RSS

19 de febrero de 2008

Mejor, hablar de periodismo



Por Porfirio Hernández

Las ideas de José Luis Herrera Arciniega (Tasquillo, 1962) publicadas el mes pasado en El Espectador me dan vueltas en la cabeza. El escritor y periodista se refirió al desinterés de los diarios locales por la fuente cultural, cuya información se mantiene "porque puede ser útil para llenar espacios. O porque la prensa escrita no se atreve a despojarla totalmente de un lugar en sus planas"; pero lo que se publica es poco atractivo: "sólo por casualidad encontrará uno información reporteada por personal de los diarios, o noticias vinculadas con el trabajo independiente que […] se hace en el Valle de Toluca, de manera un tanto marginal".

Esa opinión es injusta. Si bien es cierto que los medios locales y los editores de cultura no otorgan un peso específico a la información de la fuente, hay excepciones que nos permiten albergar la expectativa de que tal discriminación será menor, básicamente porque los consumidores de información cultural no son sus principales víctimas. Me explico.

Los diarios Reforma Estado, Milenio (Estado de México) e Impulso, al igual que las versiones electrónicas de Cambio y El Informante, tienen secciones ya consolidadas con información de la fuente. Son espacios reducidos, pero constantes, que se alejan de la versión oficial única para dar paso a nuevos actores sociales.

Estos medios han puesto sobre la mesa nuevos temas de la agenda cultural, al informar sobre aspectos no tocados de la administración pública del ramo y la gestión de los promotores independientes. Sus reporteros son universitarios y poseen un bagaje de conocimientos más amplio que en otras épocas, con intereses más afines a su fuente de información, pues incluso forman parte del movimiento cultural diverso y plural de las nuevas generaciones.

Los suplementos y revistas culturales de las últimas tres décadas del siglo XX –Redes, Vitral, Tollocan en la cultura, Altiplano, Revista de la UAEM, Dos valles, La Troje, La Grapa, entre otros– recogieron la expresión literaria y artística de sus creadores, mas no ejercieron el periodismo informativo de los diarios locales; en este sentido, forman parte de la cultura escrita, no del periodismo.

Sin embargo, los lectores de diarios impresos tenemos hoy otras fuentes de información. El periodismo de la fuente cultural se publica en páginas web, bitácoras y boletines electrónicos, además de la prensa escrita. Así, cada vez hay más voceros, más reporteros, más lectores de aspectos específicos de la cultura.

Si extendemos el radar hacia las zonas Oriente, Norte y Sur del Estado de México, veremos que el abanico de opciones es bastante más grande. Es tanta y tan variada la actividad cultural del Estado de México, que no alcanzarían los medios –impresos y electrónicos– para darle cabida a esa información. Y precisamente por obra de esa necesidad de comunicación, éstos comienzan a expandir sus alcances y a adaptarse al gusto de sus lectores. Ahora es más fácil que la gente cree sus propios medios de información cultural y se satisfaga con ellos.

Los medios impresos cubren sólo un aspecto del aleph cultural. Sí, el periodismo escrito es sólo una faceta de ese gran mundo de acontecimientos comunicativos.

Es provechoso hablar del periodismo escrito, pero lo es más hablar del periodismo a secas: ¿cómo se hace y a través de qué medios? José Luis Herrera Arciniega, mi primer maestro de literatura y periodismo, tendría más que decir al respecto.


* Este comentario aparecerá en la página cultural correspondiente al mes de marzo.

12 de febrero de 2008

Prensa y cultura en la inercia




Por José Luis Herrera Arciniega

Me ubico en un nivel anecdótico: hace algunas semanas escuchaba en UniRadio –estación de la Universidad Autónoma del Estado de México, que se transmite en el 99.7 de la banda de frecuencia modulada– a un radioescucha que había acudido a dicha estación para compartir la música que a él le gusta. Como se trataba de un artista plástico, a la indagación sobre el origen de sus intereses creativos, respondió que le habían nacido a partir de que su padre había sido colaborador en un suplemento, que por error vinculó con un diario toluqueño al cual no pertenecía la citada publicación cultural.

Hablé a la estación para corregir ese dato, pues, atando elementalmente los cabos, me di cuenta de que se estaba refiriendo al suplemento Vitral, que se publicó a lo largo de los años 80 en el entonces Rumbo del Estado. De manera singular, dicho diario fue un tiempo propiedad privada, y, durante otro periodo, fue propiedad del gobierno mexiquense, hasta su cierre en 1991. Y con él vivió y murió Vitral, coordinado en su origen por el extinto Alejandro Ariceaga y después por el poeta Roberto Fernández Iglesias.

Tengo para mí a Vitral como el mejor suplemento cultural que se ha publicado en Toluca, por la diversidad de plumas que reunió, por su diversidad de temas, por dedicarse, en serio, a la difusión cultural. Pero no era impecable, y más de una vez pasó por bajones más o menos ostentosos. Lo malo es que no puede oponérsele otra publicación con semejantes condiciones y, además, con un tiempo de duración similar.

Mas no es mi propósito quedarme en la nostalgia sobre Vitral: que quede nada más como referencia para contrastar que, cinco lustros después, no hay un ejemplo en el periodismo toluqueño –por no querer abarcar al mexiquense– similar al de ese suplemento. Aunque, en rigor, el fenómeno no es privativo de los diarios en el Estado de México, porque tampoco en la llamada prensa nacional –que más bien es metropolitana– hay alguna publicación que pudiéramos equiparar con ese clásico suplemento Sábado, del unomásuno original. Tanto en Toluca como en otras partes estamos ayunos de suplementos de esa categoría.

En realidad, sufrimos un retroceso. Porque en la gran mayoría de los diarios locales la cultura sigue siendo considerada por sus editores en el mismo nivel que las notitas de "sociales", aquellas donde lo informativo se centra en el nacimiento de un crío babeante, o en la llegada a la inocencia –sea esto lo que sea– de una joven que acaba de cumplir quince años, o en el matrimonio de una pareja de ilusos que en un rato más andarán divorciándose en los juzgados.

Para colmo, lo que se nos ofrece como "información cultural" suelen ser comunicados originados en las dependencias oficiales del ramo, llámese Instituto Mexiquense de Cultura o Universidad Autónoma del Estado de México –fuera de ellas, parecería que no hay actividad cultural–, y sólo por casualidad encontrará uno información reporteada por personal de los diarios, o noticias vinculadas con el trabajo independiente que, es cierto, se hace en el Valle de Toluca, de manera un tanto marginal.

Tal desinterés por los temas culturales tiene que ver con la inercia: no se desaparece "la cultura" porque puede ser útil para llenar espacios. O porque la prensa escrita no se atreve a despojarla totalmente de un lugar en sus planas.

Quizás vamos hacia atrás. Quizás nada importa realmente nada. Y entre ello, la cultura, menos. ¿A quién le interesan los libros que se están publicando, los grupos musicales con mensaje propio, los teatristas y su esfuerzo por expresarse en los foros, etcétera?

Cuestión de inercia. Por eso alguien ha dicho: en esta región, la cultura se conserva inerte. Y uno pensaría que debería o podría estar, o está, viva.




*Texto correspondiente a la página cultural del mes de febrero.

El libro como material decorativo y sus evoluciones en la Red: la apuesta de Google libros



Por José Antonio Romero Reyes

Los libros son con facilidad sustancia fetichista: enamoran desde la vista. Se les toma, se les mira desde diferentes partes, se sopesan, se palpa el papel y se calcula de un solo vistazo el buen o mal gusto del editor; a veces se van a la casa pendientes de ser leídos, pero satisfechos de habernos llenado el ojo. Seguramente por eso, la muerte del libro, muy anunciada por los amantes de la tecnología, por convencidos feligreses de la comodidad y de la omnipotencia de la Red, ha sido retrasada durante muchos años.

Los libros son también vanidad esquizofrénica: finamente forrados en piel, con títulos en letras doradas y pagaderos en cómodos abonos a un año; así podrá gozar de un elegante adorno (¡un fino obsequio, caballero!) que rellene los vastos libreros del estudio, licenciado; la barnizadita de cultura que le da un tono distinguido a la casa. Pueden verse con facilidad las pretensiones de un hogar que busca parecer un set de telenovela: libros gruesos y elegantes (que nadie lee), un piano de cola (que nadie sabe tocar –el piano, por supuesto–), pretenciosos floreros (también pagados en abonos) y una enorme mesa de caoba que invade la sala y que no se usa por temor a que se maltrate. Así es la vida cotidiana de los libros en el dulce hogar.

El escritor obsesivo, el lector empedernido, a pesar del desorden y del cotidiano estado en ciernes de sus libros, también tiene a muchos de ellos en la lista de espera… hasta que un día se da por vencido y comprende que no alcanzará a leerlos. Matemáticas elementales nos desengañan: aún viviendo sólo para ello, difícilmente alcanzaremos a leer un poco más de diez mil libros en cuarenta años. Y, cuando la edad comienza a rebasarnos, hay que resignarnos: ser selectivos –muy selectivos– con lo que leemos, o conformarnos con la modesta perspectiva de ser un especialista en determinado tema de determinada rama de determinada materia y de determinado tiempo. ¿Conclusión?: sea por fetichismo, por vanidad o por sincero interés, los libros siempre nos superan, son más grandes que nuestro deseo.

En realidad uno acumula material en el librero no sólo por leer o por distraerse. Todo lo que está allí espera ser consultado, incluso las novelas y los poemarios. El librero ideal tiene de todo, como en el mercado. Sin embargo, resulta casi imposible ser dueño de un mercado; es más viable visitarlo y, mañosamente, esperar a que nos den la prueba de todo lo que venden. La curiosidad es el hambre que padece todo el que compra libros, y hay que asumirla sin vergüenza alguna: consulta lo que te venga en gana. En ese sentido, el Internet sí ha democratizado la visión del libro: vuelve a ser un espacio privado al que entra quien se siente verdaderamente llamado a leer. El libro deja de ser el artículo decorativo; o, exactamente lo contrario, se dispone tranquilamente a serlo, sin ningún remordimiento.

Google, uno de los buscadores en línea más concurridos, en su versión beta –es decir, de demostración–, se propone un ambicioso proyecto que nos permite el paso libre al mercado y sus sabrosas pruebas. Sabemos bien que no vamos al mercado a comernos un kilo de manzanas: golosos por naturaleza, queremos una rebanada y probar todo lo que hay. Google libros, como en el mercado, nos deja hojear los libros que se nos ocurran (gran placer hojear un libro, realizar el refinado fraude de robarle tiempo al librero y desalentarse o interesarse con lo que tenemos en las manos) y, al mismo tiempo, nos permite acceder a libros descatalogados. Y esto nos da un final más feliz y rápido que el de años de afanosos esfuerzos por las librerías de viejo; lo mismo sucede con los escritores que no cuentan con los recursos o con la confianza de los editores para apostar por un novato. No obstante, al final, la realidad y el Internet nos conducen al mismo desengaño: no podemos probar absolutamente todo, el tiempo no alcanza.

La oferta de Google libros es muy interesante, pues entre las bibliotecas participantes se encuentran la Biblioteca Pública de Nueva York, la Biblioteca de Cataluña y la Biblioteca Estatal de Bavaria. Además, cuenta con la colaboración de algunas universidades prestigiosas, como la Universidad de Gante; la Universidad de Keio, en Japón; la Universidad de Mysore, en la India; la Universidad Complutense de Madrid, en España; la Universidad de Oxford, en Inglaterra, y las universidades de Harvard, Princeton, Columbia, Stanford, Cornell, Texas, Virginia, Wisconsin-Madison, Michigan y California, en Estados Unidos. En México, la UNAM ha dispuesto para Google libros todo su catálogo de publicaciones correspondiente a 2007 y se ha comprometido a actualizarlo cada mes. Con estos recursos, ha conseguido digitalizar un millón de volúmenes, cifra que no representa casi nada comparada con los quince millones que pretende recopilar durante la próxima década. Hay libros que sólo dejan mirar y nos dan acceso parcial (de veinte a cien páginas en promedio, suficientes para decir "¡paso sin ver!" o "¡tengo que comprarlo!"); otros materiales, sobre todo de historia, vienen completos y en formato PDF. Bravo por el proyecto, visite Google libros y su hambre será saciada (o estimulada, como todo gran placer).





* Texto correspondiente a la página cultural del mes de febrero.