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30 de mayo de 2009

Una invitación (de sabores insospechados)



El 5 de junio, el accidentado homenaje a Antonieta Rivas Mercado -organizado por el Instituto Mexiquense de Cultura, la Fundación Ideas Libres y la Fundación Rivas Mercado- verá una de sus últimas actividades: una muestra gastronómica que promete devolvernos a los tiempos del Porfiriato y la Revolución; de la fiebre y la pólvora. Acompañada por una charla introductoria, esta degustación se llevará a cabo en el Museo José María Velasco, a las 19:00 horas, y servirá de colofón a la exposición que, hasta el 7 de junio, permanecerá abierta en el Museo Felipe Santiago Gutiérrez. Habrá que darse una vuelta. Y, sobre todo, recordar a Rivas Mercado, una de las primeras promotoras culturales de nuestro país. Para más detalles, basta hacer clic en la imagen.

Dos convocatorias



La Fundación para las Letras Mexicanas acaba de poner en circulación este par de convocatorias, que representan una excelente oportunidad para imaginar y ponerse a escribir. La primera es, quizás, la más llamativa: una de esas becas para no dedicarse a otra cosa que escribir, casi un sueño en el mundo que habitamos. La segunda es, quizás, la más retadora: escribir poesía para niños -especialmente para los niños contemporáneos- exige mucha habilidad y concreción. Vale la pena arrojarse y participar.

13 de mayo de 2009

Eduardo Osorio, una trayectoria en el Fondo Editorial del IMC


Las actividades artísticas del Instituto Mexiquense de Cultura, donde laboro, siguen canceladas. Sin embargo, la contingencia sanitaria no es pretexto para interrumpir nuestros comunicados de prensa. En estos días, hemos conversado con escritores, músicos y pintores que, desde diferentes vías, han desarrollado su trabajo cerca de esta institución. Así llegamos al repaso de tres obras relevantes en la trayectoria de Eduardo Osorio, una de las figuras representativas de la escena literaria local. A continuación les dejo el comunicado, que también aparecerá en algunos medios impresos.


Eduardo Osorio, una trayectoria en el Fondo Editorial del IMC


Toluca, Estado de México.- Nacido en Toluca en 1958, Eduardo Osorio ha forjado una sólida trayectoria literaria en el panorama local. Escritor y editor, presidente del Centro Toluqueño de Escritores, ha ejercido el periodismo en sitios tan dispares como Chihuahua, Guanajuato y Nuevo León. Ahí, ha desarrollado su propio sentido del lenguaje, el cual ha quedado plasmado en una decena de libros y plaquettes. Tres de ellos, que representan tres momentos medulares en su carrera, han sido publicados y promovidos por el Instituto Mexiquense de Cultura (IMC) y su antecedente directo, la Dirección de Patrimonio Cultural.

En mayo de 1986, pocos meses antes de la creación del Instituto Mexiquense de Cultura, Osorio publicó su primer libro, Cuentos breves para suicidas y enamorados, con el apoyo de la Dirección de Patrimonio Cultural. Surgido como respuesta a una convocatoria oficial para publicación de obra –la primera en su tipo, según recuerda el escritor–, encarna la suma de muchos años de experimentar con la minificción, un género literario que acentúa la conciliación entre dos grandes dudas del autor: la poesía y la narrativa. Por esta razón, es también el volumen en el cual, dice Osorio, “se concede mayores libertades creativas y temáticas, pues propone asuntos poco recurrentes, como textos de anticipación, bromas, anécdotas cotidianas y falsos cuentos chinos”.

Poco después, en 1990, el Instituto Mexiquense de Cultura se encargó de la edición de El año en que se coronaron los Diablos. Merecedor del Premio Nacional de Novela “Ignacio Manuel Altamirano”, este libro constituye una “propuesta para examinar la constante crisis urbana que aqueja a nuestro país”. Para Osorio, el crecimiento y la multiplicación de las ciudades ha desembocado en la expulsión de las personas que construyen y habitan el ambiente urbano. Al mismo tiempo, El año en que se coronaron los Diablos rescata algunos rasgos angulares del origen y la historia de Toluca, una ciudad que, para bien o para mal, “sólo se recuerda por el futbol y el chorizo”.

Por último, El enigma Carmen apareció a mediados de 2008. Esta novela, editada por el Instituto Mexiquense de Cultura e incluida en la Biblioteca Mexiquense del Bicentenario, es resultado de “un proceso literario con más elaboración e imaginación”, pues, a decir de su autor, incluye juegos fractales, estructuras y otros procedimientos –como técnicas teatrales y notas periodísticas– que conducen a la renovación del lenguaje.

El propósito, según lo plantea Osorio por boca de uno de sus personajes, radica en que “el espectador imagine y no sea un robot frente a lo que lee”; es decir, que seamos capaces de aventurarnos en el texto, formular hipótesis y obtener nuestras propias conclusiones. Con esta idea en mente, señala que, después de varios años, sólo percibe lo que ha escrito “en función de lo que piensan los lectores”.

Estas obras de Eduardo Osorio se encuentran disponibles, a la par de un amplio catálogo de publicaciones, en la Librería del Estado de México (en el Centro Cultural Mexiquense, Boulevard Jesús Reyes Heroles 302, delegación San Buenaventura, en las afueras de Toluca), la Librería Educal (a un costado del Museo José María Velasco, Sebastián Lerdo de Tejada 400, esquina Nicolás Bravo, a unos pasos de los Portales) y la Galería del Museo de la Acuarela (Melchor Ocampo 105, frente a la Alameda).


* La fotografía de Eduardo Osorio proviene del sitio oficial del Centro Toluqueño de Escritores, que puede consultarse aquí.

9 de mayo de 2009

Mayo, un festejo de pluralidad


Por Margarita Hernández Martínez

Mayo ofrece toda clase de celebraciones: desde el Día del Trabajo hasta el Día del Maestro; desde el nacimiento de Salvador Dalí hasta la muerte de Felipe Villanueva; desde el triunfo del ejército mexicano en la Batalla de Puebla hasta la llegada de Vasco de Gama al puerto de Calcuta. Pese a sus resonancias históricas e, incluso, tradicionales, ninguno de estos festejos captura con mayor fidelidad la esencia de la sociedad moderna como el Día de la Libertad de Expresión, el 3 de mayo, y el Día Mundial de la Diversidad Cultural, el 23.

El primero de ellos surge como una iniciativa civil y desemboca, afortunadamente, en un programa institucional. El 3 de mayo de 1991, un grupo de periodistas africanos se reunió en Windhoek, capital de Namibia, para participar en un seminario regional centrado en la formación de una prensa independiente y pluralista. Las declaraciones emanadas de este encuentro se convirtieron en los primeros pasos para defender la integridad de los medios de comunicación y, en consecuencia, de las sociedades a las cuales se dirigen.

A partir de estos documentos, la Asamblea General de las Naciones Unidas declaró, el 3 de mayo de 1993, la conmemoración del Día Mundial de la Libertad de Prensa. Éste, por extensión, se ha convertido en una piedra de toque para evaluar y defender el derecho individual –y general– de emitir toda clase de opiniones, en un marco de independencia y respeto. Por estas razones, en los últimos años, los medios de comunicación han ganado variedad y se han convertido en un mosaico capaz de captar los matices de la existencia humana. Al mismo tiempo, sus canales de acción se han diversificado y han emprendido una interesante travesía del papel a la pantalla plana, que ha jugado un rol crucial en el acceso masivo a la información.

Oscilantes entre el pensamiento privado y la exposición pública, estas transformaciones no se han limitado a satisfacer una necesidad personal –enfocada a formular y transmitir nuestras percepciones del mundo–: han permitido establecer y consolidar la democracia en países de todos los continentes. El reconocimiento oficial de la libertad de expresión ha contribuido, por supuesto, a la difusión de distintas corrientes de pensamiento, alrededor de las cuales se ha erigido un nuevo modelo de discusión y toma de decisiones. En un sentido semejante, los medios de comunicación libres desempeñan una función central en la erradicación de conflictos sociales tan fuertes como el racismo y la xenofobia.

De este modo, la libertad de expresión no se reduce a un privilegio de la prensa, el radio, el internet y la televisión: su rol social resulta mucho más dinámico. Impregnada de una evidente fragilidad –que puede desembocar en nuevas mordazas o en una perjudicial verborrea–, constituye un canal para avivar la curiosidad y la investigación; para externar sus resultados sin mayor preocupación que encontrar los foros de divulgación adecuados; para propiciar el diálogo sin mayor interés que el enriquecimiento intelectual. Por estos motivos, la defensa de la libertad de expresión es también un puente para saltar a la diversidad, que es justamente lo que se celebra el 23 de mayo.

Las sociedades contemporáneas representan el fruto de grandes migraciones, mestizajes imprevisibles y asombrosas circulaciones, desde el ámbito geográfico hasta el espiritual. Por lo tanto, no es casualidad que la cultura haya cobrado una impactante diversidad, la cual se ha sujetado a destinos prácticamente opuestos, desde la uniformidad medieval –responsable, en Europa, del surgimiento de desiertos intelectuales– hasta la multiplicidad moderna –encarnada en la apertura de los medios de comunicación–. Titubeante entre la tradición y la ruptura, entre la renovación y la extinción, la diversidad cultural comprende la memoria viva de los pueblos; en consecuencia, depende del tiempo y del entusiasmo de sus comunidades de origen. Portadora de la fecundidad del espíritu humano, recuerda nuestra capacidad creativa y acentúa las diferencias que, inevitablemente, acrecientan sus riquezas. Por lo tanto, exige una atmósfera de comprensión, de diálogo y, sobre todo, de respeto.

Por estas razones, la Asamblea General de las Naciones Unidas proclamó, en 2001, el Día Mundial de la Diversidad Cultural. Inicialmente enfocado a proteger el acervo cultural de las comunidades humanas, ha contribuido al planteamiento de nuevos instrumentos normativos y a la definición de políticas nacionales e internacionales. Así, su auténtica aportación radica en elevar a la diversidad cultural, con todos sus matices, al rango de patrimonio común. De esta manera, ha repercutido en la conservación de danzas, cantos, vestimentas y tradiciones que, frente a la homogeneización y el repliegue identitario, han perdido presencia en sus sociedades de origen.

Por otro lado, el interés de estas medidas no se limita a ponernos en contacto con nuestro pasado; de hecho, ofrecen un panorama más amplio para el futuro. Mientras contribuyen al florecimiento de la democracia y la participación pública –que se derivan, en resumen, de la exposición y la discusión de distintos puntos de vista–, facilitan un clima favorable para la creatividad, pues toda obra humana parte de un sustrato tradicional. En otros términos, la diversidad cultural conjuga las infinitas –e inasibles– variaciones de temas tan antiguos como el amor, la vida y la muerte; paralelamente, engloba las interpretaciones más cotidianas alrededor de estos tópicos.

En una sociedad que encasilla a la cultura en los libros, los conciertos, las obras teatrales y otras manifestaciones inaccesibles y extraordinarias –es decir, aisladas de nuestra vida cotidiana–, el Día Mundial de la Diversidad Cultural destaca como una buena oportunidad para recordar que, en realidad, la cultura reside en nuestra forma de hablar, de vestir, de vivir y de aprehender el mundo; en los trabajos que desempeñamos y en las diversiones que ocupan nuestro tiempo libre; en las casas que habitamos y en los lugares públicos que recorremos; en las palabras que decimos y los silencios que asumimos; en nuestra concepción de la belleza y del arte. Comprender y atesorar las vertientes que asume la cultura y expresarlas de manera libre son, quizás, las únicas vías para acceder hacia una convivencia más armónica, más afortunada, de auténtica luz.


* Texto originalmente aparecido en la Agenda Cultural AcéRcaTE de mayo, publicación oficial del Instituto Mexiquense de Cultura que puede conseguirse gratuitamente en museos, restaurantes e instituciones educativas de Toluca.

* La fotografía corresponde al Monumento a la Libertad de Expresión erigido en Málaga, España. La imagen original puede verse aquí.

Para aullar y no dormir


La contingencia sanitaria (certera o no) arrasó con las actividades culturales que, abundantes, se tejen en mayo. En consecuencia, el Centro Toluqueño de Escritores y la Cofradía de Coyotes proponen, en distintos puntos de nuestro -aún- estado paralizado, seguir cultivando los sueños de la literatura; seguir cosechando aullidos e insomnio. Así, la primera de estas organizaciones ha mantenido viva la tradición del Festival Internacional de Cuento Brevísimo a través de un blog que recoge, gracias a Cazaimagen y al esfuerzo de escritores como Eduardo Osorio, José Luis Herrera Arciniega y Abelardo Hernández Millán, las minificciones que, año con año, animan el aniversario de este espacio de expresión.

Por otro lado, Eduardo Villegas Guevara, el Coyote Mayor, sugiere un movido calendario de presentaciones de libros. El 15 de mayo, Hugo César Moreno Hernández acudirá , a las 20:00 horas, al Colegio de Saberes (Berlín 39, a unos pasos del metro Cuauhtémoc, en la Ciudad de México) para presentar Cuentos cortos para acortar el domingo, con comentarios de Gonzalo Martré e Ignacio Trejo Fuentes. El 16 de mayo, el Faro de Indios Verdes (Huitzilihuitl 5, colonia Santa Isabel Tola, a unos pasos del metro Indios Verdes) recibirá una de las etapas del Festival Internacional de Cuento Brevísimo. El maratón comenzará a las 12:00 horas.

Por otro lado, el 20 de mayo, Gonzalo Martré celebrará sus ochenta años en el camino de la escritura en la Sala Adamo Boari, del Palacio de Bellas Artes. La cita es a las 19:00 horas y contará con la participación de Vicente Francisco Torres, Oscar Casio González, Dionicio Morales, René Avilés Fabila e Ignacio Trejo Fuentes. Finalmente, el 21 de mayo, Emiliano Pérez Cruz, José Francisco Conde Ortega, Germán Aréchiga y Sergio García se reunirán a las 17:00 horas en el Centro de Lectura Condesa, para animar un ciclo de conferencias denominado Neza en la Condesa.

Más allá de estas actividades, existen muchos pretextos para no dejarse avasallar por la -cada vez más dudosa- contigencia. A seguir disfrutando de la literatura, más viva en los instantes de miedo y crisis.

2 de mayo de 2009

El leve corazón: de Marguerite Duras a Milan Kundera


Por Margarita Hernández Martínez

Para Milan Kundera (Brno, 1929), la idea contemporánea del amor conlleva algo de ridículo. Para Marguerite Duras (Saigón, 1914 - París, 1996), se desarrolla en un lenguaje incandescente. Metáfora o transgresión; invasión del cuerpo privado o recuperación del Edén subvertido; el amor se insinúa, desde la más añeja tradición cultural, como vía de acceso a nuestra trinchera originaria: el consuelo de la soledad, la cercanía de los cuerpos, el ejercicio de la fertilidad, la posibilidad de plantear un afán y un destino. Sin embargo, en la sociedad contemporánea, también se ha convertido en piedra y tropiezo; en cárcel y rápida carencia. Por tanto, su reciente condición pasajera ha generado toda clase de discusiones, desde la psicología renovada hasta las artes antiguas.

Acunado en Provenza y arrullado por la corte de Leonor de Aquitania, el amor nació en la literatura; de ahí que su representación artística se encuentre indisolublemente ligada a su fortuna. En el trajín de las palabras, el amor se ha transfigurado, de atracción fatal e irresistible entre un audaz caballero y una dama casada, en laberíntica controversia entre pasión y razón; en conflicto histórico permeado de máscaras y complejidades.

Para volver a comprenderlo –aunque sea desde una de sus múltiples vertientes–, habría que aventurarse en la poética personal de dos escritores que, desde su época –casi coincidente: entre la guerra y el exilio–, su perspectiva –en apariencia contradictoria: de la forcejeante convención a la atrevida ironía– y su visión de la literatura –como autobiografía ficcional o instrumento de exploración–, han destacado por su particular percepción del amor. El corpus de su obra literaria, gravitando entre la transgresión y el canon, consigue resumir las oscilaciones de la pasión amorosa y proyectar su influjo en la experiencia cotidiana. De esta manera, entre Marguerite Duras y Milan Kundera, se erigen las sombras de un leve corazón, capaz de abrigar las alas de la pesadumbre posmoderna.


En el ataúd de los cuerpos:
El amante
y El amante de la China del Norte


Dicta el lugar común que leer la obra de Marguerite Duras equivale a sondear en su propia personalidad. No obstante, una afirmación tan ligera olvida los matices de la ficción, gracias a los cuales esta densa autobiografía se transforma en un universo independiente, cuyas reglas se construyen alrededor de un conjunto de procedimientos literarios constantes: un lenguaje de transparencia lírica, una sintaxis cuidadosamente dislocada y una trama que gira eternizada en sí misma y explora, en los límites de la observación, el agotamiento de sus posibilidades.

Pese a esta suma de recurrencias –que le confieren un aura de aparente estatismo–, la poética de Duras toca sus extremos en dos novelas fundamentales: El amante y El amante de la China del Norte. Escritas con siete años de diferencia, representan dos polos que convergen alrededor del mismo tema: el amor iniciático y combativo entre una joven estudiante francesa –personificación ficcional de la propia Duras– y un maduro chino millonario.

En el primer caso, la narración se aproxima a las estrategias del nouveau roman; en el segundo, adopta un tono aclaratorio y confesional. En consecuencia, se transporta de la más pura experimentación –centrada en una ambigua combinación de narradores y en la superposición de planos alrededor de un mismo acontecimiento– a la serena decantación de técnicas específicas, con lo cual produce un estilo enteramente personal, inconfundible e intraducible.

Sin embargo, más allá de sus novedades estructurales, las obras de Duras ofrecen una visión más bien convencional del amor. Concebido como una pasión devastadora –ante la cual se pierde la dimensión de las defensas morales y los frenos sociales–, consume la voluntad de los amantes. Éstos, cegados por su deslumbrante intensidad, se dejan arrastrar hacia el mutismo, el aislamiento y la anulación de sus personalidades individuales, las cuales quedan diluidas en los tibios restos del lecho amoroso. En este sentido, las novelas de Duras encarnan los planteamientos teóricos de Amor y Occidente, ensayo publicado por Denis de Rougemont (Neuchâtel, 1906 - Ginebra, 1985) en 1938.

Famoso por exponer un canon –casi monolítico– para las relaciones pasionales, este tratado se articula desde la existencia de un amor obstaculizado e íntimamente desgraciado, opuesto al matrimonio y condenado al fracaso. Al mismo tiempo, establece al amor como una pasión totalitaria, que impide vivir más allá de sus fronteras. Por tanto, se acerca más a la soledad y a la transgresión que a la paz y a la felicidad –al menos en su interpretación más difundida y edulcorada–. Así, se torna una “emoción inconsolable” y, simultáneamente, petrificada, que debe su eternidad a la naturaleza imposible de su consumación. Quizás por ello, la narradora de Duras sentencia que, después del amor, es impensable renunciar “al ataúd de los cuerpos”.

Por otro lado, en El amante y El amante de la China del Norte, Duras traduce estas disquisiciones con un lenguaje tenso hasta la incandescencia, en el cual las desmesuras de la pasión, contenidas en una economía verbal cautivadora e intrigante, superan sus aparentes transgresiones. En efecto, aunque la trama insinúa que éstas se reducen a las edades, las condiciones sociales y el supuesto descaro de la narradora, sus auténticas innovaciones radican en la construcción de un personaje femenino capaz de verbalizar, con una voz exenta de sentimentalismos, su gozo y su dolor.

Este deseo de narrar, sumado a esta toma de existencia –puesto que, desde su origen, la palabra consigna la efectiva existencia de las cosas–, señala, además, el papel ideal concedido al lector: transformado en un voyeur, sólo observa lo que la narradora está dispuesta a mostrar. De este modo, también, Duras apuntala sus conceptos del arte y de la belleza: mirar y ser mirado; percibir, estructurar y entregarse al frenesí implicado en la sensualidad y la creación. Por ello, el amor, suspendido en la incertidumbre y la violación de los códigos establecidos, resulta esencialmente hermoso. Quizás sea éste el único juicio de valor que Duras se atreve a sustentar en la voz de sus personajes; constituye, al mismo tiempo, la idea que la distingue en el vasto panorama de la literatura amorosa.


El mito demencial:
La insoportable levedad del ser
y El libro de los amores ridículos


Más allá de las fronteras de la República Checa –de donde tuvo que huir hacia el exilio–, Milan Kundera ha sobrevivido a los oleajes literarios gracias a su irrefutable condición de best seller. Por esta razón, la lectura de sus textos se ha impregnado de innegables defensas críticas, las cuales han determinado ya una línea de temas, una interpretación y una tendencia ideológica que, para bien o para mal, han petrificado su estilo en el imaginario público. Sin embargo, el concepto del amor expuesto en la obra de Milan Kundera se revela oscilante y contradictorio, testigo de una larga evolución que, de algún modo, ha impactado en la sociedad moderna. Por ello, vale la pena adentrarse en dos de sus trabajos más conocidos: La insoportable levedad del ser y El libro de los amores ridículos.

La insoportable levedad del ser constituye una novela más o menos convencional, tanto en términos de planteamiento –pues conforma una reflexión lírica y filosófica, en cuyo curso se entrelazan cuatro personajes hábilmente definidos– como de extensión –a pesar de los saltos temporales, se sostiene hasta alcanzar la resolución de las anécdotas–. Por su parte, El libro de los amores ridículos reúne siete relatos, en los cuales la trama –a veces lineal; a veces compleja– se desliza entre el engaño y la ironía. Los contrastes entre estas narraciones resultan bastante evidentes: mientras el trasfondo estético e ideológico de La insoportable levedad del ser guarda numerosas similitudes con El amante –ambas se editaron por primera vez en 1986–, El libro de los amores ridículos rezuma originalidad y acidez.

Conformada por historias –aparentemente– alegres y desvergonzadas, esta compilación se deja poblar por personajes hedonistas que, en su recorrido por el amor y el sexo, se extravían en la frivolidad y la amargura; la frustración y la hostilidad. En este ambiente lúdico y festivo, los narradores de Kundera –desde múltiples voces y focos– confrontan los sucesos desde diversas perspectivas, entre la franca carcajada y la súbita indolencia. De este modo, establecen una interesante –y vital– transposición entre los seres deseados y la arrebatadora realidad. Y en este punto, se anuncia el hervor amoroso.

Carga dolorosa o destino inevitable, el amor aparece entre velos y claroscuros. Por ello, no es extraño que se traduzca en un lenguaje de perturbadora exactitud, emanado de una educación sentimental según la cual “lo único que puede dar la medida del amor es la muerte”, que, no obstante, se distingue por su naturaleza “hermosa y fortalecedora”. En consecuencia, se transforma en una pulsión originaria –social y culturalmente moderada, sin embargo– que asume distintas direcciones, de acuerdo con la construcción de los personajes.

Para los más jóvenes, el conflicto amoroso reside en la seducción y el descubrimiento del otro. Hombres y mujeres yacen, silenciosos, en orillas opuestas; por lo tanto, la conquista obliga a recurrir, más que al sentimentalismo de corazones lánguidos, a la fría inteligencia y a las luchas de poder. En cambio, frente al amor, los personajes maduros experimentan la pérdida del entusiasmo y la galanura física, empañada por el tiempo, el tedio y el matrimonio –quizás, el peor futuro para los amantes–. Así, el amor carece de posibilidades de sobrevivencia: dual y contradictorio; sarcástico e indecible, se encuentra condenado, como cada asunto humano, a la finitud.

Sin embargo, para Kundera, la pasión amorosa también se desarrolla bajo la influencia del eterno retorno, ese “mito demencial”, como consigna el narrador de La insoportable levedad del ser. Comprendida como un río de incontables bifurcaciones, la pasión surge de una sola metáfora –es decir, del arte y la belleza– y se extingue, sin rastro alguno, a la velocidad de un parpadeo. Este proceso, fascinante y absurdo a un tiempo, desemboca en el desencanto y la ironía. Por estas razones, en La insoportable levedad del ser y El libro de los amores ridículos, el amor no se reviste de un fin último; de esta manera, ni la belleza ni la felicidad tienen significado, al menos en el plano de la trascendencia filosófica. No obstante, Kundera aligera sus opiniones y se pregunta, desde la voz de sus personajes, “¿cómo es posible condenar algo fugaz?”. Tal vez en ello radiquen nuestras limitaciones para entender un fenómeno tan vasto y enriquecedor: como derivación de la naturaleza humana, escapa completamente a nuestra comprensión.


Marguerite Duras (2002), El amante, Tusquets (Fábula), México.
__________ (1991), El amante de la China del Norte, Tusquets (Andanzas), México.
Milan Kundera (2008), El libro de los amores ridículos, Tusquets (Maxi), México.
__________ (2003), La insoportable levedad del ser, Tusquets (Fábula), México.
Denis de Rougemont (2001), Amor y Occidente, Conaculta (Cien del mundo), México.



* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente al mes de mayo.