para ello, recurre a cuatro ejes temáticos –cultura, sociedad, política y economía– que, mediante un acervo de poco más de 180 piezas, provenientes del Archivo Histórico del Estado de México y de los museos de Antropología e Historia, Virreinal de Zinacantepec, José María Velasco y Felipe Santiago Gutiérrez, conjuga indumentaria, objetos, documentos, artes plásticas y gráficas con expresiones tecnológicas interactivas, provistas de un enfoque didáctico. Así, despliega un vasto repertorio de elementos que confluyen en el rostro actual de la nación, lo cual permite, con un criterio crítico y amplio, formular conclusiones que trascienden la historia oficial.

De este modo, la exposición permanente del Museo Torres Bicentenario inicia con una vista general de los últimos años de la Colonia, en los cuales ya se vislumbraban los alientos independentistas que se concretaron en numerosas conspiraciones a lo largo de las intendencias novohispanas. Pinturas, casullas, vestidos, objetos como relojes y abanicos, además de documentos, monedas y billetes, ilustran las innovaciones en el pensamiento de la época. En otra vertiente, un conjunto pictórico que convoca a los héroes consagrados por la historia, acompañado por armas y estandartes; una capa utilizada por José María Morelos y el epistolario de Vicente Guerrero, representa también esta etapa, caracterizada por la inestabilidad y las constantes revueltas populares.

Pasos más adelante –pues el museo se desenvuelve en un espacio abierto, que privilegia la luz y la fluidez circular del tiempo–, el escudo del Primer Imperio Mexicano muestra las tentativas iniciales –jamás consumadas– por organizar la nueva nación, cuyos sucesivos colapsos y ascensos se prolongaron durante las intervenciones de países extranjeros, el Segundo Imperio y la Guerra de Reforma. Óleos de Luis Coto y Maldonado, José María Velasco, Felipe Santiago Gutiérrez y Antonio Ruiz El Corcito, entre otros artistas que oscilaron entre la pintura costumbrista y la académica, colocados paralelamente con casacas, monturas y distintivos militares de varios ejércitos; banderas, billetes y decretos circulantes durante estos conflictos; mapas, carteles y fotografías que atestiguan las transformaciones sociales, culturales y estéticas del siglo XIX, describen una realidad múltiple, encaminada a una prosperidad tan ilusoria y escurridiza como teóricamente tangible: así lo denotan las gráficas, objetos y herramientas relacionados con la Compañía Cervecera de Toluca y México, la cual posicionó a nuestra entidad como uno de los reductos industriales más importantes de América.

No obstante, la Revolución desvaneció la perspectiva progresista decimonónica e inauguró el ciclo de angustias propio de siglo XX. Mientras el resto del mundo –en particular, América y Europa– se debatía en oscuras conflagraciones, México recorría –según figura en grabados, periódicos, monedas y elementos representativos de la indumentaria de ese periodo– un sinuoso sendero –más peligroso de lo imaginado– alrededor de la conformación institucional, la democracia y la participación social libre, justa y soberana. La encarnación y la contextualización de este tránsito son, tal vez, los logros más definidos del Museo Torres Bicentenario, cuya visita puede desembocar en una sensación tan agridulce como –paradójicamente– alentadora: no todo está perdido; no todo puede recobrarse. Con un espacio destinado a una misteriosa cápsula del tiempo –puesto que su contenido no fue revelado–, una tienda de artesanías y una librería especializada en la –igualmente enigmática, pero más cercana al público– Biblioteca Mexiquense del Bicentenario, este nuevo recinto museográfico se perfila, en última instancia, como una invitación para sorprenderse y reflexionar –de manera personal o, con suerte, multitudinaria– alrededor de los festejos que consumieron, de modo desafortunado, el año que acaba de concluir.


* Texto originalmente publicado en el suplemento de aniversario de El Espectador, correspondiente a enero de 2011.

** La imagen que acompaña esta entrada es de Helmut Ruiz.