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31 de julio de 2008

De nuevo las antologías


Con un estilo bastante irregular, Angélica Santa Olaya señala, en el suplemento Laberinto del diario Milenio, la aparición de una nueva antología literaria de pretensiones nacionales, esta vez centrada en la poesía. No sabemos que esperar de este intento, luego de haber llegado a la mitad de Grandes hits y hallar únicamente tres textos valiosos y propositivos. Sin embargo, seguiremos al pendiente.

La nota original puede leerse aquí.

Mapa poético de México

Por Angélica Santa Olaya

Es indiscutible la valía cultural que entraña el libro Del silencio hacia la luz: mapa poético de México, que se distribuirá en agosto en Mérida, Yucatán, y en diversos estados de la república. Realizado por Adán Echeverría (1975) y Armando Pacheco (1980), poetas mexicanos con diversos reconocimientos a su quehacer literario. Una ardua y comprometida labor subyace en la creación de este documento que, sin duda, conformará un archivo histórico al incluir el trabajo de más de 640 poetas nacidos entre 1960 y 1989, que será publicado en discos compactos por el Centro Yucateco de Escritores, A.C., y luego colocado en la web.

Diversas serán las interpretaciones y conclusiones a que darán lugar este trabajo que surgió de las ideas de Echeverría y Pacheco, también editores. Ambos, integrantes del Centro Yucateco de Escritores, se han caracterizado por su generosidad al abrir las páginas de sus revistas, Navegaciones Zur y Letras en Rebeldía, a un abanico autoral geográfico y generacional diverso donde el único requisito es la literatura.

El criterio de selección en el mapa se ha definido por dos características básicas que fueron la llave de entrada a la lista de poetas incluidos en esta antología: haber recibido un premio de poesía o publicado al menos una plaquette y/o haber publicado poemas en alguna de las revistas indexadas en el Sistema de Información Cultural de Conaculta.

Quiero hacer hincapié en el factor inclusivo que le da forma a este documento. La razón es que —aun cuando en este texto no podamos tampoco librarnos totalmente de los criterios— se trata de criterios más abiertos que aquellos cuyo indicador es un dedo de fuego que dicta lo que es poesía y lo que no. Tópico siempre controvertido por temporal o subjetivo. No vamos a ahondar en este tema puesto que, como ya dijimos, no es factor de discernimiento en este documento, al menos por parte de los compiladores, quienes no tuvieron en mente la frase “de reconocido prestigio” para seleccionar a los autores que pueden encontrarse en él.

El criterio, acá, está colocado fuera de los antologadores para ser, en todo caso, sustentado por las instituciones culturales que definen el trayecto de la poesía en México. Por un lado, los jurados de los premios de poesía estatales, nacionales y/o internacionales (aun con todos sus “queveres”); y por otro, las editoriales que coadyuvan a la difusión del trabajo poético —aun tratándose de ediciones de autor, lo cual no demerita el trabajo y el reconocimiento de la obra, de acuerdo con Echeverría y Pacheco.

A este respecto, Adán se refiere al trabajo que han realizado como “un pequeño muestrario que permite al lector tener la oportunidad de conocer la calidad de los antologadores y preguntarse: ¿es ésta la poesía que se escribe en México?”. Adán insiste en señalar que ellos no pretenden erigirse en “gurús” de la poesía nacional, “nos atenemos a dar a conocer el trabajo poético de los autores que han sido declarados poetas por otras personas”. Hago notar que lo que él llama “un pequeño muestrario” es un documento que, a la fecha, cuenta con 2 mil cuartillas reunidas en siete volúmenes que incluyen las fichas biográficas de autores de tres décadas. El mapa contempla cinco zonas: Distrito Federal, norte, sureste, occidente y centro. Información que ha sido recogida en una exhaustiva revisión de antologías, revistas y libros publicados en años recientes, e incluso datos tomados de medios electrónicos como blogs. Cada zona, aun formando parte de un todo, tiene sus propias características escriturales determinadas por diversos factores.

Los autores del mapa poético vertieron en la web, hace unos meses —en la página de internet: http://www.lacoctelera.com/eldrenajeliterario—, una imagen gráfica donde la participación del Distrito Federal en este mapa se calcula en 29 por ciento. Resulta raro ver la poesía reducida a números y porcentajes, sin embargo, las estadísticas motivan reflexiones sobre la riqueza y la diversidad de ese porcentaje que, visto de una manera fría y aislada, puede no decir mucho, pero que, analizado desde la perspectiva demográfica, representa el trabajo poético de una amplia población de autores que conforman esta amalgama de culturas y etnias no sólo internas sino externas: personas nacidas en otro estado de la república que radican en él, y otras que nacieron aquí, pero cuyos orígenes se encuentran en otro sitio.

Tan diversa como su origen es la muestra que Adán y Armando han logrado conjuntar en este documento. Voces que se ocupan de las pasiones y otras que prefieren el fértil terreno de las reflexiones convertidas en poesía, confluyendo siempre en el sentir de estos seres que eligieron el camino de la poesía para expresarse.

Mostrar, sopesar y comparar el trabajo poético que se realiza de un lado a otro del país son los objetivos de estos autores. Porque mostrar al mundo las entrañas no deja de ser un acto kamikaze. Para catar a satisfacción esta nueva bandeja de voces habrá que aguardar un poco. Apenas unas cuantas letras más que no han pretendido la resta sino la adición y, ¿por qué no?, la adicción.

19 de julio de 2008

Entre la imprenta y el zapping (reportaje robado)



En las páginas de El País correspondientes al día de hoy, Carlos Monsiváis se interroga sobre las funciones de la novela, el teatro, el ensayo y la poesía, en un momento histórico dominado por los medios de comunicación y las presiones económicas. La respuesta resulta interesante e insuficiente. Habrá que producir la propia.

Entre la imprenta y el zapping

Por Carlos Monsiváis

En la América Latina de hoy, ¿qué papel desempeñan la novela, el teatro, el ensayo, la poesía? Funciones muy diferentes a las ejercidas hace apenas una generación. Ante el Internet, el predominio de las imágenes, la proclamación (falsa) del fin de la Era de Gutenberg y el vigor del analfabetismo funcional, el público se recompone, se amplía, se reduce. Y a los diagnósticos al respecto los acompañan el pesimismo y su complemento directo, el triunfalismo, confiados tan sólo en las fuerzas del mercado.

Lo más señalado de este momento es la globalización de la literatura y de las artes en general, pero este proceso, iniciado en el siglo XIX, lo obstaculizan las devastaciones sucesivas de los países. Cito algunas:

- La caída incesante de la economía en la que a las mayorías toca (un caso de “abismo revolvente”).

- Las crisis políticas sobredeterminadas por el mundo financiero.

- El neoliberalismo que incorpora a las naciones a “la obsolescencia planeada”.

- El imperio de los medios electrónicos.

- El fracaso reconocido en forma unánime del proceso educativo (público y privado), hecho a un lado por el culto a la tecnología y por la sobrevaloración del éxito económico, la única prueba aceptada de acceso a la educación…

- El tipo del tipo de best sellers que se definen como “los libros que le gustan a quienes no gustan de la lectura”. (Por fortuna, lo light no es el único campo de los best sellers).

- La tendencia académica de las especializaciones absolutas que suele ignorar el placer de la escritura y la lectura.

- La gran importancia formativa del cine que lleva tiempo desplazando a la literatura como criterio de modernización.

- El abandono creciente de la fe en la imaginación individual, hecho a un lado por la manipulación tecnológica. (“En donde estuvo la conciencia, aparecen los efectos especiales”).

- El peso de la demografía y el tamaño de las ciudades.

En este panorama, muy poco del legado típico parece firme, la repetición de fórmulas hace las veces de ánimo crepuscular, y las demandas de la educación media representan a la tradición. Ahora, el mayor peligro para la novela no es el culto de las imágenes (que obliga en demasiados sitios a sólo considerar novela a la telenovela), ni el desdén tecnológico por la letra escrita, ni siquiera la incomunicación cultural entre los países latinoamericanos, sino la catástrofe educativa, robustecida por el desplome de las economías y el desprecio neoliberal por las humanidades. El neoliberalismo es por definición rápido, el encumbramiento de una minoría depredadora, y por ello se privilegia a la educación privada al margen de los niveles de calidad, y allí, con énfasis, la aptitud tecnológica es la cima, lo que se traduce en el menosprecio por el humanismo, la adopción ornamental de la cultura, y la burocratización en materia educativa.

Persiste el impulso cultural de una minoría, se vigoriza el fin de las prácticas mnemotécnicas en la educación primaria (el gusto por la poesía se inicia en su memorización), sigue el deterioro de la profesión magisterial, desaparece la mayoría de los contextos culturales, que habían sido el idioma compartido de los países de habla hispana. Ahora, quien desee la difusión masiva deberá en cada libro incluir los niveles informativos prevalecientes. Si se acude a los conocimientos culturales “de antes”, deben explicarse de inmediato porque los diccionarios son sitios del destierro. Los niños y los jóvenes no incluyen por lo común la lectura entre sus aficiones básicas, sin que esto consolide en lo mínimo a las profecías desoladoras sobre el exterminio de la lectura. El libro persiste, pero ha pasado de necesidad pública a demanda de sector, salvo casos excepcionales, precisamente ahora en su expansión posible.

En la educación sentimental y sexual, sin embargo, el rock, el sonido de la modernización, el hip hop, el rap y las infinitas variantes de la tecnología aplicada jamás desplazan del todo a la cumbia, la salsa, el vallenato, el tango, el bolero, la canción ranchera. Más allá de la calidad de parte del rock y de las promociones industriales permanece el canon de modelos de vida, de mitos que ajustan las sensaciones de éxito y de fracaso, de pautas de la conducta consideradas impensables unos años o unos minutos antes.

¿Qué reemplaza a las guías tradicionales de las metamorfosis individuales y colectivas, a la poesía, la novela, el teatro? Con lo anterior no insinúo siquiera que la poesía y la narrativa hayan perdido sus facultades liberadoras y creativas; por el contrario, de la literatura continúan desprendiéndose las grandes atmósferas formativas, lo que certifican por ejemplo la trilogía de los Anillos de Tolkien, la poesía de Sylvia Plath y Jaime Sabines, las novelas de Coetzee y García Márquez. Sin embargo, en lo que a las mayorías se refiere, el influjo mítico de los libros se ha evaporado en buena medida, concentrándose en los sectores minoritarios que no se expanden según los ritmos de la demografía, aunque sí determinan las adaptaciones de cine y televisión.

Al irrumpir las leyes del mercado, los géneros fílmicos y televisivos se modifican con rapidez. El cine-cómic que inicia la serie de Star Wars seduce profusamente en el mundo entero, pero ya tienen nombre los atributos de su fascinación, los efectos especiales, anuncio de la jubilación inevitable de la magia que atrapa a cada generación infantil. En la mayoría de los filmes de éxito desbordado, el hechizo radica en la alta tecnología, y la belleza o la obviedad de las imágenes son la substancia de la dependencia de la pantalla.

En su turno, los efectos de la televisión, ante profundísimos a corto plazo y por acumulación, suelen carecer del brillo del prestigio íntimo, aunque esto ya se transforma gracias al muy buen nivel de las series sobre la vida cotidiana, abordada desde la franqueza o desde la derrota de la censura como se quiera (los primeros “clásicos”: Sex and the City, The Sopranos, 24 horas, Queer as Folk, Oz, Six Feet Under). Y lleva tiempo que los productos latinoamericanos no permiten que las personas, aun las menos críticas, consideren a la televisión su cómplice ideal: “Si en el mismo espejo se contemplan todos mis vecinos y mis parientes, yo no puedo ser Narciso”. Y al no existir como antídoto a la televisión los llamados dramáticos en el camino a Damasco (“Saulo, Saulo, ¿por qué no me apagas de vez en cuando?”), se difuminan las posibilidades televisivas de constituir otra vanguardia del comportamiento.

Todavía se cumple el apotegma de Marshall McLuhan: “El medio es el mensaje”, pero casi siempre el medio es también la moraleja.

Los libros no leídos (reportaje robado)


El suplemento Hoja por hoja, en el ya lejano mes de mayo, publicó el siguiente reportaje, que, aunque cáustico y burlón por momentos, retrata la triste realidad nacional. Lo reproducimos aquí.

Los libros no leídos

Por Fedro Carlos Guillén

Existen cifras que de acuerdo con el temporal informativo se nos ofrecen a los mexicanos y que dan cuenta de lo poco que leemos, dato que las más de las veces se vive con escándalo intelectual, y entonces las lumbreras de la cultura mexicana se quejan de lo brutos que somos, de lo mal que están las cosas y de cómo los tiempos que se han ido siempre fueron mejores. Cuando el dato estalla (menos de un libro por habitante al año en nuestro país), se reinventan hilos negros y multicolores con propuestas de una lucidez sin igual, como “hay que hacer que los jóvenes se enamoren de los libros” (imaginar a un adolescente enamorado de Platero y yo) o “se debe leer obligatoriamente en las escuelas”. Esta última estrategia, que desgraciadamente no es una broma sino una propuesta surgida de un miembro conspicuo del sector educativo, ya ha sido, por cierto, probada históricamente, demostrando que lo único que se logra cuando alguien lee a la fuerza y no por gusto es que considere que La metamorfosis de Kafka es una porquería irremediable, como es mi caso, también irremediablemente y a pesar de las protestas de mis amigos intelectuales que me dicen algo que ya sé: “no entiendes nada”.

Las razones que explican esta falta de avidez por los libros representan un rosario multivariado. En primer lugar, hoy los libros compiten poco y mal con un juego de video que tiene la propiedad de producir epilepsia fulminante en un niño de once años. Por otro lado, las escuelas mexicanas cuentan con un lastre impresionante: una especie endémica conocida generalmente como “maestro” que ayuda poco. Quien haya presenciado las manifestaciones docentes en los últimos años tendrá que convenir conmigo en que si la esperanza de que nuestras criaturas lean está depositada en estos mentores, podemos esperar cómodamente sentados a que esto ocurra hasta el devenir de la noche de los tiempos. Un tercer elemento ya no se vincula con cuánto se lee, sino con lo que se lee, y ahí el panorama tampoco es muy esperanzador. Es claro que el milenarismo y la autoayuda han llegado para quedarse y que la producción literaria con algún destino comercial se basa en títulos como Manual del seductor infalible, Cómo bajar veinte kilos comiendo machitos o Guía práctica para conectarse con el más allá. Por supuesto no seré yo quien cuestione estas preferencias, ya que mucha bilis han invertido nuestros analistas en demostrar que esta basura efectivamente lo es.

Cualquier persona que no sea imbécil debería entender que, ante este panorama desolador, la industria editorial tendría que aplicar un principio de eficacia para tratar de atenuar los posibles daños. La sorpresa es que esto –que parece lógico– escapa de cualquier control en el preciso momento en que se inicia el proceso que, como se sabe, arranca con un señor viendo al cielo frente a una pantalla en blanco y buscando inspiración.

Quizás el momento más sencillo de esta maquinaria productiva es el de escribir un libro; para ello basta una idea, alguien medianamente lúcido que tenga algo que decir y una cierta disciplina para armarlo de manera legible. Acto seguido empieza un proceso muy parecido al Rosario de Amozoc. El escritor acude con su manuscrito a una casa editorial (que normalmente lo recibe como los aborígenes al capitán Cook) y entonces el editor dice, lacónico: “nosotros le avisamos”. En ese momento empieza la fase de dictamen (que puede durar una era geológica), por medio de la cual la casa editora le da a leer a un señor que asumimos experto en las reacciones del público, el libro de marras. En el mayor número de los casos el dictamen es negativo, pero, de cuando en cuando y para sorpresa del autor, se le dice que sí. Éste se embriaga con sus amigos, festeja y, si le va bien, se gasta los cinco mil pesos de regalías anticipadas que recibió.

Acto seguido, la editorial imprime el texto (normalmente tres mil ejemplares) e inicia una campaña de mercadotecnia que tiene la eficacia de un rifle de municiones; si hay recursos (nunca los hay) se invita a una presentación del libro donde cuates y gorrones se enteran de algo que ya sabían: se ha publicado un libro. Sin embargo, las fuentes culturales difícilmente abrevan de estos ágapes y la promoción se reduce a una notita invisible. Una segunda estrategia es hacer una gira de medios en la que, de acuerdo con las posibilidades del editor, se agendan las entrevistas con el autor. Lo más probable es que se logre una charla en la radio a las tres de la mañana con un locutor que no sólo no leyó el libro, sino que difícilmente entiende cómo la vida lo puso en la circunstancia de entrevistar a alguien que no tiene el gusto de conocer.

El tercer paso de este desastre ocurre con un concepto elemental: la distribución. Uno pensaría que una prioridad del editor es poner rápidamente todos los libros a la venta en el menor tiempo posible, ya que de eso se trata el negocio (pensar de otra manera supondría un talento comercial equivalente al de Capulina). Sin embargo, cuando se llega a buscar un libro (la estrategia más ignominiosa pero la más eficaz es buscar uno propio) invariablemente se encuentra con la respuesta del librero en el sentido de que a) está agotado o b) no ha llegado. La primera sería una noticia estupenda en el caso de que fuera cierta, pero no lo es; esto es comprobable con el cobro de regalías que suelen ascender a cuatrocientos pesos gracias a los catorce volúmenes que se vendieron en los seis últimos meses. La segunda es altamente probable y se basa en una ecuación donde los libreros (poco informados y mal preparados) deciden qué adquirir en condiciones frecuentemente leoninas. Los editores, en consecuencia, se quejan de este trato y hacen poco por remediarlo. El resultado final puede ser de grand gignol, ya que en muchos casos los libros ya reseñados no se encuentran aún en las librerías o, peor aún, los libros que llevan meses sin promoción alguna son anunciados por sus autores como “una novedad que ha sido bien recibida”. Es el caso reciente de un señor que reseñé en estas páginas y que lucía patético hablando de lo bien que le iba a un libro bastante malo.

Veamos: una industria comercial, cualquiera que ésta sea, tendría que promover el mayor éxito posible dentro de su gremio. De cuando en cuando escucho quejas por la falta de apoyos gubernamentales a las tareas editoriales que, si bien pueden ser acreditables, se disipan ante esta especie de harakiri en contra de que un libro llegue a un lector cerrando un círculo virtuoso. Las pistas para salir de este atolladero las podría entender cualquiera no fuera idiota. Todo libro requiere cierta promoción, que no implica gastos descomunales. Asimismo, es menester que se encuentre en los puntos de venta una vez que sido promocionado. El tercer paso es que los libreros entiendan que el hecho de tener el sartén por el mango no debería otorgarles esa arrogancia de pulgares levantados, ya que, en muchos casos, su desconocimiento de una obra o un catálogo los afecta económicamente. Los reseñistas tendrían que salir de su tono críptico e insondable y decirnos llanamente si recomiendan o no un libro, ya que poco ayuda un comentario como “la prosa de Fulanito se difunde como un aleluya espiritual en el que las letras forman parte de un carnaval caótico”, y entonces uno no sabe si el libro es notabilidad o bodrio. Finalmente, los lectores deberían estar claros en que la compra de un libro supone el acto de leerlo y utilizar esa experiencia para compartirla con sus amigos (el “boca a boca” ha sido el secreto del éxito de libros como La sombra del viento, de Ruiz Zafón).

Nuestro país se caracteriza por su notable capacidad para quebrarlo todo. Carreteras, cines o fideicomisos son sólo algunos ejemplos. Las claves son simples: falta de comunicación, rapiña y fagocitosis empresarial. Parecería ser que la industria editorial en nuestro país no aprende una lección elemental: publicar un libro tiene costos y éstos no se recuperarán nunca sin una adecuada comercialización y difusión de su producto. No se trata de seguir las reglas descarnadas del mercado, simplemente de utilizar un poco de sentido común. De otra manera, los escritores (ese gremio añorante) desaparecerán como los dinosaurios o, peor aún, se dedicarán a escribir libros como Caldo de pollo para el alma, que es una forma indigna de morir, literariamente hablando.

7 de julio de 2008

Ni rencor ni sentimentalismo: Bromas para mi padre, de Eduardo Osorio



Por Margarita Hernández Martínez

I

El pasado quince de junio, las familias dispares se reunieron, los restaurantes se abarrotaron y los centros comerciales devolvieron a la calle a cientos de consumidores atiborrados de paquetes. Sin embargo, nada suaviza la imagen del padre: ni los regalos ostentosamente individuales –en franco contraste con las planchas y lavadoras características del Día de las Madres–, ni las comidas dilatadas y pantagruélicas, acompañadas de copas, Mañanitas y abrazos que no abrigan reconciliaciones permanentes. Como todas las celebraciones de su especie, el Día del Padre –único e indivisible, a diferencia de las múltiples madres que habitan cada cuerpo femenino– se ha convertido en un despliegue de remordimiento mercantil que agita, en ese silencio lleno de fiesta descrito por Octavio Paz, antiguas melancolías, distancias autoritarias y habituales sentimientos de abandono. Petrificado por la vida o desacralizado con la muerte, el padre es la encarnación del diálogo imposible: lo ha experimentado Juan Preciado y lo ha dicho Enriqueta Ochoa (“para poderte hablar / así, de frente, / tuve que echarme toda una vida / a llorar sobre tus huesos”). Habría que proponer otra forma de relacionarse con él, más allá del festejo tradicional y las convenciones.

II

“Un falso cinismo disfrazado de humor asume a pausas la conciencia de la muerte”, anuncia la contraportada de Bromas para mi padre, del escritor mexiquense Eduardo Osorio (Toluca, 1958). No obstante, este brevísimo libro –pues suma apenas 60 páginas y se lee en poco más de 30 minutos– no se estanca en la reformulación de un tema que –nos ha demostrado Pedro Páramo– es más propicio al rencor que a la confesión: el deceso del padre, ausente ya desde la vida. Tampoco muestra afinidades con los doloridos versos de Retorno de Electra, más cercanos a la reformulación íntima de un antiguo mito griego que a la construcción de un imaginario estrictamente personal.

Desde esta perspectiva, los textos contenidos en Bromas para mi padre –oscilantes, por lo demás, entre la minificción y la prosa poética– resultan novedosos en más de un sentido: no sólo expresan el cariño de un hombre por otro, sino que manifiestan el afecto –llano, genuino y nada celebratorio– de un hijo por su padre, independientemente de su fallecimiento. Acorde con estas innovaciones temáticas, Osorio propone una estructura narrativa polifónica, con todos sus jugueteos y contradicciones; sus dudas y paradojas: mientras una voz afirma, clara y contundente, “escribo de ti y de tu muerte sin pudor alguno”; otra, sobrecogida por la angustia general, susurra: “mejor será que me comporte como todos y me ponga a plañir por un desconocido”.

De este modo, ambos personajes –padre inevitablemente muerto; hijo irremisiblemente creador– cobran una nueva textura humana, una especie de vulnerabilidad que los devuelve al terreno de la comunión y el diálogo. Así, la fría figura autoritaria se rompe y muestra “el maquillaje cenizo de [sus] labios rotos, [su] párpado violeta”; en tanto, su descendiente al fin se reconoce e interroga: “¿de quién voy a ser el hijo terrible, pródigo y consentido?”. Estas frases cómicas y consternadas, que abundan a lo largo del texto, son fuente de calurosas ironías (“¿acaso no fuiste tú el primero en comprar una calaverita de azúcar con mi nombre?”), de reproches y disculpas suaves (“¿no podrías morir sin lastimarme?”), de peticiones delicadas y humildes (“¿abrirías tu lápida para invitarme a platicar un rato?”, “¿a qué nube te mando mis recados?”) que transforman el lenguaje destinado al padre en una condensación afectuosa, íntima y enérgica, que aspira, además, a la prolongación en otras generaciones: “si acaso llegaras a mi cama para desquitarte, para jalarme los pies hacia tu mundo, espero despertar y descubrir que no eres tú, sino mi hijo, pidiendo el desayuno”. Con estos elementos, Bromas para mi padre salta sobre los paradigmas y constituye, sin duda, un libro sobre el asombro inherente al verdadero amor, más allá del rencor y el sentimentalismo.

Eduardo Osorio (2004), Bromas para mi padre, Instituto Mexiquense de Cultura / Centro Toluqueño de Escritores, Toluca.


* Texto correspondiente a la plana cultural del mes de julio.

Noticias frescas del país de los verbívoros


Por José Antonio Romero Reyes

Se ha descubierto la existencia de un nuevo país habitado por peculiares criaturas devoradoras de verbos y demás palabras: la bella ciudad de Verbalia. Según informes de nuestros arriesgados corresponsales, la fundación de Verbalia figura oficialmente en sus anales (bueno, en sus crónicas) desde el día 20 del mes 02 del año 2002 a las 20:02. De manera inevitable, su gusto por las capicúas ya venía como su etiqueta de origen.

Verbalia es una ciudad cosmopolita en la que las diferencias se unen para acentuar las coincidencias. En ella se han establecido ingleses, castellanos, catalanes, italianos y franceses. Cada uno establece su lengua materna en sus colonias, pero, a fin de cuentas, las reglas de juego son las mismas: en cada uno de estos idiomas se pueden jugar los mismos juegos de los otros. En Verbalia se hablan todos estos idiomas, pero su Carta Magna es la misma. Algunos de sus más añejos habitantes dicen que existen cerca de cincuenta juegos de palabras diferentes en cada idioma, juegos que nos vacunan contra el aburrimiento y la llamada esterilidad creativa; pero están por hacerse más.

Esta semana, el reto es crear las frases más latosas para escribir en el celular; mensajes donde las palabras utilicen las letras de la misma tecla (abc, def, pqr, etcétera) y nos obliguen a tardarnos en mandar el SMS. Uno de los grandes misterios por resolver en Verbalia consiste en analizar algunas frases hechas que no corresponden con la realidad: ¿por qué decimos “las tres de la mañana” en vez de “las tres de la noche”, si, en efecto, no hay sol a esas horas de la madrugada? Me tengo que yo sé la respuesta y, sorpréndase, la explicación no está ni en la gramática ni en los usos y costumbres, sino en la matemática, y es perfectamente lógica esa frase… pero no les resolveré el misterio a mis amigos verbívoros hasta conseguir la visa vitalicia en Verbalia. Por cierto, pueden avisarle a don Armando Hoyos que mande sus preguntas, aquí el ingenio se toma en serio.

Verbalia, país perfectamente visitable y hospitalario, ha logrado lo que algunos recintos llamados aulas de clase no: estimular el interés por la lengua empezando por verla como juego. Los juegos verbales, bien aprovechados, nos proporcionan información práctica acerca de nuestra tradición literaria, nos obligan a aprender gramática intuitivamente (no es poca cosa acomodar palabras que cumplan con ciertas restricciones y que el resultado sea lógico o, siquiera, coherente), desarrollan la capacidad de trabajo y de reflexión acerca de nuestra lengua y, quizá lo más importante, son una vacuna confiable contra la esterilidad creativa. Para escribir no siempre hace falta una buena historia, sino la disposición a jugar y a trabajar con las palabras, la invitación a devorarlas y tomarles todo el sabor posible, exprimirles todo su jugo.

El gobernante y fundador de Verbalia nos ha concedido una rápida entrevista para El Espectador:

- Don Màrius Serra, presidente constitucional de Verbalia, buenas noches. ¿Qué nos puede decir acerca de la fundación de Verbalia?

- De momento, no nos molesten, estamos muy atareados jugando.

- Gracias, señor presidente. Seguiremos informando.



* Texto correspondiente a la plana cultural del mes de julio.



** La fotografía original puede verse aquí.

Efraín Bartolomé y el canto sagrado



Por Heber Quijano

Al leer Ojo de jaguar de Efraín Bartolomé (1950), la fuerza expresiva con que el poeta de Ocosingo habla de la selva y del ambiente monzónico genera un impacto intenso, un rugido destellante. Quién puede pararse en medio de la selva sin sentirse pequeño ante su majestuosidad. Minúsculos roedores cibernéticos como somos quienes ya vivimos con un ratón en la mano, que es casi un apéndice de nuestro cuerpo, poco podremos entender de la importancia vital y metafísica de los espacios abiertos, verdes y sin luz eléctrica.

Sin embargo, la selva de Bartolomé no es la selva lacandona de hoy, que vive en una intensa depredación matricida. No, la selva de Bartolomé no es solamente la selva tupida, indómita, que siempre ofrece su venas a los animales o a los peregrinos, sino “el oro real: el privilegio de vivir en el Edén, en el Paraíso, en el Galaad”. De esa manera, podemos ver cómo confluyen dos fuerzas ineludibles: Ojo de jaguar “es […] un intento por recuperar el Paraíso perdido de la infancia, que ha sido incinerado en los altares del progreso”. Ese Paraíso es ambas cosas a la vez: la selva y la infancia, y ambas han sido pervertidas por las fuerzas destructoras de la máquina, la ciudad y el consumo.

Para Efraín Bartolomé, la poesía se convierte en una forma de regresar a la región fantástica y uterina que es la selva y, al mismo tiempo, a la vida, aunque también lleva consigo una militancia mítica y un grito de guerra, con la palabra por delante. Así, en la entrevista que le hizo Juan Domingo Argüelles, podemos percibir por qué Bartolomé entiende la poesía como “la invocación de la Gran Diosa desde lo más profundo del corazón humano. Hundir el lápiz afilado hasta el fondo del corazón sombrío y escribir con sangre o luz lo que tengas que decir a la Diosa”.

Su poesía es un canto que crea, de la nada, el cosmos; un canto capaz de aprehenderlo y entenderlo, como lectores y como habitantes de su propia inmensidad: “¡arrodíllate Sol, te estoy nombrando!”. Un verso de tal magnitud puede hacernos pensar en la sentencia en la cual Huidobro equipara al poeta con un pequeño dios y orillarnos a percibir el universo de dos formas: la vital y la verbal. Ya Julio Cortázar hacía decir a sus extravagantes personajes del Club de la Serpiente, en Rayuela, que “lenguaje quiere decir residencia en una realidad”, ello podría develarnos el afán estético de Ojo de jaguar y quizás un poco del espíritu poético de Efraín Bartolomé. Sin embargo, lo mejor es estar inmiscuidos entre sus versos y su aliteraciones, quizá acechados por un jaguar diurno o por una acacia húmeda.

Efraín Bartolomé (1994), Agua lustral. Poesía 1982-1987, Conaculta, México.

Juan Domingo Argüelles (1997), Diálogo con la poesía de Efraín Bartolomé, Instituto Mexiquense de Cultura, Toluca.



* Texto correspondiente a la plana cultural del mes de julio.