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24 de enero de 2010

Una convocatoria (con algo de prisa)



Si algo me apasiona del teatro es su capacidad -única y misteriosa- de sintetizar todas las artes en una sola propuesta, en una sola visión estética que sabe al flujo de la vida y a otra cosa, a la gota de eternidad que contiene la fuga del tiempo. De ahí surgen tanto la complejidad como la necesidad de analizarlo, más allá de la simple contemplación. Por ello -si cumplen con los requisitos-, no dejen de participar en este interesante encuentro, que también es un pretexto para viajar en otras miradas.



Universidad Veracruzana
Facultad de Teatro
Maestría en Artes Escénicas



Se invita a todos los estudiantes de posgrado
que realicen investigación sobre algún aspecto de las artes escénicas
a participar en el



Segundo Encuentro sobre
las Artes Escénicas, 2010



que tendrá lugar el sábado 6 de marzo de 2010,
en la Casa del Programa de Investigación
de las Artes de la Universidad Veracruzana
(Av. Paseo de las Palmas núm. 7, Col. Las Ánimas, Xalapa, Veracruz).



Participantes



Estudiantes de posgrados en Arte, Ciencias Sociales y Humanidades



Áreas



Teoría de las artes escénicas
Historia de las artes escénicas
Análisis de texto dramático
Creación de las artes escénicas
Procesos de formación en artes escénicas



Recepción de resúmenes y trabajos




Fecha límite de presentación de resúmenes: viernes 12 de febrero de 2010.
Los estudiantes deberán enviar el título y resumen a la Coordinación de
la Maestría en Artes Escénicas
de la Facultad de Teatro de la Universidad Veracruzana
(posgradoartesescenicas@gmail.com),
junto con los siguientes datos:
apellidos y nombres, domicilio, código postal, teléfono,
correo electrónico, título de la ponencia y área temática.



Normas para la presentación de resúmenes




Resumen de hasta 250 palabras.
Primer renglón: Título del trabajo en mayúscula,
a la izquierda, en negritas, Times New Roman 12.
Segundo renglón: Nombre del autor a la izquierda, Times New Roman 12.
Tercer renglón: Dirección electrónica a la izquierda, Times New Roman 12.
Cuerpo del resumen: Times New Roman, 12 puntos, interlineado simple.



Ponencias



Cada ponente contará con un máximo de veinte minutos para leer su trabajo.
Se sugiere que el texto conste de un máximo de ocho páginas
(sin incluir notas y bibliografía, que deberán ir al final),
Times New Roman 12, interlineado doble. El trabajo debe contener título,
nombre del autor y dirección electrónica.
En caso de requerir equipo audiovisual,
solicitarlo a la siguiente dirección electrónica:
posgradoartesescenicas@gmail.com.

12 de enero de 2010

Otra invitación (con distancia recortada)


Cuando tenía unos quince años, me enamoré de un poemario pequeño y provocador, de versos provocadores y contundentes, de palabras ácidas y trepidantes. Años después, en la facultad, desvelé lentamente otra novela de la misma autora. Desde entonces, me convertí en fanática de Mayra Santos-Febres, con el mismo fervor con el que he admirado a Arthur Rimbaud, a Miguel Hernández, a Octavio Paz, a Oscar Wilde. Y ese libro antiguo, luminoso, me acompañó en las dudas, los tropiezos y los hallazgos finales de Antes del polvo, tanto como un blog que, en ocasiones, me hace sentir especialmente entrometida.

Por ello, no puedo explicar lo que sentí cuando, entre boletines apresurados y agendas culturales bruscamente revividas, abrí mi correo y me encontré con esta invitación, enviada directamente por ella. Por supuesto, mi dirección llegó a sus manos de forma absolutamente fortuita y, estoy segura, Mayra Santos-Febres no tiene ni la menor idea de quién soy ni de lo definitivo que es su poemario en mi vida. Pero no importa. Es un resabio de luminosa casualidad, de lo cortas que son las distancias. Así que no dejen de darse una vuelta por Festival de la Palabra, con un poema antes.



De Cuaderno de las traiciones


Pronto pronto el cuerpo se vuelve hoja
cuerpo con todo y su refrán de luz
su parapeto abrazado a otra estructura derretible
palpitante estructura de tuerca y savia espinal,
el cuerpo mineral
de agua aguantada y flotando de un hilito:
palabra lanzada a los oídos de la sangre, cuerpo
tratando de espantar brasieres
agujas, extranjeros de nómina
madres confesionarias;
que se abre y brinda a las calles
que rueda por ojos hasta vitrinas
hasta filas de bancos, vasos de whisky, hasta los nombres
que extienden carne para luego recogerla
en líquidas astillas de contento.
pronto pronto el cuerpo alberga una guerra que estalla
y entonces le llega su hora.


Una invitación (y un nuevo pretexto)



No sólo las convocatorias nos impulsan a despejar la creatividad: algo semejante ocurre con los talleres artísticos, esos espacios que, cuando motivan más el debate que la alabanza, nutren y retan nuestras habilidades naturales y nuestras posibilidades técnicas; doman y detonan tanto el asombro como el talento. Por ello, no está demás invitarlos a un conjunto de talleres que, desde distintos enfoques, invitan a compartir, a contrastar, a discutir y, sobre todo, a trabajar.



Despierta tu creatividad con los talleres artísticos
del Instituto Mexiquense de Cultura



Toluca, Estado de México.- Desde hace más de veinte años, el Instituto Mexiquense de Cultura se encuentra profundamente comprometido con el desarrollo artístico de nuestra entidad. Así, no sólo se encarga de organizar exposiciones, conciertos, conferencias, recitales de danza, presentaciones de libros y festivales enfocados a toda clase de públicos, sino que también se interesa por impulsar la creatividad de los amantes del arte.

De esta manera, sus diferentes espacios se han transformado en la sede de un conjunto de talleres que, a través del desarrollo de la sensibilidad y la puesta en práctica de diversas técnicas estéticas, han funcionado como auténticos semilleros de talento.

Entre ellos, vale la pena destacar los talleres literarios de Guillermo Fernández, que se llevan a cabo en el Centro Regional de Cultura de Toluca (ubicado en Pedro Ascencio 103, a unos pasos de la Plaza González Arratia). Los lunes, a partir de las 18:00 horas, se enfocan a la traducción del italiano, mientras que los viernes, a partir de las 19:00 horas, se centran en la poesía. Ambos son gratuitos. Para ingresar en ellos, no es necesario contar con experiencia ni conocimientos previos, basta con amar la lectura y tener un verdadero interés en aprender los difíciles artes de la palabra.

En la misma área y con la misma libertad para ingresar, pero con un enfoque más cercano a la exploración de los sentidos, el Museo de Numismática (localizado en Miguel Hidalgo 506, a una cuadra de la Alameda Central) se anima, todos los jueves a partir de las 17:00 horas, con un taller de poesía coordinado por Héctor Sumano Magadán, quien ha destacado como uno de los editores más prolíficos del Estado de México.

Por otro lado, el Grupo Literario Urawa, actualmente dirigido por Elisena Ménez Sánchez, se reúne todos los sábados, a partir de las 11:00 horas, en la Biblioteca Pública Leona Vicario (ubicada en Urawa s/n, esquina 5 de mayo). Dotado de una gran tradición, tanto en la creación literaria como en la edición de sus textos, este taller se ha caracterizado por su constancia y por su capacidad para inspirar la creación de otros foros semejantes, como el taller de literatura japonesa coordinado por Elías Dávila Silva, que se realiza en el mismo espacio, también los sábados, a partir de las 13:00 horas.

Más allá de la literatura, el Museo de la Acuarela (localizado en Melchor Ocampo 105, frente a la Alameda Central) se distingue por su compromiso con artistas de distintas edades e intereses. Así, ofrece, los jueves y viernes a partir de las 16:30 horas, un curso de acuarela infantil para niños de 4 a 7 años. Éste se complementa con un taller para niños de 8 a 12 años, que se lleva a cabo los miércoles, a partir de las 16:30 horas.

Impartidos por Adriana Lerma, ambos son una introducción general a las particularidades de esta técnica pictórica, que puede reforzarse en el taller de acuarela juvenil, que se desarrolla los miércoles, a la misma hora, bajo la coordinación de Nieves Pastrana.

Por último, la oferta más atractiva de este museo reside en el taller de retrato en acuarela, dirigido alternativamente por Mónica Hoffmann y Benito Nogueira, dos artistas plásticos de gran trayectoria. Destinado a un público adulto, más familiarizado con el arte del agua y el color, este taller ofrece la posibilidad de enriquecer la creatividad y perfeccionar la técnica de forma paralela. Para ello, ofrece una variedad de horarios: los jueves, de 10:30 a 13:00 horas, y los martes o viernes, de 11:00 a 14:00 horas.

Para explorar la opciones expresivas de la gráfica desde otra perspectiva, el Museo de la Estampa (ubicado en Plutarco González 305, a un costado de la Alameda Central) ofrece el Taller de Gráfica La Tómbola, el cual se lleva a cabo los lunes y los miércoles, de 15:00 a 18:00 horas; los viernes, de 10:00 a 13:00 horas, y los sábados, de 10:00 a 16:00 horas. Con una amplia proyección estatal y nacional, este taller, a cargo de Alejandro Barreto, ha producido obras memorables, que han participado en exposiciones colectivas y certámenes de todo tipo.

Finalmente, todos los domingos, a partir de las 11:00 horas, el Centro Cultural Mexiquense (ubicado en Boulevard Jesús Reyes Heroles 302, delegación San Buenaventura, en las afueras de Toluca) da la bienvenida a los artistas más jóvenes con talleres de dibujo, lectura, creatividad, filigrana en papel, cerámica, guitarra y danza folclórica, entre otros. Paralelamente, el mismo día y en el mismo horario, el Museo de Culturas Populares abre sus puertas a los cursos de charrería, telar de cintura, bordado de fantasía, otomí y mazahua, los cuales contribuyen a profundizar en las raíces de la identidad local.

9 de enero de 2010

Una convocatoria (para escribir hasta abril)



Definitivamente, las convocatorias son un excelente pretexto para completar ideas y organizar el trabajo que, variado y disperso, reposa en nuestros escritorios. Así que les dejo este conjunto de bases, las primeras que han comenzado a circular en este año imprevisible y luminoso (clic en ellas para leerlas en tamaño completo). Y, si no escriben cuentos, los invito nuevamente a colaborar con nosotros, sea en El Espectador o en la Agenda Cultural AcéRcaTE, que se encuentra a punto de revivir, con diseño y secciones renovadas.

4 de enero de 2010

Ecos fragmentarios



En estos días de recuentos y limpieza -uno jamás debe empezar el año cargado de la basura del anterior-, me encontré con estas notas antiguas, hijas de la prisa y la ilusión. Pensadas para un espacio más afín a los criterios personales -el periodismo, en estricto sentido, busca informar, más allá de las opiniones del reportero-, me asaltaron de pronto con una espontaneidad que creía perdida, con un conjunto de ideas que no he abandonado del todo, con una multiplicidad que siempre confluye en el arte. Las dejo aquí, en cinco breves entradas, como un recordatorio de las posibilidades escriturales que, sin querer, se han quedado atrás.



La Biblioteca Palafoxiana: el paraíso en poblana esquina



Por Margarita Hernández Martínez



Yo que me figuraba el paraíso
bajo la especie de una biblioteca
- Jorge Luis Borges, en Poema de los dones



Bibliófilos del mundo: pongan su mente en blanco y piensen en su sueño más preciado y constante; en el refugio ideal para los días de frío y de calor, de furia y de euforia; en las visiones y ansiedades que pueden despertarles anaqueles repletos de su objeto favorito y sientan la frustración (porque el placer y el dolor son casi lo mismo) de saber que, a pesar de que sean bendecidos por el dios que ocupe sus credos con una vida larga y prolífica, su mirada nunca paseará por todos esos millares de páginas y sus mentes no conservarán el recuerdo ni de la belleza ni del conocimiento que habita allí desde tiempos inmemoriales.

Yo, bibliófila declarada desde mi más olvidable infancia, viajé a Puebla de los Ángeles (o de Zaragoza… todavía no entiendo cuál es el nombre correcto o de acuerdo con qué furor patrio hay que nombrarla) con el firme objetivo de no dejarla sin visitar la Biblioteca Palafoxiana. Y es que el simple hecho de saber que, enclavado desde hace cientos de años en pleno centro histórico de la ciudad, este recinto bibliográfico posee alrededor de cuarenta y dos mil quinientos libros y cinco mil trescientos manuscritos, entre los que se cuentan diversos ejemplares incunables, es decir, impresos poco después del año mil quinientos, que carecen de portada pero están ilustrados con hermosas letras capitulares y miniaturas pintados a mano; aunado a que el edificio fue construido en el siglo XVII y constituye una de las joyas arquitectónicas del barroco mexicano, la visita me pareció obligada: todo parecía disponerse para mi entrega al más profundo de los goces sensoriales que puede experimentar un amante de los libros. Mi sospecha se corroboró cuando, días antes de pisar su lamentablemente mudo suelo, la Unesco decidió honrar a la Palafoxiana con el reconocimiento Memoria del Mundo, que testifica que entre sus muros se encierra uno de los acervos culturales que permite comprender los complejos momentos del génesis del mundo occidental tal como lo conocemos ahora.

Y, efectivamente, mi entrada en este hermoso lugar fue gloriosa: la vista de los tres pisos de estantería repleta de los libros más antiguos que he tenido ocasión de ver despertó mis más apasionadas emociones. El olor a madera y a papel envejecido, combinado con la belleza del mobiliario y el agradable panorama casi conventual que puede atisbarse desde las amplias ventanas es el mejor marco para iniciar la contemplación de los volúmenes albergados en esta biblioteca. Los rótulos, que no encajan en absoluto con la elegancia del recinto pero que son muy útiles para los más diversos fines (desde la información precisa hasta el trauma producido por lo inalcanzable), indican que en ella se albergan textos que abordan materias tan variadas como moral, ética, teología, geografía, medicina, física, alquimia, artes visuales, retórica, gramática, música y literatura, escritos por una gran gama de autores que abarca desde la edad antigua hasta el siglo XVIII, pasando por el pretendidamente obscuro medioevo y las luces del cientificismo.

Pero, tras la sorpresa, vino la desilusión. Los libreros han sido modificados hasta convertirse en una especie de jaula que parece obedecer, al igual que el acordonamiento de las mesas y sillas antiguas que ocupan el centro de la biblioteca, a la espantosamente hereditaria cultura mexicana de maltratar su patrimonio en vez de apreciarlo, por lo que, a la vez que protegen los volúmenes de las imprudencias ajenas, impiden la lectura de los títulos cuidadosamente inscritos en sus lomos. Por otro lado, es evidente que permanecen cerrados a perpetuidad, salvo que uno sea un investigador cien veces avalado por una institución prestigiosa, lo cual no es garantía de ser un individuo respetuoso de todo lo que estos libros significan. Lo más frustrante es el hecho de no poder ascender por las delicadas escalerillas que conducen al segundo y tercer piso, puesto que, al parecer, también sufrieron los efectos de la ignorancia humana, por lo que un bibliófilo loco como yo tiene que conformarse con leer de lejos los rótulos e imaginar ver, aunque sea tras las rejas, uno de los ejemplares de la Gramática de Nebrija, manuscrita en 1492 y que se esconde en algún lugar del tercer nivel.

Aunque estas restricciones son muy útiles para conservar, como es justo y necesario, el gran acervo de la Palafoxiana, resultan contradictorias con la idea original de su fundador, Juan de Palafox, quien concibió a esta biblioteca como un lugar público para cualquier clase de persona interesada en saber más de su mundo. Esta paradoja es testigo fiel de cómo cambian los tiempos y cómo las personas cubren sus necesidades de información y esparcimiento de diferentes maneras, y hoy lugares como este son sustituidos (por el grueso de los habitantes de este mundo, que no por los bibliófilos que siempre encontraran entre el papel y la tinta de diferentes épocas la respuesta a todos los enigmas) por espacios virtuales como el internet o vacíos como la televisión.

Por ello salí de la Biblioteca Palafoxiana como una sensación fluctuante entre la alegría y la molestia, entre el placer y el dolor. Y es que por un momento comprendí que, aunque me dejaran abiertas todas las rejas y me dejaran subir a todos los pisos, mi curiosidad y mi avidez jamás se hubieran visto satisfechas. No habría sabido ni por donde comenzar. Me habría metamorfoseado en una niña buscando el mejor rincón de un paraíso que entre ignorado y prohibido yace en la ciudad de Puebla, sin encontrarlo jamás.

Ecos fragmentarios (parte 2)



La historia interminable o metáforas para un parto



Por Margarita Hernández Martínez



Imaginar es desprenderse del hábito de la realidad. Sobre todo cuando es tan abrumadoramente trivial y empuja a desmemorias y vanidades. Es catapultarse por resortes inesperados a los edenes propios. O crear un lenguaje y transitar por él: leer, escribir: doble opuesto para registrar y rescatar de la muerte el producto de mirar con ojos frescos lo que ya se ha gastado por la adultez de la formas. En el peor de los casos, imaginar sirve, aunque sea, para mentir, sin que esto signifique evasión o locura.

La fantasía agoniza por la falta de conocimiento, de pertenencia a un grupo: es decir, por la carencia de un nombre. Cuando Bastián Baltasar Bux le proporciona uno al antiguo reino de Fantasia, ingresa a él con la inocencia eternamente atribuida a los niños. Primera anticipación del parto en el texto: abandonarse a las impresiones imaginarias. Sin embargo, él mismo no tarda en ceñir a su pequeña figura la máscara del poder de salvar a través del deseo formulado y, así, también se apropia de la cadena de la peor de las torturas: ser un adulto insufrible que pierde la imaginación y los vocablos a medida que gana soberbia.

La única forma de salir de la corrupción es retornar a tan idílica infancia mental. De manera altamente simbólica, Bastián vuelve poco a poco al solaz del mundo materno, a la oscuridad de su entraña y a la delicia de un líquido amniótico que los demás mortales conservan solamente en las lágrimas, pierde el lenguaje en la más absoluta de las desnudeces: la que desliza desde las ropas hasta el nombre. Recreación del parto hecho consciente, el protagonista se empapa en el renacimiento y es apresado por dos mundos que jamás se disuelven: todos los opuestos contenidos en Áuryn, que ennoblecen y arruinan todas las vidas humanas.

En medio de este largo proceso hay un sinfín de aventuras que le han valido a este brillante texto, entre las consciencias estrechas, su clasificación como literatura infantil. Empero, el descubrimiento del parto nos alienta a seguir más allá, en una lectura que conduzca al lector (si se atreve) al encuentro consigo mismo, con la Fantasia que vive en su interior y la que se extiende fuera de él, puesto que no sólo leemos grafías que forman secuencias de palabras: cada gesto, por mínimo que sea, es una invitación a parir desde nuestra propia matriz (sea hombre o mujer) el universo distinto que desatan los entresijos de la mirada, a asistir al nacimiento de la imaginación, la palabra y el universo.



Michael Ende, La historia interminable, Alfaguara, México, 2003.

Ecos fragmentarios (parte 3)



El camino del té: placer a la japonesa



Por Margarita Hernández Martínez



Concluye lo que has comenzado, dibújame por dentro

- Tiam, en El camino del té



Oriente se ha caracterizado desde que Occidente tiene memoria como una región de misteriosas armonías y delicados contrastes, que despiertan la memoria de nuestros sentidos embotados y la liberan de sus tradicionales ataduras. Por ello, resulta complicado leer su exquisita literatura y, sobre todo, imitarla. De modo que constituye una agradable sorpresa hallar textos como El camino del té, del multipremiado mexicano Diego José.

La historia es simple: un samurai retirado, dueño de una preciosa esclava, Tiam, es atraído por su poderosa belleza hacia un viaje a la tentación del arte y de la carne, en el que reconoce que la humanidad, en su sentido más esencial, no puede ser indiferente a la hermosura. Su improvisado itinerario está salpicado de sugerentes imágenes que funden a Tiam con la naturaleza y el universo, de palabras en voz baja ante la estupefacción de encuentro y coincidencia, de silencios contenidos ante lo indecible de la gracia y el horror de la pasión. Precisamente, debido a la sensibilidad humana, el hombre sucumbe al arrebato que le inspira la mujer, frágil por temporal y terrible por inasible.

Sin embargo, la notoriedad de El camino del té se erige en la muestra del deseo como un poder creador y destructor a la vez, una suerte de dios Jano evanescente, que lo mismo conduce al arte que a la cópula, ofreciendo a la vista lo que resulta evidente y nos negamos a encarar: la vejez y la muerte son ineludibles y desvanecen la belleza, único fin de los cinco sentidos, la razón y el corazón. Es un mapa interior del cuerpo exterior.

Delineado cuidadosamente con pequeñas pinceladas y enriquecido con la presencia del hai-ku y la magia de la ceremonia del té, la obra de Diego José rezuma un grato erotismo, casi espiritual, un suave descanso en medio de un mundo que manipula al sexo como un instante de posesión fálica, un hálito de vitalidad para reintegrar el cuerpo y el alma entre tazas de té y jardines perfumados.



Diego José, El camino del té, Random House Mondadori (De Bolsillo), 2005.

Ecos fragmentarios (parte 4)



Ananga ranga: más allá de los confines del cuerpo


Por Margarita Hernández Martínez


Vivimos una época insólita en materia de intimidad: mientras encendemos la televisión y vemos las ansias por sobrevivir de extraños confinados en una casa vigilada, alguien puede espiarnos el correo electrónico y robarnos la identidad un rato, justo después de volver de un centro comercial que videograba la más mínima actividad de los clientes. Nadie está excluido, de tal suerte que, de un modo bastante curioso, hemos comenzado a perder la capacidad de sentirnos cerca de nosotros mismos. O de otra persona.

Esta carencia deriva en desconfianza y desconocimiento. En un mundo así, parece ocupación de ociosos o morbosos –sobre todo de estos últimos, ya que está grotescamente ilustrado y se encuentra en los mismos estantes de literatura pornográfica– la lectura del Ananga ranga o El escenario del amor, título de uno de los muchos libros hindúes dedicados a desvelar los obscuros secretos de alcobas adornadas con espejos, perfumadas con aloe y habitadas por amantes. Ante él, en un principio, sólo cabe hacerse una pregunta: ¿qué lo hace distinto del resto de los manuales dedicados a instruir sobre el placer?

En esencia, nada. Simplemente que, en la vulgaridad en que se encuentra inmersa la ignorancia de los compradores y vendedores de pornografía burda, constituye una inmensa veta de cuestionamientos al molde y a la convención, al pudor falso y a la negación del cuerpo aún imperantes en nuestra sociedad. Conócete a ti mismo, dijo el Oráculo de Delfos, y es lo mismo que grita Kalyana Malla. Descubre tu cuerpo y el de tu amante, no temas a su forma, sus insuficiencias y profusiones. Acarícialo como el bien precioso que es, y disfrútalo, porque –dice el libro– lo depravado no es entregarse a la pasión, sino fingir que no existe y cercenar, así, una parte de nuestra personalidad.

El texto está pensado para fomentar la unión vitalicia de los esposos, cosa bastante infrecuente en estas épocas distraídas. Conoce a tu pareja, parece añadir Kalyana Malla con una sonrisa complacida. A través de las caricias, accede a su alma y vete a vivir en ella. En el camino, el poeta señala consejos tan modernos –¡qué ingenuidad la nuestra de creer que esto era nuevo!– como la intrincada pero necesaria búsqueda del punto G. Asegura que, de perseverar en esta y otras delicadezas, los amantes tendrán la sensación de dormir cada noche con una persona distinta a la que, sin embargo, comprende perfectamente y a la que se siente unida por un gran cariño.

De aquí deriva la clave que hace valioso al Ananga ranga: su carácter de mapa de viaje al centro del auténtico erotismo y de la verdadera intimidad, más allá de los confines del cuerpo. La invitación es que cada uno vaya a la librería más cercana y, haciendo caso omiso de las decepcionantes ilustraciones de la mayoría de las ediciones y del gesto de exaltación que pondrá el vendedor, se aventure a la creación de sus mapas particulares, y sobre todo, involucre en su desnudez algo que trasciende al instinto natural de los amantes y funciona mejor que el Power Sex y el Multi-O. Algo que, al igual que el autoconocimiento, no abunda en estas épocas. Se trata del amor.

Ecos fragmentarios (parte 5)



La negación del cuerpo en tiempos de destape


Por Margarita Hernández Martínez


La escena es frecuente: la madre, pendiente siempre de la vestimenta de su hija, se queja por la transparencia de la blusa que se ha puesto hoy, sugiriéndole (ordenándole, a juzgar por el gesto y el tono de voz) que cubra cierta parte de sus pechos (al parecer el pudor se cuela hasta los labios y le impide pronunciar la palabra pezones) con unos parches de pañuelo desechable, de tal manera que, si le da frío o mucho calor (dependería del caso), la salva porción de piel permanezca disimulada y sea posible atajar las malintencionadas miradas de ojos testosterónicos.

Como la hija no quiere fastidiar a nadie, ensaya. Dobla cuidadosamente el pañuelo y percibe que, efectivamente, sus pezones desaparecen para dar lugar a una marca cuadrada de pésimo gusto. Indignada, retira los fabulosos parches y se encamina a la calle con la frescura de siempre, pensando si de verdad vale la pena negar que tiene pezones y que son tan sanos que reaccionan ante el frío y el calor como le ocurre a cualquier otra mujer parecida a ella. A final de cuentas, se tienen pezones como se tienen manos, piernas y cabello: simplemente es una parte más del cuerpo, y cualquiera de ellas es susceptible de recibir la misma carga erótica que el sitio corporal en cuestión.

Pero, para su desesperación, observa que hay gente que ve con curiosidad morbosa. La mente termina de enturbiarse cuando advierte que los puestos de periódicos están atiborrados de mujeres semidesnudas y tan terriblemente irreales que no puede evitar preguntarse si sus pezones también reaccionarán ante los estímulos o habrán cedido su sensibilidad a la perfección siliconada.

Y es que en esta época de libertinaje mediático, vivimos diariamente inundados por imágenes de anatomías descubiertas. Y no es que se esté apreciando la belleza del cuerpo humano, sino inclinando al morbo mediante la violación de la intimidad y la cosificación del cuerpo. Como suele pasar, los receptores responden favorablemente dejándose llevar por el deseo de imitación: hombres y mujeres viven o con los ojos saltados por escudriñar hasta el último detalle de cuerpos ajenos o frustrados por no tener el propio como en las revistas, cosa que limita su capacidad de apreciación, así como el goce y la satisfacción que puedan obtener de él. Resulta paradójico que, en un mundo en el que se tiene a la mano gran cantidad de información sobre los principios fisiológicos, emocionales y hasta espirituales del placer, así como la facilidad de vestirse al gusto de cada quien y la posibilidad de pasar la vida privada como a uno le plazca, las personas sigan tendiendo a temer y, en consecuencia, ocultar al cuerpo hasta la negación.

Una de las raíces de este problema parece localizarse en la doble moral mexicana que, como es costumbre, censura a la vez que permite, contribuyendo así al nacimiento del morbo que impregna tantas miradas, en lugar de promover que el cuerpo sea visto sana y naturalmente. Análogamente, su característico miedo al placer nubla la consciencia individual del cuerpo e indica que aceptarlo tal como es, disfrutarlo y hasta cuidarlo es malo. De esta percepción culposa deriva la anulación absoluta de nuestra parte material: el cuerpo es demoníaco o indeseable, así que lo mejor es olvidarse de él, dicen las buenas lenguas. Sin embargo, ese atractivo que adquiere la censura impulsa, al mismo tiempo, a la exaltación de la vanidad caprichosa, la práctica felizmente aprobada de dietas asesinas y la autorización para que cientos de mujeres luzcan su cuerpo desde un enfoque que, lejos de ampliar el horizonte de las libertades que nos permite la sociedad, las distorsiona. La situación en la que las coloca también es fuente de innumerables confusiones en el plano sexual.

Por ello es urgente encerrarse con uno mismo, desnudarse y admitir que el cuerpo es el sustento físico de una persona que siempre tendrá algo que decir y que opinar, independientemente de sus ganas de comunicarlo, y por ello merece ser aceptado, cuidado y amado en todas sus partes. El cuerpo es una auténtica fuente de belleza (no por nada el papel del desnudo en las artes plásticas es fundamental) y no merece ser vulgarizado por las ansias de compra-venta que abundan en estos tiempos. La libertad alcanzada en esta época (en gran diversidad de facetas: ideológica, artística, espiritual y privada) obliga a que todos los seres humanos busquen una unión más concreta y congruente entre cuerpo y alma, de tal manera que se llegue a la integración y aceptación entre uno y otro, que deriva en un mayor nivel de conocimiento, indispensable para ser auténticamente libres de los prejuicios que, aparentemente, la sociedad ya superó, pero que, en realidad, subsisten en la consciencia colectiva.



* La fotografía que acompaña a esta entrada pertenece a Jan Saudek y puede verse también aquí.

3 de enero de 2010

Trenes y libros (ensayito robado)


Empezamos el viaje hace tres días. Algunos esperaremos en los andenes; otros gozarán del aire en las alturas. Algunos insistiremos en leer en libros de papel, esas combinaciones –a veces azarosas– de ideas, tipografías, imágenes y texturas. Otros preferirán nuevas tecnologías, que permiten personalizar parcialmente un paquete de datos carente de mayores identidades. Lo cierto es que nos encaminamos a un nuevo trayecto, entre derroteros desconocidos e imprevistas bifurcaciones, entre convulsiones nacionales y conflictos personales. Y lo mejor será que sigamos teniendo una obra de arte –libros, pinturas, películas, canciones– entre las manos y los ojos. Para que este año sea, también, de pensamientos y transparencias.





Por Antonio Muñoz Molina


He abierto el libro y el tren se ha puesto en marcha. He subido con tranquilidad al tren y he buscado mi asiento llevando el liviano equipaje que me hace falta para dos o tres días, en el cual hay unos cuantos libros y un Kindle, ese aparato de pantalla lisa tan parecido a una tablilla romana de cera en el que llevo guardados no sé cuántos libros más. He llegado a la estación sin ningún agobio, con tiempo por delante, sin necesidad de recorrer en taxi las largas distancias por extrarradios desolados hacia un aeropuerto. Como cada vez que voy a la estación con tiempo de sobra me he acordado de mi padre, que tenía un miedo extraordinario a llegar tarde a los trenes y a los sobresaltos de última hora, y que por lo tanto salía con una anticipación que a todos nos parecía ridícula, pero que a él le garantizaba una paz perfecta, dejándole en la cara una expresión descansada y risueña de viajero sin apuro. He abierto el libro cuando el tren se ha puesto en marcha pero al principio, durante un largo rato, no he leído nada, dejándome solamente llevar, la cabeza apoyada en el respaldo, la cara vuelta hacia la ventanilla, disfrutando del alivio que siempre hay en una partida, cediendo a una grata somnolencia que es reparadora pero no tan profunda como para que las manos suelten el libro o dejen que se cierre.

En algo se parecen el disfrute de los libros y el de los trenes: en primer lugar, se combinan muy bien entre sí y se refuerzan mutuamente; y hasta no hace mucho los dos parecían condenados al anacronismo por la irrupción de tecnologías mucho más innovadoras. Quién iba a continuar leyendo libros encuadernados e impresos en papel en la era del CD-ROM, nos decían joviales profetas tecnológicos hace quince o veinte años; qué porvenir tenían los trenes, tan obsoletos, tan decimonónicos, ante la multiplicación de las autopistas y de los coches cada vez más veloces, de los aviones que cubrían en un vuelo de cuarenta minutos distancias en las que un tren podía tardar una noche entera. En los vaticinios impacientes de modernidad uno intuye casi siempre una apetencia de barbarie: que se extinga cuanto antes la molestia decadente del libro y de la lectura, que quede abolido el transporte público, el espacio público, el territorio de lo compartido. Yo recuerdo una conferencia en la que el añorado arquitecto Saénz de Oiza celebraba la inminente desaparición de ventanas y balcones porque ya no habría más ventana hacia el mundo que la pantalla del televisor; en la que denostaba la calle y el hábito de caminar por ella porque lo propio de los nuevos tiempos era la carretera y el coche.

Quién habría dicho hace veinte años que al cabo de no mucho tiempo el CD-ROM iba a ser una antigualla olvidada, y que los relucientes cedés, que a todos nos deslumbraron cuando aparecieron, con su liviandad futurista de plástico metalizado, iban a tener un porvenir mucho más corto que los libros, con su tecnología del siglo XV. Por no hablar de los discos de vinilo, que tantos de nosotros nos apresuramos absurdamente a malvender o a dejar olvidados en desvanes, y que ahora recobramos porque nuestros hijos resulta que se han aficionado a ellos, y volvemos a escuchar asombrándonos de la calidad un poco áspera y filosa de su sonido, mucho más fiel a la verdad de la música que la asepsia de la reproducción digital. Nada es más moderno que algunos inventos del pasado; había más porvenires posibles, aparte de los que la modernidad autoritaria dictaminaba como únicos. En lugar de rendirse incondicionalmente al tráfico privado, de acuerdo con las profecías de los arquitectos y los intereses de las compañías petrolíferas y de los fabricantes de coches, las ciudades recobran el transporte público, y se descubre que ir en tranvía o en bicicleta o simplemente caminar son formas de movilidad mucho más efectivas, y también más austeras y más saludables.

Algunas veces lo que parecía destinado a extinguirse según los vaticinios del papanatismo de lo último perdura sin aspavientos o resurge con más fuerza que nunca después de una fase de declive; y lo más agresivamente celebrado como nuevo se vuelve, de la noche a la mañana, obsoleto. Cuando escucho ahora las renovadas profecías sobre el fin del libro me acuerdo de la manera entre condescendiente y cruel con que hasta hace no mucho estaba de moda burlarse del anacronismo del teatro. Me acuerdo porque yo mismo he participado de la broma (nadie está a salvo de la tontería de su tiempo): por comparación con la sofisticación tecnológica del cine, el teatro era un espectáculo deplorable, con sus cortinas viejas, sus declamaciones, sus tablones polvorientos que resonaban al pisarlos, etcétera. Y ahora las salas de cine cierran una tras otra y los teatros están cada vez más llenos, quizás porque el teatro, en su primitivismo que nos parecía tan irrisorio, ofrece algo con lo que ninguna tecnología de lo virtual puede competir: el estremecimiento de la presencia humana. En su limitación está su fuerza inmensa. Basta un tablado y unos cuantos actores sin más herramientas que sus cuerpos y sus voces para que delante de nosotros suceda íntegra la tragedia del príncipe Hamlet, la claustrofobia enlutada de la casa de Bernarda Alba.

Algo así de único hay en el tren, en el libro. La innovación refuerza los principios sólidos de su funcionamiento. La tecnología es un aliado y no un enemigo. Quién necesita tomar un avión en las distancias habituales dentro de España, en muchos trayectos europeos, habiendo trenes tan veloces y tan cómodos. Aficionado a los inventos, llevo conmigo mi Kindle, mi lector electrónico, que no pesa nada y en el que caben tantos libros, con su pantalla ligeramente gris en la que se forman en un instante las palabras. Yendo en el tren puedo darme el capricho de comprar un libro y de empezar a leerlo en apenas un minuto. También podría haber llegado a Bilbao o a Barcelona o a Sevilla en menos de una hora. Pero he elegido viajar en tren no por razones sentimentales, sino estrictamente prácticas, porque una gran parte del tiempo que perdería en autopistas, en controles de seguridad, en horas muertas de atraso y espera, en la vejación de ir apretado en un espacio cada vez más mezquino, lo voy a emplear en leer tranquilamente o en mirar por la ventanilla o en quedarme plácidamente adormecido. Y cuando apago el Kindle me pongo a leer, por ejemplo, un libro de poemas de José Emilio Pacheco que descubrí por azar durante un paseo en una de tantas librerías espléndidas de Barcelona, Como la lluvia, en una edición de Visor hecha con los cinco sentidos: el papel, los espacios en blanco, la tipografía, la encuadernación, forman parte de la experiencia de la poesía. Las estaciones de ferrocarril, por desgracia, parecen cada vez más aeropuertos, pero las buenas librerías siguen siendo algunos de los espacios más estimulantes que un lector puede imaginar, y los buenos trenes poseen el mismo resplandor de modernidad que los libros muy bien editados.