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10 de febrero de 2012

La renovación periférica: transformaciones narrativas en El cuerpo en que nací, de Guadalupe Nettel, y Los ingrávidos, de Valeria Luiselli



Por Margarita Hernández Martínez


Surgida –desde una perspectiva estrictamente formal– en el centro de vigorosas turbulencias identitarias –entre la glorificación del pasado prehispánico, la abominación de la historia colonial y la perplejidad de un presente colmado de carencias–, la literatura latinoamericana ha experimentado una transformación tan pausada como asombrosa: de los inverosímiles infortunios de El Periquillo Sarniento –quizás la novela fundacional de la narrativa mexicana– a la dinastía con cola de animal de Cien años de soledad –sin duda, la novela representativa de una tendencia que encarna las paradojas creativas del subcontinente–, pasando por los retratos urbanos pluriculturales inaugurados, con variada fortuna, por La región más transparente –tal vez, la única novela valiosa de un autor desvirtuado como opinólogo convenientemente universal–, ha depurado sus recursos lingüísticos, reconfigurado sus modelos, renovado sus influencias y multiplicado sus líneas temáticas y argumentativas. Así, durante las últimas décadas, ha derivado en la producción de algunas propuestas experimentales, rebosantes de frescura y capaces de trascender los tópicos clásicos –la dicotomía entre civilización y barbarie, los exuberantes encantos del costumbrismo, la exposición de ambientes mágicos y la recurrencia de expresiones dialectales–, para introducirse en atmósferas más amplias, de raigambre ocasionalmente cosmopolita y aliento auténticamente contemporáneo.

Si bien no existe nada nuevo bajo el sol, desde estas oscilaciones entre la tradición y la ruptura, que no niegan ni sacralizan sus raíces, la nómina de escritores latinoamericanos ofrece una apertura de géneros y enfoques pocas veces vista en estos territorios. Ante la ausencia de escuelas y movimientos estéticos –lo cual concede tantas libertades como ataduras–, los autores se hermanan alrededor de rasgos comunes, que fluctúan entre una rigurosa formación académica –con intereses paralelos por la crítica y el ensayo, más allá del ejercicio artístico– y una trayectoria periodística en diversos espacios –desde diarios y revistas de las más diversas materias–, traducidas en un dominio del lenguaje que salta sobre divergencias que, antaño, determinaron –deplorablemente– un conjunto de corrientes artísticas.

Después del realismo mágico, el real maravilloso, el auge de la literatura escrita por mujeres y la imitación regional de obras canónicas para la literatura extranjera –como Manhattan Transfer, una novela que cobró características revolucionarias entre los subcontinentales–, la creación latinoamericana ha llegado a un momento de densidad inventiva en el que vale la pena profundizar, precisamente, por su novísimo arraigo en la literatura internacional y sus repercusiones en el ámbito local. De esta manera, mientras el Estado de México se debate entre el abandono de las formas consagradas y la metamorfosis de modalidades ya solidificadas en aires ultramarinos, dos mexicanas han publicado los testimonios de aventuras personales que adquieren –mediante mecanismos narrativos de una concisión imprevista– tintes de evidente generalidad.

En El cuerpo en que nací, Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973) despliega las peculiaridades de un universo novelístico indiscutiblemente propio, tan vigoroso como turbador y tan saturado de sensibilidad como de elementos subversivos –que simplifican la forma y enriquecen el fondo–. Tras la aparición de Juegos de artificio (curiosamente, por el Instituto Mexiquense de Cultura), El huésped y Pétalos y otras historias incómodas, esta doctora en Ciencias del Lenguaje –varias veces galardonada, en México y en Francia– ha dejado clara su atracción por las identidades marginales, envueltas en circunstancias que se alejan, paulatinamente, de la parcela movediza que corresponde –con fines de mero control individual y colectivo– a la normalidad.

Concebida como una especie de autobiografía precoz convertida en relato iniciático, la novela se desarrolla alrededor de la atípica infancia de la autora –quien nació con un defecto visual que resultó menos trágico que revelador–, para reflexionar, desde un torrente lingüístico de alta precisión –similar a un escalpelo monológico, más que confesional–, sobre los componentes absurdos de una sociedad –y una ciudad– monstruosa, que devora las irregularidades hasta provocar escozor en el propio cuerpo. Situada en los años setenta y ochenta –en Latinoamérica, las décadas de las dictaduras, los exilios y los afanes progresistas–, entre la abundancia de los matrimonios abiertos, las escuelas activas y las comunas hippies, la narradora descuella con una voz salpicada de humor negro, que interpreta la realidad desde sus vertientes más crudas y periféricas. De este modo, no se limita a exponer una historia de iniciación y aprendizaje, sino que plantea la construcción de una mirada literaria particular, ajena a las estridencias y la pirotecnia verbal, cuya sabiduría vital radica, en las palabras de Nettel, en la habilidad para manifestar “una apología de la belleza insólita”.

Con una estética semejante –pero un trasfondo formal empapado en factores fantásticos–, Los ingrávidos, de Valeria Luiselli (Ciudad de México, 1983), centra su discurso –también inquietante y libre de imposturas retóricas– en la elasticidad del tiempo, el espacio y la personalidad. Una editora residente en Nueva York –transformada, después, en madre y ama de casa– y un fantasmagórico Gilberto Owen –refigurado, antes, en un poeta que asiste al ocaso de sus deseos, en el Harlem de los años veinte– unen sus voces para sondear, a través de vértebras fragmentarias –apenas un nudo de breves y afiladísimos vocablos– en los temas que han preocupado al arte desde sus orígenes: la vida, la muerte y el amor, iluminados a trompicones por la consciencia de la finitud humana y la incertidumbre de la locura, que parece penetrar a quienes se explican el mundo y sus incongruencias a través de la ficción.

Provista de una consistencia impropia de las primeras novelas –que sólo en contados casos escapan de la apasionada nebulosa de su lenguaje–, esta estudiante de doctorado exhibe, entre párrafos delirantes y líneas cercanas al epigrama, una colisión de personajes indefinidos, cuyo anonimato ahonda en la incapacidad de forjar una existencia lineal, pues ésta se encuentra permanentemente atacada por la memoria, la fantasía y los universos alternos, desde el metro neoyorkino hasta la literatura –sea como creador o como lector; como traductor legítimo o apócrifo–. Así, la propuesta inicial –“una novela horizontal, contada verticalmente: una novela que se tiene que escribir desde afuera para leerse desde adentro”, repetida como una letanía, a veces alegre y otras cruel– se subvierte hasta alcanzar, también, la subyugante belleza de lo inútil: de la libertad de asumir la narrativa sin imposiciones de identidad o de exaltaciones falsas.


Valeria Luiselli (2011), Los ingrávidos, Sexto Piso (col. Narrativa), España.
Guadalupe Nettel (2011), El cuerpo en que nací, Anagrama (col. Narrativas Hispánicas), México.


* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente a febrero de 2012.