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6 de abril de 2012

La ceniza victoriosa: iluminaciones derrotadas en El amor incluso, de Félix Suárez, y Cacerías [Blanco], de Oliverio Arreola



Por Margarita Hernández Martínez


En No aceptamos ser iguales: 25 años, 25 poetas –antología que concentra un cuarto de siglo de expresiones líricas, personalmente épicas, gestadas y publicadas en el Valle de Toluca–, Sergio Ernesto Ríos (Toluca, 1981) arroja –con la arrebatada contundencia de quien ha abandonado el apacible glóbulo de la cultura local para atestiguar la imprevisible multiplicación del tejido internacional– un conjunto de afirmaciones tan certeras como inquietantes: si los escritores mexiquenses han cultivado un signo común –más allá del arraigo identitario característico del siglo XIX–, éste radica en una preferencia, casi sintomática, por “la introspección, el recorrido interior y la inventiva bajo la superficie”.

Desde su perspectiva, una suma de personalidades “ensimismadas y abstractas” se desprende de cualquier “referente inmediato, paisaje, ciudad o anécdota tangible”, para proponer su discurso –oscilante entre la luz y la pirotecnia– en torno “al mar, la naturaleza, la fauna cerebral, los estallidos intimistas y los símbolos subjetivos”. De la misma manera, si existe un tópico transversal –que entrelaza las continuidades y las rupturas inherentes a toda tradición poética, desde la fragua del lenguaje hasta la configuración contemporánea de sus modelos–, éste gravita alrededor del amor, que asume, a partir de este panorama, una concepción predominantemente racional, más cercana al intelecto que a la materia; a la perfección formal que a la espontaneidad; al impulso definitorio que a la acción.

Dos recientes libros de poemas confirman –y, como obras artísticas detonadoras y depositarias de su propio enfoque estético, contradicen– estas sentencias: El amor incluso, de Félix Suárez (Ixtlahuaca, 1961), y Cacerías [Blanco], de Oliverio Arreola (Villa de Allende, 1974), comparten tópicos –el amor, visto como eterno combate y segura derrota–, intenciones –su exploración individual, proyectada hacia el coro del aparente anonimato universal– y reconocimientos públicos –el primer Premio Literatura del Estado de México y la décima edición del Premio Nacional de Poesía Amado Nervo, respectivamente–. Empero, se distancian en el tratamiento estilístico del lenguaje –testigo de una impronta innegablemente personal, tras décadas de oficio riguroso–, la asunción de un cosmos de imágenes recurrentes –intuido ya desde sus primeros trabajos, editados por el Centro Toluqueño de Escritores– y la –posible, pese al aliento individual de cada texto– estructura narrativa de los versos.

Así, constituyen dos abordajes paralelos de un idéntico sustrato amoroso, que se ramifica –con una inusual fijación por la búsqueda de la belleza, abrevada de los numerosos resabios de la literatura grecolatina– en el extático descubrimiento del cuerpo, las asombrosas correspondencias emocionales y los furiosos estertores de la pérdida. Por lo tanto, despliegan dos rostros contrastantes –tendientes a la mutua completud– de la experiencia pasional, que apuntalan sus similitudes en la contención lingüística –entre la demoledora economía verbal y la libre manipulación de las especies retóricas– y los referentes concretos –entre la construcción de metáforas directas y la exposición de su situación geográfica, espiritual o metonímica–. De este modo, ambos volúmenes se sustraen de los juicios de abstracción ensimismada emitidos por Ríos y ofrecen, a cambio, una conversión del amor cotidiano que consigue equilibrar –a diferencia de incontables manifestaciones actuales– la sustancia poética con sus plausibles refracciones, en esa constelación indeterminada característica de la consciencia colectiva.

En El amor incluso, Félix Suárez decanta –con una paciencia ajena a cualquier estridencia de su exitoso trayecto literario, tanto en México como en el extranjero– una amplia conjunción de imágenes y significados, cuyos primeros atisbos se vislumbran desde La mordedura de caimán y Peleas. Quizás, por vez primera, este poeta, ensayista y editor concibe un libro sólo alrededor de una línea temática, más allá de una estructura poética y estilística –como sucede, con extraordinaria precisión y solidez, en Legiones–. Así, se desenvuelve con el singular aspecto de un comentario al margen; es decir, de una captación –casi instantánea– de los momentos transitados por la pasión carnal, la ternura conyugal y el desencuentro memorioso. Por estas razones, carece de una voz y una forma unitaria; en consecuencia, comprende las pluralidades expresivas que, desde hace treinta años, han poblado la escritura de Suárez.

De esta manera, las manifestaciones del amor se conglomeran en versos flexibles, desde un texto inaugural en prosa –que resume y desvela, desde los ojos serenos del autor, su naturaleza terrible y sagrada; divina y diabólica– hasta una sucesión de estrofas atemperadas en endecasílabos, alejandrinos escindidos y metros impares que trasminan su musicalidad habitual: breve y sentenciosa, más próxima al epigrama que al desbordado desvarío verbal de quien permanece encandilado ante su propio lenguaje. En este espacio formal, las metáforas amorosas convocan, según Oscar Wong (Tonalá, 1948), “un dejo de fugacidad voraz, de perenne llama enfurecida, de ceniza victoriosa”.

En efecto: el luminoso amor, impotente frente a su irrevocable caducidad, se estremece en sus vertientes dulces y terrenas –asociadas al cuerpo y a la tierra: flores, árboles y lluvias conviven con ropa de cama, con un hijo idílico y con mañanas, todavía, animadas por los pájaros– y, en intersecciones de gran intensidad, se exaspera en sus guerras y derrotas –ligadas al extremo de los animales en entidades inabarcables: las bestias aúllan en el alba, aquejadas de una “impávida dolencia”–. En último término, mientras la voz lírica se transforma en Adán, Edipo y Jesucristo; mientras atestigua sus incendios en Cartago, el Cairo y Bali, no parece olvidar su condición –interminablemente– ambigua: “todo lo que hacemos los hombres, / todas nuestras furias y batallas, / tienen acaso el mismo propósito al final: / volver al cuerpo amado”.

Por otra lado, en Cacerías [Blanco], Oliverio Arreola retorna a la metamorfosis del amante en animal –ya prefigurada, con extraordinaria armonía, en Pasión de caza–, para convertir la pasión –con la transparente exactitud de su nombre– en una gesta épica de conmovedoras consecuencias. Un tiburón tan poderoso como frágil –descrito con adjetivos fundidos, de interesantes evocaciones: “pielmacho”, “romperredes” y “abreocéanos”– simboliza los vaivenes del enamoramiento y la ausencia; en tanto, los monólogos –enunciados entre la circularidad y la letanía, a partir de frases anecdóticas y concretas– de una mujer –posteriormente, trocada en flor de múltiples sentidos–, dan parte de su dimensión terrena.

En la inmersión en un mar impredecible –como la vida, que se contrae y se relaja–, el discurso adquiere tintes narrativos –exentos, sin embargo, de cualquier tentativa ficticia– , fundados en el amor hecho combate, cuerpo a cuerpo, entre la cercanía y la ausencia; entre la certidumbre y la disolución; entre la finitud humana y la trascendencia emocional. Así, a pesar de la desolación subyacente, guarda aún una esperanza proverbial: “un implacable Poseidón de los Regresos” acecha la ligera inconstancia de la pareja –que se extiende, en ese afán intemporal, entre todas las parejas–, para anunciar que el amor persiste, más allá del desengaño: de la luz y la derrota.

Oliverio Arreola (2011), Cacerías [Blanco], Consejo Nacional para la Cultura y las Artes / Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Nayarit / Mantis Editores - Luis Armenta Malpica, Guadalajara.
Sergio Ernesto Ríos (2008), No aceptamos ser iguales: 25 años, 25 poetas, Centro Toluqueño de Escritores, Toluca.
Félix Suárez (2011), El amor incluso, Casas del Poeta / Mantis Editores - Luis Armenta Malpica / Homérica Editores, Guadalajara.


* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente a abril de 2012.