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20 de diciembre de 2009

Declaración de patria (ensayito robado)


Desde su trasfondo humano, el arte es patria común. Por esta razón, compartir estos fragmentos de sensibilidad crea un aura íntima que, justo en estos momentos, estoy disfrutando mucho. Sin embargo, en algunos ambientes, hablar de arte significa extender una temblorosa nómina de autores, incapaz de sostenerse más allá de atalayas, defensas críticas y comentarios al vuelo. Oscilante entre ambos extremos, Leila Guerriero propone este ensayo breve, que aspira a destacar la sutil declaración individual que subyace en cada una de nuestras preferencias artísticas.


El lenguaje mudo


Piensa esto: piensa que lo primero que supo acerca de los libros fue, allá en la infancia, que así como había baños para niñas y baños para niños, había libros para niñas –Mujercitas– y libros para niños –Colmillo blanco, El faro del fin del mundo–, que eran, precisamente, los libros que ella leía y que despertaban, en los adultos, una mirada de caritativa sospecha, como si leer libros sobre fareros y hombres en tierras de lobos pudiera convertirla, a ella, en farero, en hombre, en lobo. Piensa eso la mujer en el vagón del metro mientras intenta ocultar la portada del libro que lleva sobre la falda. El libro es de una autora respetable –Melissa Bank–, pero tiene un título sospechoso –Manual de caza y pesca para chicas– y la mujer no quiere que nadie crea que ella es lo que ese título podría sugerir: una mujer en busca de marido siguiendo, para eso, las indicaciones de un tomo de autoayuda. En la infancia, piensa, era más fácil: había libros para niños y libros para niñas, y el que leía mucho podía parecer un poco raro, pero la lectura no era –además de un placer– especulación, carnet de club: señal de pertenencia.


***


Todo lector es dueño de un lenguaje encriptado que delinea las fronteras de su reino. En ocasiones ese lenguaje es fácil de entender y las fronteras del reino casi obvias: no es lo mismo decir Paulo Coelho que Mario Levrero; Sidney Sheldon que John Banville; La fortaleza digital que Yo el supremo; Isabel Allende que Grace Paley. Pero en ocasiones el lenguaje se pone muy sutil y entonces tampoco es lo mismo decir El palacio de la luna, de Paul Auster, que El libro de las ilusiones, de Paul Auster; ni decir Coetzee que Sándor Márai; ni decir Salinger y Bukowski que DeLillo y Pynchon; ni decir Pedro Páramo que Cien años de soledad.

La mujer del vagón tiene su propio lenguaje encriptado, pero se pregunta si será o no un prejuicio pensar que no hay excepciones a la regla que dice que nada bueno puede esperarse de quien responda “Juan Salvador Gaviota” a la pregunta “¿Cuál es tu libro favorito?”.


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Alguien parece interesante. De pronto dice: “¿Leíste El Código Da Vinci?”.

Alguien parece interesante. De pronto dice: “Estoy descubriendo a un autor buenísimo. Se llama Paul Auster. ¿Lo conocés?”.

Alguien se asombra: “¿Hermann Broch? ¿No será Brecht?”.

Alguien tiene una enorme biblioteca de libros fabulosos y se nota, enormemente, que jamás ha tocado uno solo de todos esos libros fabulosos.

Alguien, en medio de una reunión banal, siente, de pronto, necesidad de declamar no soy de aquí, no pertenezco, y contrabandea nombres como Georges Perec, Stefan Zweig, Yasunari Kawabata, y tuerce la boca con desprecio cuando alguien dice Murakami.

Alguien deja sobre la mesa de la sala, simulando una pila casual, una novela de Bolaño, un cómic de Art Spiegelman, dos ejemplares del New Yorker, un libro de fotos de Diane Arbus.

Alguien responde, a la pregunta por su libro favorito, El cazador oculto. Alguien piensa que es una respuesta obvia: un típico título de principiante.

Alguien responde, a la pregunta por su libro favorito, El país de las sombras largas, y alguien piensa Ada o el ardor, pero no dice nada, y sonríe, y siente que está bien: que no le importa.

Alguien entierra, tapia, esconde sus libros para salvarlos de la perdición: del fuego.

La mujer, ahora, se pregunta en qué momento los libros se transforman en banderas: en declaraciones de principios.


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Libros, instrucciones de uso: declarar en público que no se ha leído el Ulises y mucho menos En busca del tiempo perdido (eso, que era antes inconfesable, ahora se lleva mucho porque habla a las claras de alguien que ha leído tanto que puede declamar esa ignorancia sin ser tildado de bestia). No decir nunca nada malo sobre La conjura de los necios, de John Kennedy Toole (la misma regla es válida para cualquier título de Hunter Thompson, si se está en compañía de periodistas jóvenes). Evitar las siguientes discusiones, por peligrosas, con parejas queridas o amigos entrañables: a favor o en contra de American Psycho, de Breat Easton Ellis; a favor o en contra de Las partículas elementales, de Michel Houellebecq; a favor o en contra de Las correcciones, de Jonathan Franzen; a favor o en contra de Las benévolas, de Jonathan Littell. Mencionar, en cualquier reunión, al menos una vez a Berger, a Sebald, a Pessoa. Decir, cuando se tenga ocasión, que Sándor Márai es aburrido. Decir, con la vista perdida en el fondo de un vaso, que Truman Capote era manipulador. Decir, con un suspiro, que las novelas de Cortázar envejecieron mal, pero que en cambio, ah, sus cuentos.

La mujer se pregunta por qué todos los fotógrafos argentinos parecen haber leído Zen en el arte del tiro con arco, del alemán Eugen Herrigel; todos los arquitectos chilenos a Rimbaud; todos los músicos latinos a Castaneda. Se pregunta de dónde vienen, en qué momento se aprenden esas reglas.


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Sea como fuere, esto sucede una y otra y otra vez: la felicidad infantil de sumergirse en una conversación inesperada con un completo desconocido para descubrirse, horas después –y bajo toneladas hipercalóricas de “¿Leíste a tal?” “¡Sí! ¿Y leíste a tal?” “¡Sí! ¿Y leíste a tal?”– pensando que ese, sí, es el comienzo de una gran amistad.

Y, sea como fuere, esto sucede, una y otra y otra vez: la felicidad íntima de coincidir en Lorrie Moore, en Julio Ramón Ribeyro, en Rohinton Mistry, en Scott Fitzgerald, en los siete pilares y en toda su sabiduría y entender –una y otra y otra vez– que todos esos libros no son una lista arbitraria de amores y rechazos, una demostración de habilidades, la insidiosa bruma de un prejuicio, sino la contraseña que permite reconocer a otro habitante de una patria terca en la que, de todos modos, nunca ha vivido mucha gente. Y quizás, piensa la mujer, por eso importa. Porque los libros son una forma de decir no me confundan. Esta soy yo. En estas cosas creo. Esta es mi patria.



* La versión original de la imagen que acompaña a esta entrada también puede verse aquí.

15 de diciembre de 2009

Un recorrido por la plástica mexicana en el Museo de Arte Moderno


Forjadora de identidad, la plástica mexicana contemporánea constituye el resultado de un largo recorrido, desde la imitación de las tendencias europeas hasta la interpretación de la realidad nacional a través de una óptica cosmopolita. Así, ha saltado de la visión particular -el paisaje autóctono y concreto- a la aspiración universalista -la representación de conceptos abstractos-. En el camino, se ha aliado con tendencias políticas, creencias religiosas e innovaciones estéticas; de esta manera, se ha desarrollado en un panorama de insospechadas riquezas. La colección permanente del Museo de Arte Moderno del Estado de México recoge algunas de ellas; por ello, reproducimos el siguiente comunicado y los invitamos a conocer este espacio.


Un recorrido por la plástica mexicana
en el Museo de Arte Moderno


Toluca, Estado de México.- El Museo de Arte Moderno del Estado de México, adscrito al Instituto Mexiquense de Cultura, se concibe, ante todo, como un espacio en movimiento. De esta manera, no sólo da cabida a numerosas exposiciones temporales –que expresan, además, los vaivenes del arte contemporáneo–, también renueva periódicamente el contenido de sus salas permanentes. Así, con el montaje alternativo de 80 obras pictóricas en distintas técnicas y formatos, ilustra un conjunto de miradas –plurales, agudas y contrastantes– alrededor del mismo suceso: la interpretación y la crítica de la realidad mexicana, desde la Revolución hasta finales del siglo XX.

Este interesante recorrido abarca las tres primeras salas del citado recinto museográfico y ofrece un espacio de confluencia entre los estilos y las tendencias más representativas de la plástica actual. De este modo, comienza con una serie de piezas naturalistas y románticas, en las cuales se percibe la influencia europea en el arte nacional, específicamente en aquél surgido en la Academia de San Carlos.

Con paisajes, retratos e imágenes costumbristas de pintores tan importantes como Gerardo Murillo, Germán Gedovius, Alfredo Ramos Martínez, Fermín Revueltas y Roberto Montenegro, esta primera sala construye un panorama de óleos religiosos, filosóficos y simbólicos, cuya gran belleza figurativa se acerca más a la exploración de la técnica que a la profundización en los temas.

Sin embargo, el advenimiento de la Revolución motivó a los artistas mexicanos a involucrarse con la difícil realidad circundante. En consecuencia, la plástica nacional entró en un periodo de exploración y confrontación, que se extiende hasta mediados del siglo XX e incluye una variedad de corrientes abstractas y expresionistas.

Así, la segunda sala concentra las aportaciones de Julio Castellanos, José Revueltas, David Alfaro Siqueiros, Manuel Rodríguez Lozano y María Izquierdo. Al fondo de la sala, destacan dos óleos que resumen las oscilaciones entre la tradición y la renovación; entre el apego a los temas folclóricos y el descubrimiento de nuevas manifestaciones plásticas: se trata de Ofrenda, de Francisco Goitia, y Coloquio entre la niña y la Muerte, de Gabriel Fernández Ledesma. Con su óptica renovadora, su empleo del color y su tratamiento temático, ambos desvelan una concepción contemporánea de la identidad mexicana, que se consolida en los trabajos reunidos en la tercera sala del Museo de Arte Moderno.

En ella, las propuestas de Pedro Coronel, Raúl Anguiano, Juan Soriano, Francisco Toledo, Ricardo Martínez, Olga Costa y Guillermo Ceniceros conforman una especie de collage en el que se funden la reflexión y la creatividad; el imaginario artístico más antiguo –signado por la presencia de flora, fauna y habitantes locales– con la transformación inventiva de estos elementos. Paralelamente, las esculturas modifican su volumen para saltar de las figuras realistas a los experimentos abstractos.

Estas innovaciones escultóricas se encuentran, también, en el exterior de las salas, flanqueadas por el llamativo e impresionante Periplo plástico, un mural de Leopoldo Flores que, con una altura de nueve metros y una superficie de 1 100 metros cuadrados, recorre la historia de la humanidad. No obstante, estas obras se encuentran inscritas en el programa Discapacidad y cultura; así, no están destinadas únicamente a la contemplación visual. Se trata de un acervo que se puede palpar; por lo tanto, ofrece diversos tamaños, formas y texturas, los cuales se complementan con cédulas escritas en Sistema Braille.

Con estos rasgos, el Museo de Arte Moderno del Estado de México (ubicado en Boulevard Jesús Reyes Heroles 302, delegación San Buenaventura) plantea los criterios didácticos que rigen su estructura. Mientras el orden cronológico de las salas permanentes permite percibir los cambios en el arte de nuestro país, Periplo plástico los vincula con los orígenes de la humanidad y las áreas tiflológicas posibilitan el acceso a los visitantes con capacidades diferentes. De este modo, aspira a involucrarse con distintas clases de público, desde los jóvenes hasta los historiadores del arte. Así, se ha convertido en un foro excepcional, encaminado a revelar los logros creativos de la experiencia humana.







Vistas de Periplo plástico, de Leopoldo Flores,
en el Museo de Arte Moderno



Una escultura femenina;
al fondo,
Ofrenda, de Francisco Goitia

13 de diciembre de 2009

La variedad de la vida, en el Gabinete Zoológico del Museo de Antropología e Historia


A pesar de las transformaciones en su concepción de fondo, los museos siguen siendo una caja de sorpresas. A veces solitarios y abandonados, a veces poblados y efervescentes, continúan asombrando a quien se atreve a mirarlos con ojos renovados. Puede ocurrir con una sala, con una obra de arte, con un vestigio de otros tiempos, con una brizna de luz sobre la superficie. Por eso, es interesante revisar los aspectos más interesantes de algunos museos del Estado de México, esos cercanos desconocidos que, entre paredes e historia, resguardan memorias impensables. A continuación, un comunicado sobre el Gabinete Zoológico del Museo de Antropología e Historia, quizás una de las salas más apabullantes de este tipo de espacios.


La variedad de la vida, en el Gabinete Zoológico
del Museo de Antropología e Historia


Toluca, Estado de México.- El Museo de Antropología e Historia del Estado de México, adscrito al Instituto Mexiquense de Cultura, se distingue por la variedad y la riqueza de su acervo permanente. Así, abre sus puertas con un impresionante panel de imagen e identidad, conformado por 120 fotografías que despliegan un magnífico muestrario de los pueblos, paisajes, tradiciones y expresiones culturales más representativos de la entidad. Posteriormente, sus salas configuran una retrospectiva de las civilizaciones prehispánicas que se desarrollaron en el territorio estatal, seguida de un panorama general de la Colonia, la Independencia y la Revolución.

Entre sus más de 10 mil piezas, destacan dos colecciones montadas en el Gabinete Zoológico, una sala de pequeñas dimensiones dotada de características que invitan a la curiosidad, la imaginación y la fantasía. Inaugurado en septiembre de 2006 y concebido como una metáfora de los primeros museos de nuestro país, se inspira en una visión del espíritu científico del siglo XIX, signado por la tendencia a explorar la totalidad del universo para comprender cada una de sus partículas.

De este modo, engloba un gran conjunto de 2 mil 500 especies animales, desde diminutos insectos hasta imponentes mamíferos, pasando por diversas clases de aves y reptiles. La mayoría de estos ejemplares se hallan disecados; sin embargo, algunos se encuentran conservados en distintos tipos de resinas y soluciones acuosas.

En el centro de la sala destaca un extraordinario esqueleto de elefante, cuyo tamaño contrasta con las reducidas dimensiones de otras especies. Alrededor, en plataformas de madera policromada, un grupo de pavorreales asiáticos despliega la gracia y el colorido de sus crestas, mientras que gansos africanos, cisnes europeos, gallos sudamericanos y águilas mexicanas muestran la longitud y la belleza de sus alas.

De la misma manera, el Gabinete Zoológico abriga ocho especies de búhos, desde la lechuza real hasta el tecolote llanero, y cinco clases de garzas y de halcones, en las cuales se observan las sorprendentes variaciones de una misma estructura física. Paralelamente, destina un espacio a las aves en peligro de extinción, como las codornices moctezuma, y a las especies ya consideradas desaparecidas, como el carpintero imperial.

Con un enfoque similar, las vitrinas del Gabinete Zoológico se llenan de la sutileza de centenares de mariposas, tanto diurnas como nocturnas. Poseedoras de formas, colores y texturas que evocan la hermosura de la naturaleza, también desempeñan un papel relevante en la historia prehispánica, pues algunas funcionaron como representación de Xochiquetzal, diosa del amor, y de Itzpapálotl, diosa de la pasión carnal.

Más allá del aire, la sala se adentra en las maravillas del océano; así, recoge un amplio muestrario de estrellas, corales, peces, caracoles y tortugas, que conviven con anfibios, lagartos y otros reptiles raros, como salamandras y ajolotes. Además, sus quince especies de serpientes trazan un mapa de la fabulosa biodiversidad mexicana, una de las más valiosas del mundo.

Por otro lado, el Gabinete Zoológico resguarda un catálogo de mamíferos en el que el esplendor de la biología se reúne con las curiosidades que producen algunos de sus errores. De esta manera, mientras consagra uno de sus exhibidores al asombroso proceso de gestación del ser humano -consecuencia de una larga e interesante transformación evolutiva-, también expone el embrión de un cerdo con dos narices, entre otras especies anómalas.

Finalmente, vale la pena recordar que este espacio constituye el resultado de la combinación de dos colecciones, que pertenecieron a Raúl Colín y Luis Camarena González, dos de los taxidermistas más importantes del Estado de México. Así, el mar, el cielo y la tierra conviven con piezas de gran valor histórico y estético, como el panhuéhuetl monumental, originario de Malinalco, y la escultura de Ehécatl, proveniente de Calixtlahuaca.

Durante estas vacaciones, sorpréndete con la variedad de la naturaleza y no dejes de visitar el Gabinete Zoológico del Museo de Antropología e Historia del Estado de México, que se encuentra abierto al público de martes a sábado, a de 10:00 a 18:00 horas, y los domingos, de 10:00 a 15:00 horas. Además, puedes aprovechar para conocer los museos de Culturas Populares y de Arte Moderno, que también se incluyen en el Centro Cultural Mexiquense, ubicado en Boulevard Jesús Reyes Heroles 302, delegación San Buenaventura, en las afueras de Toluca.





Vistas generales del Gabinete Zoológico





Vistas cercanas de las aves del Gabinete Zoológico



5 de diciembre de 2009

Viento nocturno: veinticinco años de poesía en el Valle de Toluca


Por Margarita Hernández Martínez

Dueña de una larga tradición antológica, la poesía del Valle de Toluca ha madurado entre la melancolía decimonónica y las contradicciones posmodernas. Lejana del aliento provinciano y –al mismo tiempo– del trepidante ritmo de las vanguardias urbanas, oscila entre la solidificación y el derrumbamiento del lenguaje; entre la reflexión, derivada del constante contacto con las propuestas literarias de la Ciudad de México, y la exclamación, emanada de las tendencias, todavía insuperadas, de siglos anteriores. De este modo, se inclina –en proporciones semejantes– hacia el debate y el desahogo; hacia la prolongación y la ruptura de las tradiciones líricas.

Entre estas bifurcaciones se sitúa No aceptamos ser iguales: 25 años, 25 poetas, una antología de doble propósito preparada por Sergio Ernesto Ríos. Por un lado, celebra el 25° aniversario del Centro Toluqueño de Escritores, probablemente la asociación civil vinculada con el arte más antigua y estable del Estado de México. Por otra parte, expone un centenar de poemas que, por su belleza o su capacidad para sintetizar el tiempo, el espacio y la visión de sus autores, manifiestan las preferencias estéticas que se han conglomerado en torno a este organismo. Así, despliega un cuarto de siglo de experimentación con la palabra, que abarca desde la fundación de la poesía local contemporánea hasta las posibilidades de renovación del género.

Inevitablemente deudor de Literatura del Estado de México, de Alejandro Ariceaga –esa antología célebre por su ambición histórica, incluyente y universalista, pero criticada por su aparente carencia de método–, No aceptamos ser iguales puntualiza sus límites desde las primeras páginas, impregnadas, por lo tanto, de preguntas a futuro. Aunque la selección de los autores no constituye sorpresa alguna, pues comprende a los becarios del Centro Toluqueño de Escritores en la categoría de poesía –sumados a los ganadores del Premio Tolotzin, convocado en 1983, y del Premio Estatal de Poesía Joven José María Heredia y Heredia, fallado veinte años después–, su repertorio literario ofrece asombros y sobresaltos.

En primera instancia, el volumen se concentra en los libros publicados tras la conclusión de las becas correspondientes; así, recoge la versión inicial de poemas que, sumidos en el impetuoso oleaje de las reediciones, han pasado por numerosas metamorfosis, desde la estructura hasta la disposición de los versos. No obstante, este regreso a los orígenes desemboca en una intensa interacción entre estilos y modalidades del lenguaje que, según señala Ríos, funciona como “retrato de lo heterogéneo, de lo diverso, de lo opuesto”.

Alrededor de esta idea, el también autor de Piedrapizarnik articula un conjunto de apreciaciones críticas que terminan por definir la identidad de la antología: después de examinar los vaivenes de la poesía toluqueña, se percibe la ausencia de “una identidad análoga o regional”, puesto que los textos, despojados de “referentes inmediatos” y “anécdotas tangibles”, “tienden a la introspección, al recorrido interior, a la inventiva bajo la superficie”. En consecuencia, saltan de registros lingüísticos decantados a usos híbridos y propositivos, de esquemas rígidos como el soneto a construcciones libres como la prosa poética, de temas paradigmáticos como el amor a controversias recientes como la concepción moderna de la democracia. Esta acumulación de disparidades revela la voluntad personal que rige a la creación poética en el Valle de Toluca. Por estos motivos, a los ojos de Ríos, genera “caracteres ensimismados”, destinados a contemplar “faunas cerebrales”. Para reforzar esta premisa, basta recordar algunas líneas de José Alfredo Mondragón: “alguien pasa la noche / embebido en un diálogo con su esqueleto / haciendo arqueología con sus sueños”.

Sin embargo, más allá de esta notoria pasión por las variedades y las conjunciones, la selección poética de No aceptamos ser iguales oculta sus criterios: pocas veces recurre a los poemas mejor logrados o más representativos de los autores, lo cual trasluce una investigación apresurada y restringida. De esta manera, no consigue trascender su naturaleza de lectura individual; tampoco logra rebasar su condición de simple antojolía. Aunque las páginas se dejan recorrer con placer y ligereza, no quedan claros los sentidos de inclusión y exclusión textual; al contrario, parece que se agrupan alrededor de un gusto particular, definido por una inclinación formal y cosmopolita.

Empero, esta característica no produce, necesariamente, un ejercicio de revisión y reescritura de mala calidad; de hecho, constituye el corazón de las antologías personales. Quizás para pulir el pasado y evitar la tentación del séptimo libro –el sexto, Las vestales del naranjo, todavía permanece inédito–, Félix Suárez presenta También la noche es claridad. Antología poética (1984-2009), volumen que depura, condensa y reconstruye veinticinco años de una trayectoria escritural determinada por la brevedad, la contención emocional y la inspiración clásica, desplegada tanto en un puñado de revistas nacionales y extranjeras como en La mordedura del caimán, Peleas, Río subterráneo, En señal del cuerpo y Legiones.

De este modo, más que un trabajo recopilatorio, se configura como un libro nuevo, que busca destacar la continuidad entre los resultados de la beca del Centro Toluqueño de Escritores y sus últimos poemas, publicados en Castálida y La Colmena. En el camino, versículos, epigramas y endecasílabos de imprevista transparencia se entrelazan con un lenguaje atemperado entre la perplejidad, la acidez y la desesperación, que converge –según afirma Oscar Wong– en “un dejo de fugacidad voraz, de perenne llama enfurecida, de ceniza victoriosa”. Con estos elementos –explica el autor de Yo soy el mar–, los poemas “concilian y revelan la excitación memoriosa”, la cual recala “en la embriaguez de lo múltiple y pretende no la salvación, sino descubrir la luminosa caducidad de la existencia”.

Sin embargo, tras los placeres de Ítaca anunciados en la contraportada, vale la pena detenerse en cada derrotero del viaje. Éste excluye la mayor parte de los poemas de La mordedura del caimán –con los que, al parecer, el autor ha dejado de identificarse– y, paradójicamente, engloba algunos textos marginales, de circulación muy limitada. Así, representa el resultado de un largo experimento, a caballo entre la reescritura y la decantación, pues sus reediciones implican un obsesivo proceso de reordenación, más cercano a la circularidad estilística y temática.

Por lo tanto, la propia mano de Suárez se esfuerza en construir una especie de epopeya lírica –un canto razonado y, al mismo tiempo, fatalmente desbocado–, enmarcada entre palabras silenciosas y vacíos colmados de sentido. Así, alcanza sus mejores momentos en la captura sucesiva del gozo de los sentidos y de la angustia por la fugacidad, emparejados con alusiones mitológicas e intertextos líricos. En ellos, se traduce su interés por interactuar con la literatura universal y por desvelar la condición humana, más allá de las fronteras del lenguaje y de las tradiciones estéticas. Sin duda –a pesar de las omisiones y las transformaciones–, la aparición de También la noche es claridad reafirma su lugar como uno de los poetas más sólidos e influyentes del Estado de México, capaz de encontrar, en el balbuceo y la desmesura, la palabra certera.



Ariceaga, Alejandro (comp.), Literatura del Estado de México. Cinco siglos: 1400-1900, Gobierno del Estado de México / Instituto Mexiquense de Cultura, Toluca, 1993.
Ríos Martínez, Sergio Ernesto (comp.), No aceptamos ser iguales: 25 años, 25 poetas, Centro Toluqueño de Escritores, Toluca, 2009.
Suárez, Félix, También la noche es claridad. Antología poética (1984-2009), Praxis, México, 2009.



* Artículo originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente al mes de diciembre

* La imagen que acompaña a esta entrada proviene del proyecto Visual poetry y puede verse aquí