RSS

27 de julio de 2009

Gajos reencontrados (una invitación)


El Museo de Numismática, administrado por el Instituto Mexiquense de Cultura, vuelve a ser hospitalario con Cosmoción. Y mientras afinamos los últimos detalles de dos nuevos títulos, nos reencontramos con Gajos de humo, de Elías Jaramillo. La invitación se encuentra, como siempre, abierta a quienes quieran participar en la difusión y la conservación del arte independiente. Como siempre, también, ofreceremos bocadillos, vino de honor, libros autografiados y largas conversaciones, pues, nuevamente, contaremos con los comentarios de Gerardo Lara.

La cita es el próximo viernes 31 de julio, a las 18:00 horas, en Miguel Hidalgo 506, a unos pasos de la Alameda Central. Por otro lado, no olviden que Gajos de humo y Antes del polvo se encuentran a la venta en el Centro Toluqueño de Escritores (Plaza Fray Andrés de Castro, edificio A, local 9, en los Portales), en las Librerías Universitarias (Edificio Central de Rectoría y Edificio Administrativo), en la Librería Imagen, la Librería Castillo o, directamente, en el Centro Cultural Mexiquense.

Nuevas imágenes (y otra convocatoria)


Hace unos días, el Instituto de Cultura de Baja California puso en circulación esta convocatoria, consagrada a otorgar una especie de reconocimiento oficial a una de las formas artísticas menos favorecidas por los programas estatales: el cine. En efecto, se queda al margen a la hora de otorgar becas, armar festivales y construir espacios culturales nuevos; paradójicamente, es una de las pocas expresiones que implica un verdadero trabajo en equipo. Vale la pena arriesgarse y participar.


El Instituto de Cultura de Baja California convoca
al VII Concurso Nacional de Video Experimental


Interesados en la promoción y la valoración de las expresiones artísticas y culturales más recientes, el Instituto de Cultura de Baja California (ICBC) y el Fondo Regional para la Cultura y las Artes del Noroeste convocan a todos los videastas mexicanos y extranjeros residentes en territorio nacional a participar en el VII Concurso Nacional de Video Experimental, que se efectuará en Mexicali el próximo 6 de noviembre.

Los interesados deberán remitir uno o varios videos experimentales en formato libre, con una duración máxima de quince minutos, en sistema NTSC, formato DVD (región 0). Si los videos son en español, deberán contener una versión con subtítulos en inglés; en caso contrario, deberán presentarse con subtítulos en español.

Cada uno de ellos deberá ir acompañado por una solicitud debidamente requisitada y firmada, disponible en www.bajacalifornia.bog.mx/icbc. Estos materiales se entregarán, de lunes a viernes, de 9:00 a 15:00 horas, en las instalaciones del ICBC, ubicadas en Mexicali (Álvaro Obregón 1209, Colonia Nueva), Tijuana (Centenario 10151, Zona Río), Rosarito (José Haroz Aguilar 2004, fraccionamiento Villa Turística), Tecate (Ortiz Rubio y Libertad s/n), Ensenada (Costero y Riviera s/n) y San Quintín (Avenida A, fraccionamiento Ciudad de San Quintín). El plazo de recepción expirará el 25 de septiembre del año en curso, a las 20:00 horas.

Las obras pasarán por un proceso de preselección, en el cual se tomará en cuenta su originalidad, su capacidad expresiva y su flexibilidad para innovar el lenguaje audiovisual. Como resultado, los videos elegidos se sumarán al acervo audiovisual de la Unidad de Cinematografía y Video del ICBC, con fines de promoción y difusión cultural.

El jurado, integrado por especialistas destacados, adjudicará, al primer lugar, un premio único e indivisible de $ 50 000.00, además de una placa de reconocimiento. El segundo y tercer lugar recibirán, por su parte, un diploma de reconocimiento. Además, podrá otorgar las menciones honoríficas que considere pertinentes. Por otro lado, la inscripción de las obras ganadoras implica la autorización para que éstas sean enviadas a festivales y muestras nacionales e internacionales por un periodo de hasta dos años, en el entendido de que las distinciones resultantes serán entregadas a los creadores.

Para obtener mayores informes, es posible comunicarse a los teléfonos (686) 553 50 44, (664) 900 62 10, (665) 654 14 83, (646) 177 31 30, (661) 612 67 60 y (616) 166 80 15 o a visualicbc@baja.gob.mx y camposguizar@yahoo.com.mx.



* La imagen que acompaña esta entrada proviente de Flickr y también puede verse aquí.

22 de julio de 2009

Mea culpa (sonrisas culpables)


En los tiempos de la República Latitanza, alguien me dijo que yo necesitaba un perro. Para prevenir los matrimonios intempestivos. Para aliviar las rachas de amor sin destinatario. Para comprender la esquiva naturaleza del cariño. Al final -como siempre-, me negué a hacerle caso. De todos modos, todavía comparto la casa con varios humanitos y prefiero empezar por ahí. Con los años, he aprendido que el amor no se repite. Y también que es el único, el primero. De ahí que me haya dado risa (entre gozosa y culpable) este relato de Nicolás Alvarado, que, confundido con columna periodística (quizás por ello tan amargamente criticado), apareció la semana pasada en El Universal.


Emperrado


Permítame el lector presentarle a uno de los personajes más importantes de mi vida. Es tragón. Es cagón. Es meón. Es mudo, salvo cuando le da por pelearse con la nada —ese más temible de todos los enemigos, también para mí— y entonces hace un ruido de los mil demonios (es decir los mil demonios que parecen habitarlo). Tiene, sin embargo, gracias redentoras. Es inteligente. Es sensible. Es cariñoso (tanto y de manera tan irresistible que hasta los besos en la boca con mi mujer ¡y conmigo! le permito). Y, además, vuela.

Correcto: es un animal (ahora que lo pienso, lo es en todos los sentidos posibles de la palabra). Y no, no es un ave (si digo que vuela es porque, al rebotar la pelota escalones abajo, pega tal brinco que sus cuatro patas quedan unos segundos suspensas en el aire, poderoso portento, cariciosa cabriola). Es, en efecto, un perro (de hecho, un bulldog francés). Mejor: es mi perro. El Perro Ralston.

Ralston Purina Berlín es su nombre completo. Berlín porque así lo bautizó al nacer el dueño de su progenitora (madrileña de nacimiento, se llama Madrid) y porque nos pareció pertinente dejárselo en tanto segundo apellido, ya sólo para conferirle la agudeza filosófica de Isaiah Berlin y el lirismo encantador de Irving Berlin (por cierto, los tiene). Purina porque es perro de pedigrí. Y Ralston porque tal es la razón social primigenia de dicha empresa (fue un tal doctor Ralston, obsesionado con la pureza de sus productos, el que la fundara a fines del siglo XIX con ese nombre) y porque a mi mujer y a mí nos gusta imaginarlo potentado de la industria de comida para mascotas y casado con la señora Gatina —mimosa, inteligentísima, excelente administradora y un pelín despreciativa, como buena felina—, que ostenta con primor su apellido de casada (Gatina de Purina es ella). (Por cierto: soy consciente de que el lector adivinará toda suerte de proyecciones freudianas en esta fantasía de próspero amor interespecífico; lo peor es que acertará).

Todo esto para contar que el pasado domingo Eunice, la esposa maravilla, Ralston, el perro maravilla, y yo (que nada tengo de maravilloso pero me junto con ellos a ver si algo se me pega) comimos en un restaurante a orillas del Parque México. Vino, platos fuertes a base de res (para poder compartir con el carnívoro crío), un sol esplendoroso y, por si fuera poco, una coquetísima french poodle en compañía de sus dueños en la mesa contigua. (Habrá que aclarar aquí que el tal Ralston no ha resultado gatero sino —¡ay!— en nuestras fabulaciones). Mucho escarceo entre perro y perra —ambos franceses al fin—, pero el flirteo debe ser interrumpido para que el chico dé su paseo semanal por el jardín público. Allí vamos, pues, los tres. Fuera collar y correa, nomás para verlo volar (¿he dicho ya que es un perro volador?) en las alas de la libertad. Coces y retozos. Hasta que Ralston voltea, atisba a su pretensa todavía en la banqueta restaurantera y, presa de las hormonas, emprende una carrera enloquecida en pos de su amada. Un auto termina justo en ese momento su tránsito por la calle. El perro volador, alertado por el grito euniciano, intenta esquivarlo y casi lo logra, pero no del todo. Resultado: golpazo, edema pulmonar, lesión en la columna, una tarde de perros (no sólo para él) y 48 horas de hospitalización en cámara de oxígeno. (¿Ralston he dicho? Acaso Ícaro le viniera mejor).

Mientras el guerrero del amor se lame las heridas, hablo con una amiga, que ha llamado para inquirir por su salud. Como corolario a mi relato, ofrece un “Pobre Ralston. Le pasó lo que a todos: se enamoró y terminó atropellado”. (Aclaración pertinentísima en este texto lleno de proyecciones psicoanalíticas: mi amiga está recientemente divorciada). Cuelgo y, mientras Ralston duerme, me asalta no una moraleja sino una cursilería (pero, eso sí, de lo más feliz). Hubo un día en que yo, perro tonto, vi una linda gatina al otro lado de la acera y como loco me lancé en pos de ella; quedé golpeado, sí, pero la alcancé, y me recuperé, y descubrí que, además de hermosa y desdeñosa, era la mejor gatina del mundo, y desde entonces ronroneamos y gruñimos en perfecta armonía. Y sé que así ha de ser un día para Ralston, y también para esa amiga mía, y para su ex marido —que también es mi amigo—, y para tantos que me rodean, que hoy no tienen perro que les ladre pero que, mientras se emperren, habrán de alcanzar el tan anhelado aperre.

Sobre el emparrado, sonrío emperrado (pero sobre todo enamorado).

Por qué la literatura (palabras robadas)


Inevitablemente, la literatura es memoria personalizada, intrasferible. Un lector -un enamorado de los libros- jamás olvida las rimas instintivas de la infancia, los poemas de asalto y juventudes, las novelas que -implacables- trasminaron horas de sueño a ojos cerrados. Por ello resultan tan hermosas -y, al mismo tiempo, tan retadoras- las evocaciones de Emiliano Monge, aparecidas en Babelia, suplemento cultura de El País.


Literatura, ¿para qué?


No me acuerdo de la Primera Guerra Mundial pero la leí hace tiempo.

No me acuerdo de mi primer viaje a Acapulco pero sí de haber leído Crónica de una muerte anunciada en la vieja carretera interminable.

No me acuerdo de ninguna mujer de principios de siglo que no sea Margarita.

No me acuerdo de qué color era el sillón en el que escuché caer el hacha de Raskólnikov. Un sonido apagado que aún corta en mis oídos.

No me acuerdo de ningún cacique mexicano que no se parezca a Pedro Páramo.

No me acuerdo de ninguna cuerda que no haya ahorcado a un inocente.

No me acuerdo de cien años a menos que estén tan apretados.

No me acuerdo de ninguna fuga que no haya sido interminable.

No me acuerdo ya de mis amigos, mejor me acuerdo de Dunois, Billard y el señor Lacaze.

No me acuerdo de haber olido nunca un cadáver, sé que huele a podredumbre, a leche fermentada, al elíxir de las hienas.

No me acuerdo de haber entrado en un panteón sino era en busca de Balzac, Cioran, Duras.

No me acuerdo de más tristes tigres que de tres.

No me acuerdo de ningún lunes que no sea aquel en que se inició la eternidad.

No me acuerdo de haber querido ir a África hasta que se volvió una cuestión personal.

No me acuerdo qué gritaban en la calle mientras Bartleby se negaba nuevamente a hacerlo.

No me acuerdo de la metempsicosis aunque sé que puede llegarse a ella enlazando una jarcia.

No me acuerdo de la Caja de Pandora pero sí de la idiotez de Epimeteo.

No me acuerdo de ninguna tentación que no nazca del amor por el fracaso.

No me acuerdo de ningún silencio que no esconda un ruido de fondo.

No me acuerdo qué estaba comiendo mientras cortaban la cabeza a Damasceno.

No me acuerdo de 1984 aunque recuerdo 1984.

No me acuerdo de ninguna vida que no sea minúscula.

No me acuerdo de un viaje mejor que del que lleva de la cama al escritorio.

No me acuerdo de un calor tan sofocante como el capaz de derretir un par de alas en el aire.

No me acuerdo del lugar en que se encuentra el Mississippi, me acuerdo de que ruge como mil fierros chocando.

No me acuerdo de mejor comedia que la nuestra.

No me acuerdo de París más que de noche.

No me acuerdo de ningún viejo que no sea un pobre Rey Lear.

No me acuerdo de haber oído insultos que los que repite siempre Parra.

No me acuerdo de ninguna infancia apacible.

No me acuerdo de haber visto una serpiente que no se alimentara de elefantes.

No me acuerdo del frío de la nieve, sí del riesgo de no atinar a encender unos cerillos.

No me acuerdo de haber estado en presencia de un oso y aún me aterra el filo de sus garras.

No me acuerdo de haber despertado con la nota de una mujer en la almohada pero Carlota me dejó una nota que decía: Volveré al medio día. Y después de su inicial: O quizá más tarde.

No me acuerdo de haber visto los colores hasta haber leído Para siempre.

No me acuerdo de haberme asomado al agujero hasta que encontré a mi Alicia en su caída.



* La imagen, cuya versión original puede verse aquí, proviene de Flickr.

La cultura en México (nota robada)


La semana pasada, El Universal publicó la siguiente nota, que vale la pena examinar con cuidado. En efecto, algunos espectáculos culturales son esencialmente elitistas, y no sólo desde el punto de vista económico: también desde la perspectiva intelectual, proclive a la pose y al snobismo. Por otro lado, la oferta cultural del Estado vive atada a sus vaivenes. Hija de criterios variables y recortes presupuestales, produce -al mismo tiempo y sin sonar a Octavio Paz- auténticas calamidades y luminosos milagros. Hay aspectos por mejorar, pero tampoco se parte de tierra estéril.

De manera que es imposible sostener una afirmación tan tajante, sin los matices necesarios para destacar que -a final de cuentas- la cultura se vive y se transforma todos los días, y que -al menos en algunas ciudades, que nuestro país es hiriente y múltiple- resulta tan accesible como uno quiera. ¿Alguien recuerda que los museos del Instituto Mexiquense de Cultura abren gratuitamente los miércoles? ¿Que el Museo Universitario Leopoldo Flores cobra una admisión mínima? ¿Que los cursos de verano de la Biblioteca Pública Central Estatal y la Biblioteca Leona Vicario no tienen costo? ¿Que los libros del Centro Toluqueño de Escritores cuestan entre veinte y cincuenta pesos? Como en otras ocasiones, la solución radica en la educación, la sensibilidad y el criterio. Más allá del dinero y la crisis rampante.


La cultura en México es elitista
y se deja en manos privadas, acusan



Por Yanet Aguilar Sosa

La cultura en México no es considerada un rubro fundamental del bienestar de los mexicanos, como sí lo son la salud, la educación y la vivienda; tampoco se trata de un ejercicio que llegue a las mayorías -por el contrario, queda entre un reducido grupo de ciudadanos- y en su mayor parte la produce la iniciativa privada, más que el Estado mexicano que frente a la cultura ha quedado rezagado.

Esos son algunos de los datos que arroja “Información sobre la cultura en México”, primera fase del diagnóstico que realiza la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) a petición de la Comisión de Cultura de la Cámara de Diputados. Los datos fueron recopilados de documentación, sistemas de información y datos oficiales del Conaculta, del Instituto Mexicano de la Juventud, entre otros.

El informe, coordinado por la directora general de Proyectos Universitarios de la UNAM, Mari Carmen Serra Puche, fue presentado ayer en la Cámara de Diputados por Enrique del Val Blanco, coordinador de Planeación de la UNAM, quien dijo que este documento sólo es la recolección de datos dispersos y es fundamental porque se trata de la base para saber en dónde estamos, qué tenemos y cuál es el siguiente paso a dar en materia cultural.

Del Val Blanco aseguró que “hay un rezago del Estado en materia cultural y que se deja principalmente a entidades comerciales”. Dijo que ellos parten de la conciencia de que la cultura es un aspecto importante de la identidad nacional que deben tener los mexicanos y no debe estar en manos de particulares.

“Debe haber una rectoría del Estado en materia cultural que abra todas las fuentes, que se rieguen todas las flores que se tengan que regar; que se cubra todo lo que se llama cultura, contracultura; los espacios de los jóvenes y los niños hay que desarrollarlos. Los esfuerzos económicos que se hacen en materia de cultura son muy reducidos, hay que incrementar los recursos para el desarrollo cultural”, comentó el ex director general de la UNAM.

Aunque se trata sólo de una recopilación cuantitativa de la situación actual de la cultura en México dividida en tres grandes rubros: oferta cultural -infraestructura cultural-, consumo cultural -asistencia a espacios culturales- y producción cultural -creadores del país e iniciativas de la juventud-, a partir de ese documento se podrá emprender la segunda etapa del proyecto que es convocar a todas las instituciones culturales y a todos los sectores de la sociedad para determinar la metodología que podrían seguir en la consulta y en una encuesta nacional de cultura que son indispensables realizar.

La propuesta y conclusión a la que llegó el equipo académico que realizó el diagnóstico plantea además definir qué es la cultura, qué quieren los consumidores, qué buscan los usuarios de los espacios, qué exigen los creadores y las agrupaciones independientes.

Mari Carmen Serra Puche dijo que la oferta estatal se enfrenta a una competencia con las industrias, expresiones e iniciativas culturales del mercado globalizado en el que “la acción estatal queda minimizada ante la magnitud y cobertura de los medios y la apertura de fronteras a productos, mensajes y recursos culturales”.

4 de julio de 2009

La realidad en la fantasía: La Bahía del Mono Dorado, de Alberto Guevara


Por Margarita Hernández Martínez

En La luna nueva, Rabindranath Tagore (Calcuta, 1961 - 1941) resume, con palabras precisas y frases de breve intensidad, las experiencias cardinales de la infancia. Así, el desprendimiento en el mundo, el amor maternal, el hallazgo del universo y la inocencia inicial en toda sabiduría se traducen, con un discurso de luz y de reposo, en un cálido diálogo entre piedras y flores; nubes y hombres; soles y fuentes. No obstante, se trata de una frágil forma de existencia, encaminada al fracaso: inevitablemente, el conocimiento establece límites; el crecimiento físico y el ascenso social distraen del fervor espiritual necesario al alma humana. Por ello, Tagore distingue sus contrastes y afirma: “en el país de la minúscula luna creciente, nada entorpecía la libertad del niño. Si renunció a su independencia, tuvo sus razones”.

Inspirado en estas palabras, Alberto Guevara (Tamaulipas, 1971) ha fundado el País de la Pequeña Luna, punto de partida y delta de confluencia de La Bahía del Mono Dorado, libro que reúne siete relatos cortos, destinados a niños de 8 a 10 años de edad. Concebida como “una fantasía de juglares y trovadores”, esta nación resplandeciente se afinca en “un territorio en forma de signo de interrogación”, cuyas preguntas sólo se responden mediante las piedras que, cifradas en un extraño lenguaje, recogen “noticias desconcertantes sobre un pueblo que poseía sus propias historias, sus leyendas, sus libros de herbolaria”. De este modo, el planteamiento del País de la Pequeña Luna acorta las distancias entre la fantasía y la realidad: es un pueblo como cualquier otro, dotado de sus mitos de origen, sus ritos de paso, sus conceptos morales, sus reglas y sus prohibiciones. No obstante, éstos se narran con la naturalidad indispensable para involucrarse con el imaginario infantil y, al mismo tiempo, con la sobriedad necesaria para estimular la imaginación de los adultos.

En efecto, a pesar de las inevitables diferencias estilísticas, lingüísticas y pragmáticas, La Bahía del Mono Dorado no resulta tan distante de la Biblia o de Cien años de soledad. Los tres casos se centran en relatos tradicionales que representan el nacimiento y el desarrollo primario de una colectividad, encarnada en la vena fantástica que subsiste en la mayoría de los pueblos. Sin embargo, los cuentos de Alberto Guevara se refieren a la comunidad más bella y numerosa de la tierra: los niños. Por estos motivos, no deja de recurrir a los elementos tradicionales de otras narraciones infantiles.

De este modo, introduce un ambiente fundacional –rico, cambiante y misterioso–, poblado por una fauna fantástica, que comprende perros cristalinos, mariposas escarchadas y palomas de enamoramiento. Ésta se encuentra regida por un concepto particular de la bondad, la alegría y la belleza, alrededor del cual se acentúa la maravillosa y atemorizante experiencia de ser diferente. Así, entre ecos de cuentos clásicos, Iti, un gusano aparentemente defectuoso, conquista el trono de los Toto; Rusty, un ave de costumbres peculiares, descubre el exquisito sabor de la literatura; Xinto, un joven liberador de pájaros, desvela sus propias alas. Con historias semejantes, La Bahía del Mono Dorado entrecruza un repertorio de transformaciones, éxodos y exilios, tras los cuales resplandece la diversidad del mundo. Por lo tanto, la narración multiplica su naturaleza universal: por un lado, las tramas poseen un carácter tradicional y arquetípico, fácil de identificar e interpretar; por otro, más allá de cualquier elemento didáctico y más cerca del libre ejercicio de la creatividad, convocan a todos los públicos.

Estas características se enriquecen con un estilo literario que conjuga el escape de los lugares comunes con una economía verbal de simplicidad cautivadora, exenta de los arrebatos líricos y las alusiones trilladas que –para bien o para mal– edulcoran los textos destinados a los niños. Para lograr este efecto, los narradores de Alberto Guevara recurren a verbos y sustantivos de gran precisión, a los cuales se unen adjetivos seleccionados con la habilidad de un equilibrista. De esta manera, las voces que habitan el País de la Pequeña Luna consignan la emoción de los acontecimientos que, sin explicaciones mayores, ocurren debido a la imaginación en vuelo. En último término, permiten vislumbrar la pizca de fantasía que pervive en la realidad y, en el mismo parpadeo, el sustrato real que antecede a todo despliegue de fantasía.

Para muestra, basta citar “Instrucciones para escribir un libro”, fragmento de “El País de la Pequeña Luna” que trasluce el credo poético de Alberto Guevara: “Aquel que siente la imperiosa necesidad de escribir un libro, ha de apacentarse tres días bajo la luz de la luna. Durante ese tiempo no ha de musitar palabra alguna. Cuando comprenda el silencio, tendrá que desplazarse a la orilla del acantilado y, si no sufre ninguna clase de vértigo, estará capacitado para dejar su corazón sobre el rostro de una piedra. Antes de escribir el primer capítulo de su libro, anotará el precepto actual de nuestros amanuenses: ‘El autor otorga su anuencia para que este libro desaparezca si alguien es obligado a leerlo’. Los libros que circulan en el país de la pequeña luna creciente han sido escritos por placer y no para fastidiar a nadie”. En pasajes como este –que convierten a La Bahía del Mono Dorado en una lectura muy estimulante–, no estaría mal dar un salto al País de la Pequeña Luna y abandonar, aunque sea por un momento, la nación gris en que habitamos.


Alberto Guevara (2008), La Bahía del Mono Dorado, Cofradía de Coyotes (Coyote Negro), México.

El dulce placer de leer en el País de la Pequeña Luna


Por Arturo Terán

El dulce placer de leer. Uno es un niño cuando lee: recuperamos la capacidad de sorpresa que nos sensibiliza con el entorno, nos volvemos afines con los colores que nos circundan. Los colores son, en este sentido, indicadores de estados de ánimo, señales que la vida nos presenta como anticipación de la risa o la preocupación. Si les gusta leer, es por que también les gustan los caramelos.

En el trasiego cotidiano, en la indiferencia que cargamos como máscara, en la desdicha de considerar al prójimo como enemigo, degustar un dulce placer es humanizar nuestras extremadamente planeadas vidas. Hay que relajar nuestras caras de perro, niños. Hay que comernos un caramelo, leer La Bahía del Mono Dorado. Hoy también soy un niño, uno que se niega a ser el solemne adulto de todos los días. Hoy quiero leer frente a ustedes, niños que me acompañan y cuyos padres no pudieron venir a esta presentación –allá ellos–, un texto que celebra la evocación de un mundo de color e imaginación, creado por Alberto Guevara y capaz de transformarnos a todos en monos inteligentes y dorados.

Cuando Eduardo Villegas, gran amigo y editor de Cofradía de Coyotes, me invitó a participar en la ilustración de este libro, le dije muy entusiasmado que sí, aún sin saber de qué se trataba. Y no me refiero a los cuentos que se dejan leer placenteramente, ágiles, amenos y llenos de un simbolismo ajeno a toda moraleja.

No requieren que sepamos de procesos alquímicos, de órdenes monásticas o de armería medieval, sólo basta con mirar alrededor. Algo que deja ver al gran lector que sin duda es Alberto son estos cuentos que nos trasladan, en un gran ejercicio de la imaginación, a un país que se encuentra a la vuelta de la memoria y que nos hace participar en aventuras extraordinarias. Ese mundo convive cotidianamente con nosotros, en una otredad que los niños manejamos tan hábilmente como los juegos electrónicos, pero que es infinitamente mejor: la posibilidad de imaginar un mundo a imagen y semejanza nuestra. Eso es terrible, pero también puede ser maravilloso, depende de qué tan niños seamos.

A lo que yo me refiero es a que este es mi primer libro para nosotros, los niños, para el cual propongo una serie de dibujos. Con ellos, el ilustrado soy yo mismo, en el entendido de que ilustrar quiere decir, precisamente, dar luz al entendimiento. Me iluminé, fui feliz. Uno de los placeres infantiles son las golosinas y lo equiparo un poco: al estar dibujando, experimenté el placer de la abstracción y el color, del mismo modo en que uno siente en el paladar las texturas de un caramelo. Mis amigos pintores me lo dicen: “Terán, lo tuyo es la abstracción y el color, no lo figurativo” (lo que quiere decir que no sé dibujar, les confío entre paréntesis). A pesar de mis limitaciones técnicas, no evité el goce que me produjo la lectura de los cuentos; tampoco el intento de trasladarlos a la imagen. Mejor dicho, el intento de descubrir el vaso comunicante entre la literatura y la plástica me llevó a alejarme un poco de la temática de los cuentos y a abandonarme en la experiencia de la creación, en su disfrute. Probablemente algunos piensen que no tienen nada que ver con el cuento, pero quiero ser ilustrador, no en el sentido de adornar un texto, sino en el de darnos luz, vida. Ser unas ilustrezas infantiles no es asunto pueril.

Volviendo al acto de golosinear libros, porque eso espero que les provoque esta lectura, quiero que al salir de aquí se vayan directo a comprar un dulce y lo disfruten mientras leen, por ejemplo, “El País de la Pequeña Luna”, poblado por los recolectores de nubes que hemos sido alguna vez, cuando queremos atrapar los gráciles algodones de azúcar en un parque, sean de color rosa o azul, eso depende de qué tan alegres estemos. O qué me dicen de los “perros cristalinos”, que inevitablemente me recuerdan a las gomitas de anís del tamaño de una bombocha, o de las sabrosas pepitorias de tonos tamayescos dobladas sobre sí mismas, como las alas sin desplegar de una “mariposa escarchada” cuando descansa de un largo viaje desde tierras septentrionales. O quizá alguno de ustedes recuerde los sabrosos y mal afamados salvavidas, esos dulces que no se decían tales si no tenían un hoyo en el centro, tal como ocurre, en mi imaginación, con los gusanos Toto. En cuanto a “La calavera celeste”, me parece que no hay mejor símil que los dulces confitados, dotados de un centro al que ansiamos llegar, pero que, muchas veces, no estamos preparados para recibir o disfrutar, pues sólo vemos una diminuta almendra o un triste cacahuate. Recuerden, nada mejor para disfrutar un obsequio que merecerlo.

Volviendo a nuestro libro engolosinado, los monos son, en cambio, de grenetina adicionada con hierro y vitaminas A, B, C y D. Personalmente, nunca me he encontrado con uno dorado, aunque imagino su sabor: son los changuitos de diversos colores y consistencias, listos para llevarse a la boca al menor descuido de los adultos, ya que ellos piensan solamente en la cuenta del dentista y en mostrar, cuando seamos grandes, nuestra mejor sonrisa.

Por este libro desfilan, si son atentos, charamuscas y cocadas, confites y chocolates, colaciones como alfabetos y frutas cristalizadas, palabras que son sinónimo de galleta, bombones sustantivos, verbos amables y agridulces, adjetivos enchilados y oraciones que se desmoronan como mazapanes. Abran el libro como quien recibe un regalo.

Como ven, lo que les digo tiene que ver con la puericia, pero no es trivial. Comparto con ustedes el goce de la creación y el sano ejercicio de la imaginación, que parece escasa en estos tiempos y que anida principalmente en los niños. Embarquémonos en el muelle más cercano. Quien quita y, cuando lleguemos al País de la Pequeña Luna, el mono dorado tenga a bien entregarnos una buena dotación de caramelos y un libro maravilloso.



* Texto escrito para la presentación del libro La Bahía del Mono Dorado, de Alberto Guevara, celebrada en el marco de la 8° Feria Estatal del Libro, en el Centro Cultural Mexiquense.

** La fotografía -en la que aparecen Eduardo Villegas, el editor, y Arturo Terán, el ilustrador del libro- corresponde al stand de Cofradía de Coyotes en la 8° Feria Estatal del Libro.