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30 de junio de 2008

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Aunque hace poco escribimos el epílogo de esta discusión, el mismo suplemento Laberinto que publicó las crónicas de Machado sacó a la luz esta entrevista con Tryno Maldonado. Y ya tenemos el libro en las manos.

Tryno Maldonado: “Somos la primera generación sin patriarca”

Por Héctor González

Diecinueve autores nacidos en los setenta han sido reunidos en un libro publicado por Almadía, que muestra que éste es un grupo de individualidades con búsquedas diversas, según el antologador.

“La cosa se va a poner buena”, dice Tryno Maldonado (Zacatecas, 1977). Autoasumido como el dj de este compilado llamado Grandes Hits. Vol 1. Nueva generación de narradores mexicanos (Almadía), donde se reúne a 19 escritores, que bien podrían considerarse los más promisorios entre quienes nacieron de 1970 a 1979. Como todo ejercicio que implica criterios de selección –y si no que le pregunten a Christopher Domínguez Michael–, éste ha generado polémica, críticas y descalificaciones, a las cuales responde el editor en entrevista.

¿Cuál es la idea de esta antología: un divertimento o la intención de formar un grupo?

Es justo lo contrario. No pretendíamos hacer un canon, un establishment o incluso una propia generación literaria. La idea surgió por iniciativa de Leonardo da Jandra, quien me propuso hacer una antología de nuevos narradores mexicanos. Al principio me mostré muy escéptico, pero después, cuando rastreé a la gente de mi generación, me di cuenta de que ya era buen tiempo para un ejercicio de este tipo, porque varios de los autores ya estaban entregando obras maduras y algunos otros ya tenían proyectos muy definidos. La dinámica de selección estuvo marcada por lo que hace la revista Granta en Inglaterra. Primero formé un consejo consultivo, que en mi caso estuvo integrado por Sergio Pitol, Margo Glantz, Juan Villoro, Guillermo Fadanelli, Cristina Rivera Garza, Rafael Lemus, entre otros. A cada uno le pedí cinco recomendaciones de narradores que hubieran nacido entre el 70 y el 79, y al menos con una obra publicada. A partir de ahí me quedé con una lista de casi 50 autores y luego entró mi criterio como editor y antologador.

¿Cuál fue ese criterio?

Quedarme con las voces más interesantes. Fue una dinámica tipo el top ten de MTV, tenían su lugar asegurado los autores con más recomendaciones. Finalmente ésta es la apuesta que Almadía decidió emprender.

Algunos han dicho que es muy prematuro hacer un libro de este tipo…

Para mí es muy buen tiempo, de hecho ya nos habíamos tardado, algunos de los antologados tienen 37 o 38 años. La mayoría de los autores que incluimos han entregado por lo menos una obra madura e interesante. Creo que el corte de caja quedó muy a tiempo. Aparte es un riesgo que decidimos correr yo como antologador y Almadía como editorial.

Jaime Mesa, autor de su generación mas no incluido en la antología, escribió que esta generación no ha hecho nada para demostrar su valía, ¿qué piensa de esto?

Pues… es muy pronto para emitir esta clase de juicios contundentes. Es complicado exigir a autores que apenas entran en los treinta que entreguen obras maestras. Pero eso es lo interesante del ejercicio de ser editor y de tener la libertad de trabajar en una editorial independiente. Nosotros, en vez de esperar a que un autor madure y entregue obras maestras, salimos a la calle, hablamos con ellos, los rastreamos y leímos completos.

A nivel mercadológico es más fácil colocar a un grupo o a una generación de autores a través de una etiqueta que de manera individual. Así pasó con el boom y el crack. ¿Con ustedes pasará lo mismo?

No lo concebimos así en ningún momento. Una de las características más fuertes de esta generación es que no se reconocen como parte de un grupo o de una tendencia estética o temática. No están buscando agruparse, al contrario. Hay un cúmulo de individualidades interesantes que emprenden búsquedas diversas. Al momento de ponerlos juntos, fue más por interés literario y no mercadológico.

Pero estará de acuerdo que, aunque no lo hayan buscado, se puede prestar para esto. Por ejemplo, en distintos foros ya se habla de la “generación inexistente”…

No sé, me parece más una entelequia producida por la paranoia a la que el patriarcado cultural nos tenía acostumbrado. Lo que no conoces tiendes a ponerlo en un solo cajón, pero espero que por el bien de esta generación no la encasillemos, sería una pena. Tenemos la fortuna de ser la primera generación que empezó a escribir sin la sombra de un patriarca literario, sin un poder hegemónico.

En las generaciones anteriores los autores se disputaban el aval de Fuentes o Pitol, ¿ustedes no tienen esta necesidad?

No sentimos la injerencia de ningún patriarca, esa figura se ha difuminado. También creo que el peso específico o la gravedad del centro se ha desperdigado un poco. Ahora puedes escribir, ser visible y publicable en las editoriales comerciales sin salir de tu ciudad. Yépez escribe desde Tijuana, Montagner lo hace desde Puebla, Pablo Raphael y Guadalupe Nettel trabajan en Barcelona. No tienen la necesidad de vivir en el centro. Gracias a internet estas vías ganan fuerza y los grandes caciques pierden poder.

En la introducción de la antología habla de que no existe un “gran tema”, existe la búsqueda y quizá éste no atraviesa por lo mexicano…

Durante un tiempo la novela y el cuento fueron los encargados de crear la identidad mexicana. Todavía en el siglo XX desde la novela de la Revolución hasta Fuentes, existía esta exigencia. Afortunadamente ya no estamos obligados a devolver las señas de identidad como escritores. En este sentido se han desperdigado los intereses y disciplinas a las que están volteando los nuevos narradores mexicanos. Incluso en varias de las obras de los autores de los setenta existe un afán por boicotear los grandes tópicos mexicanos que se han convertido en clichés. Hay una vuelta a México como tema, pero visto con soslayo, cinismo y sobre todo con desconfianza. Creo que este regreso será muy sano y nos entregará respuestas muy interesantes.

Carlos Fuentes publica La región más transparente a los treinta años; José Agustín ya era un escritor pujante a los veintitantos; ¿ubica en esta generación casos similares?

Tienes razón, ellos eran autores de fuelle con obras maduras a edades muy tempranas. Pero esta generación es más lenta, vive su proceso creativo con más calma. Algunos entregan sus primeras obras a los treinta o a finales de los veinte. Me parece que más que estar atrasados o ser una generación lenta, tiene su propia dinámica y procesos. Todavía no sé a qué respondan estos factores, creo que el mercado editorial está más abierto. Hoy es más fácil publicar que en la época de Fuentes o José Agustín. No sé, quizá tengan desconfianza hacia el mercado que está publicando mucho.

En este sentido, los blogs serían una válvula de escape…

Sí, están siendo las alternativas más viables para la estrechez del mainstream editorial. La mayoría de los autores de esta generación escriben en blogs cosas que de otra forma, a lo mejor por el tema o la inmediatez, no tendrían cabida en un libro o en alguna revista. Somos la generación a la que le tocó la transición de la máquina de escribir a la computadora y al internet.

¿A qué suenan estos Grandes Hits?

Hace poco les pregunté algo parecido a los autores de la antología. Y la respuesta más interesante me la dio Luis Felipe Lomelí, quien me dijo que suena a un estadio vacío, cuando apenas va llegando la gente pero a presenciar un clásico. Así que la cosa todavía se va a poner buena.

Como en todas las antologías, en Grandes Hits. Vol 1. Nueva generación de narradores mexicanos son tan notables las presencias como las ausencias. La siguiente es la lista de escritores incluidos y algunos de los más destacados entre los relegados.

Presentes

Alberto Chimal (1970), Bernardo Esquinca (1972), Bernardo Fernández (1972), Julieta García González (1970), Jorge Harmodio (1972), Luis Felipe Lomelí (1975), Mayra Luna (1974), Alejandra Maldonado (1975), Alain-Paul Mallard (1970), David Miklos (1970), Eduardo Montagner (1975), Guadalupe Nettel (1973), Antonio Ortuño (1976), Antonio Ramos (1977), Pablo Raphael (1970), Juan José Rodríguez (1970), Ximena Sánchez Echenique (1979), Martín Solares (1970) y Heriberto Yépez (1974).

Ausentes

Gonzalo Soltero (1973), Vivian Abenshushan (1972), Ernesto Murguía (1972), Emiliano Monge (1978), Rafael Lemus (1977), Federico Vite (1975), Mariño González (1975), Jaime Mesa (1977), Gabriel Wolfson (1976), Will Rodríguez (1970), Julián Herbert (1971), Fernando de León (1971) y Luis Jorge Boone (1977).

Crónicas escogidas (y también robadas)

El pasado 28 de junio, el suplemento Laberinto publicó este conjunto de divertidas crónicas que me recuerda lo que alguien me dijo un buen día: las crónicas son los cuentos que cuenta la realidad. Las copio aquí, aunque la versión original está disponible acá.

Crónicas escogidas

Por Joaquim Maria Machado de Assis

(Traducción de Alfredo Coello)

De uno de los mayores escritores brasileños, la editorial Sexto Piso ha reunido en un volumen parte de su trabajo periodístico, en el que da cuenta de cosas aparentemente triviales y de la vida cotidiana de su país en el siglo XIX.

El origen de la crónica

Existe un camino más o menos seguro para comenzar la crónica por una trivialidad. Simplemente decir: “¡Qué calor!, ¡qué desatado calor!”. Se dice esto agitando las puntas del pañuelo, resoplando como un toro, o simplemente sacudiéndose el abrigo. Se culpa del calor a los fenómenos atmosféricos, se hacen algunas conjeturas acerca del sol y la luna, otras sobre la fiebre amarilla, se le dedica un suspiro a la ciudad de Petrópolis, y la glace est rompue; ha dado inicio la crónica.

Aunque, lector amigo, ese medio es todavía más viejo que las crónicas, las cuales apenas datan de Esdras. Antes de Esdras, antes de Moisés, antes de Abraham, Isaac y Jacob, incluso antes de Noé, había calor y crónicas. En el paraíso es probable; es cierto que el calor era mediano, y no es una prueba de lo contrario el hecho de que Adán anduviese desnudo. Adán andaba desnudo por dos razones, una capital y otra provincial. La primera es que no había sastres, no existían siquiera los casimires; la segunda es que, aun habiéndolos, Adán andaba suelto al azar. Digo que esta razón es provincial porque nuestras provincias están en las circunstancias del primer hombre.

Cuando la fatal curiosidad de Eva le hizo perder el paraíso, acabó, con esa degradación, la ventaja de una temperatura igual y agradable. Nació el calor y el invierno; vinieron las nieves, los tifones, las sequías, todo el cortejo de males, distribuidos en los 12 meses del año.

No puedo decir con certeza en qué año nació la crónica; sin embargo, existe la probabilidad de creer que fue coetánea de las primeras dos vecinas. Estas vecinas, entre el almuerzo y la cena, se sentaban a la puerta para desmenuzar los sucesos del día. Es muy probable que empezaran a quejarse del calor. Una decía que no podía comer o cenar, otra que tenía la camisa más ensopada que las hierbas que había comido. Pasar de las hierbas a las plantaciones del vecino próximo, y después a las vicisitudes amorosas de dicho vecino y al resto, era la cosa más fácil, natural y posible del mundo. He aquí el origen de la crónica.

Que yo, sabedor o en la conjetura de tan alta prosapia, quiera repetir el medio por el cual las dos abuelas alcanzaron la crónica, es realmente cometer una trivialidad; y aun así, lector, sería difícil hablar de esta quincena sin concederle a la canícula el lugar de honra que le compete. Sería, aunque dispensaré ese medio casi tan viejo como el mundo, únicamente para decir que la verdad más incontestable que he encontrado bajo el sol, es que nadie se debe quejar porque cada persona sea siempre más feliz que la otra.

No afirmo sin prueba.

Hace días fui a un cementerio, a un entierro, por la mañana, en un día ardiente como todos los infiernos y sus respectivas habitaciones. A mi alrededor escuchaba el estribillo general: ¡Qué calor! ¡Qué sol! ¡Es para matar a cualquiera! ¡Es para volverse loco!

¡Íbamos en carros! Nos bajamos a la puerta del cementerio y caminamos un largo trecho. El sol de las 11 de la mañana nos pegaba de frente, sin quitarnos los sombreros, abrimos las sombrillas para guarecernos de sol y continuamos sudando hasta el lugar donde debía verificarse el entierro. En este lugar nos topamos con seis u ocho hombres ocupados en abrir la tumba; estaban con la cabeza descubierta al levantar y hacer caer el pico y la pala. Nosotros enterramos al muerto, regresamos en los carros a nuestras casas o reparticiones. ¿Y ellos? Allí los encontramos, allí los dejamos, al sol, con la cabeza descubierta, trabajando a pico y pala. ¿Si el sol nos hacía mal, qué no les ocasionaría a aquellos pobres diablos durante todas las horas calientes del día?

1 de noviembre de 1887

Cómo comportarse en el tranvía

Se me ocurrió inventar algunas reglas para el uso de quienes frecuentan los bonds. El desarrollo que ha tenido entre nosotros este medio de locomoción esencialmente democrático exige que no sea dejado al puro capricho de los pasajeros. Lo que puedo ofrecer aquí son algunos extractos de mi trabajo; basta decir que está compuesto por nada menos que setenta artículos. Van apenas nueve.

Art. I– De los que tienen catarro

Los que tengan catarro pueden entrar en los bonds con la condición de no toser más de tres veces en el lapso de una hora, y en caso de estornudar, cuatro.

Cuando la tos sea repetitiva hasta el punto de no respetar el límite impuesto, los acatarrados tienen dos alternativas: o viajan de pie, que es un buen ejercicio, o se meten en la cama. También pueden ir a toser a donde se los lleve el diablo.

Los acatarrados que estuvieren en los extremos de los asientos, deben estornudar para el lado de la calle, en vez de hacerlo en el interior del bond, salvo caso de apuesta, mandato religioso o masónico, vocación, etc., etc.

Art. II– De la posición de las piernas

Las piernas deben ir adaptadas de tal forma que no incomoden a los pasajeros del mismo asiento. No se prohíben formalmente las piernas abiertas, con la condición de pagar los otros sitios y cederlos a niñas pobres o viudas desamparadas, mediante una pequeña gratificación.

Art. III– De la lectura de periódicos

Cada vez que el pasajero abra la hoja que está leyendo, tendrá el cuidado de no rozar las aletas de la nariz de los vecinos, ni levantarles los sombreros. Tampoco es agradable apoyarlo en el pasajero de enfrente.

Art. IV– De los cigarrillos

Está permitido el uso de los cigarrillos en dos circunstancias: la primera cuando no haya nadie en el bond, y la segunda al bajarse.

Art. V– De los que todo lo echan a perder

Toda persona que sienta necesidad de contar sus asuntos íntimos, sin interés para nadie, debe primero indagar sobre el pasajero escogido para tal confidencia si él es asaz cristiano y resignado. En caso de que lo sea, preguntarle si prefiere la narración o una descarga de puntapiés. Siendo probable que él prefiera las patadas, la persona debe inmediatamente propinárselas. En el caso, además extraordinario y casi absurdo, de que el pasajero prefiera la narración, el de la propuesta debe hacerlo minuciosamente, enfatizando en las circunstancias más triviales, impugnando los dichos, subrayando y señalando las cosas, de modo que el paciente jure a sus dioses no reincidir.

Art. VI– De los escupitajos

Se reserva el asiento de enfrente para la emisión de los escupitajos, salvo en las ocasiones en que la lluvia obligue a cambiar de posición el asiento. También se pueden emitir en la plataforma de atrás, yendo el pasajero al pie del conductor y de cara a la calle.

Art. VII– De las conversaciones

Cuando dos personas, sentadas a distancia, quieran decir alguna cosa en voz alta, tendrán cuidado de no gastar más de 15 o 20 palabras y, en todo caso, sin alusiones maliciosas, sobre todo si hubiera señoras.

Art. VIII– De las personas con modorra

Las personas con modorra pueden participar de los bonds indirectamente: quedándose en la acera y viéndolos pasar de un lado a otro. Será mejor que vivan en la calle por donde pasan, porque entonces podrán verlos desde su propia ventana.

Art. IX– De los asientos para las señoras

Cuando alguna señora entre, el pasajero de enfrente deberá levantarse y cederle el asiento, no sólo porque es incómodo para él continuar sentado, apretando las piernas, sino también porque es un gran malcriado.

4 de julio de 1883

Reflexiones de un burro

Un jueves, pasadas las tres de la tarde, vi una cosa tan interesante que decidí empezar por ahí esta crónica. Ahora, sin embargo, en el momento de agarrar la pluma, recelo de encontrar en el lector menor gusto que yo para este espectáculo, que le parecerá vulgar y acaso torpe. Perdonen la impertinencia; no todos los gustos son iguales.

Entre la cerca del jardín de la plaza Quinze de Novembro y el lugar donde estaba el antiguo pasadizo, al pie de las vías de los bonds, un burro yacía acostado. El lugar no era propio para el remanso de burros, por lo que mi conclusión fue que no estaba acostado, sino que se había caído. Instantes después, vimos (yo iba con un amigo) al burro levantar la cabeza y medio cuerpo. Los huesos le taladraban la piel, los ojos medio muertos se entrecerraban de vez en cuando. Cabeceaba el infeliz, tan desganado, que parecía estar rondando su muerte.

Frente al animal había algo de hierba desparramada y una lata con agua. Luego, no fue abandonado a su suerte; alguna bondad tuvo el dueño o quien fuese que lo dejó en la plaza, con ese último tentempié a la vista. No fue una acción disminuida. Si el autor de esta acción es alguien que lee las crónicas, y por casualidad lee ésta, reciba desde aquí un apretón de manos. El burro no comió la hierba, ni bebió el agua; estaba para otros pastos y otras aguas, en campos más prolongados y eternos.

Media docena de curiosos estaban detenidos a los pies del animal. Uno de ellos, un niño de diez años, empuñaba una vara, y si no sentía el deseo de golpear con ella el anca del burro, entonces no sé nada de los niños, porque no estaba el niño al lado del pescuezo, y sí justamente al lado de su anca. En honor a la verdad no lo hizo mientras yo estuve allí, que fueron pocos minutos. Esos pocos minutos valieron por una hora o dos. Y si hubiera justicia en la tierra, sería por un siglo. Tal fue el descubrimiento que me tocó desvelar. Y dejo aquí la recomendación a los estudiosos.

A mi parecer, el burro hacía un examen de conciencia. Indiferente a los curiosos, tanto a la hierba como al agua, tenía en su mirar la expresión de los que meditan. Era un trabajo profundo e interior. Esta picardía popular, “por pensar murió un burro”, demuestra que el fenómeno fue mal entendido por los que en un principio lo observaron: el pensamiento no es la causa de la muerte, la muerte es la que lo vuelve necesario. En cuanto a la materia del pensamiento, no dudo de que haya sido el examen de conciencia. Ahora, cuál fue el examen de conciencia de aquel burro, es lo que presumo haber leído en el escaso tiempo que allí gasté. Soy otro Champollion, quizá más grande: no descifré palabras escritas, y sí otras ideas íntimas de la criatura que no podría exprimirlas verbalmente.

Y se diría el burro a sí mismo:

“Por más que revuelva mi conciencia, no encuentro pecado que merezca mi remordimiento. No profané, no mentí, no maté, no calumnié, no ofendí a ninguna persona. En toda mi vida, he dado tres coces como mucho, y eso antes de aprender las maneras de la ciudad y saber el destino del verdadero burro, que es el de ver y callar. De los rebuznos aprendí su lenguaje. A final, me he dado cuenta de que no me entendían y, por vieja costumbre, continúo dando rebuznos con la idea de no agraviar a nadie. Nunca quise menospreciar al hombre. Cuando pasé del tílburi al bond, hubo algunos atropellados y hasta muertos en la calle, prueba de que yo no tenía la culpa y de que nunca perseguía al cochero que se fugaba; siempre me quedé esperando a que llegase la autoridad.

“Recurriendo a la orden más elevada de las acciones, no encuentro en mí el menor recuerdo de haber pensado siquiera en la perturbación de la paz pública. Aparte de que mi índole es contraria a los escándalos, la reflexión me indica que, en tanto no exista ninguna revolución que declare los derechos de los burros, tales derechos no existen. Ningún golpe de Estado existe a favor de éstos; ninguna corona le da abrigo; monarquía, democracia, oligarquía, ninguna forma de gobierno tuvo en cuenta los intereses de mi especie. Cualquiera que sea el régimen, zumba el palo. El palo es mi institución un poco aderezada por la terquedad, que es, a fin de cuentas, mi único defecto. Cuando no me empecinaba, mordía el freno, dando así un bonito ejemplo de sumisión y conformidad. Nunca pregunté por soles o lluvias, bastaba sentir al pasajero en el tílburi o el silbato del bond para inmediatamente arrancar. Hasta aquí los males que no hice: veamos los bienes que practiqué.

“A más de una aventura amorosa habré servido, conduciendo deprisa en el tílburi al novio a la casa de su novia o, simplemente, transitando por lugares desde donde el joven podía mirar a la muchacha que estaba en la ventana. No pocos deudores habré llevado lejos de un acreedor inoportuno. Le enseñé filosofía a mucha gente, esa filosofía que consiste en la levedad del porte y en el reposo de los sentidos. Cuando algún hombre, de estos que llaman juguetones, quería hacer reír a los amigos, siempre acudí en su auxilio, dejando que me diera coscorrones y tirara de mis orejas. En fin…”.

Sin tomar en cuenta a los demás, fui caminando, sin abandonar mi inquietud y desasosiego. Contento por el hallazgo, no podía abstraerme a la tristeza de ver que un burro de tan agraciado pensar fuera a morir. La consideración, mientras tanto, de que todos los burros deben tener las mismas dotes de su especie, me reveló que los que se quedaban no serían menos ejemplares que éste. ¿Por qué no se investigará con más empeño la moral del burro? De la abeja ya se escribió que es superior al hombre, y de la hormiga también, colectivamente hablando. Quiere decir, que sus instituciones políticas son superiores a las nuestras, más racionales. ¿Por qué no pasa lo mismo con el burro, que es más grande?

El viernes, recorriendo la plaza Quinze de Novembro, encontré al animal muerto.

Dos niños, parados, contemplaban el cadáver, un espectáculo repugnante; la infancia, como la ciencia, es curiosa sin asco. Por la tarde ya no había cadáver ni nada. Es así como pasan los trabajos en este mundo. Sin exagerar el mérito del finado, tengo que decir que, si él no inventó la pólvora, tampoco inventó la dinamita. Ya es algo en este final de siglo. Requiescat in pace.

8 de abril de 1894

29 de junio de 2008

Periodismo epistolar (y robado)



El pasado 27 de junio, nuestro ocasional colaborador, José Luis Herrera Arciniega, publicó en la edición electrónica de Portal esta hermosa carta-columna, que representa una manera distinta de recordar uno de los mayores íconos de la historia latinoamericana del siglo XX.

Cien años de Salvador Allende: Carta a Santiago

Por José Luis Herrera Arciniega

Querida, entrañable Paula:

Dentro de dos semanas tendremos fiesta en mi pueblo, Tasquillo, Hidalgo. El motivo será el cumpleaños 100 de mi abuela Margarita. Mira que ella ha sobrevivido ya 24 años a su esposo Efraín, mi abuelo, a quien sigo recordando. El nació en 1910; mi abuela, como es obvio, en 1908. Mira, Paula, que hasta ahora noto este detalle: Margarita es coetánea de Salvador. Salvador Allende, por supuesto. Ella es mexiquense: nació hace cien años en Papalotla, el municipio más pequeño del Estado de México. Salvador Allende nació en Valparaíso, hace cien años. También. A Margarita le haremos su fiesta dentro de dos fines de semana –estoy obligado a ir–. A Salvador Allende le estamos haciendo su fiesta ahora, que es jueves 26 de junio. Igualmente lo recuerdo. Buenas viñas tuvo la raza humana en ese en apariencia distante inicio del siglo XX. Vieras, Paula Calderón, que si se tratara de poner en el recuerdo íconos latinoamericanos, yo no elegiría al típico del Che Guevara y, en contraste, colocaría en primer término la imagen de Salvador Allende. Hace casi seis años tuve el privilegio de apostarme frente a su sólida estatua ahí frente al palacio de La Moneda. Momento, para mí, mágico; ajuste de cuentas luego de los cruentos episodios de septiembre de 1973. Miles de kilómetros recorridos y casi tres décadas para que yo pudiera rendir mi homenaje particular hacia su figura, pues saliendo de mi niñez alcancé a captar que Allende, su trayectoria, tenía un significado peculiar dentro de la historia de lo que, tal vez, yo no sabía aún que existía bajo los términos de la América Latina. Pero que ahora, mediando además los seis años que tú y yo llevamos carteándonos electrónicamente, sé que existe. No era un guerrero. Era un médico y fue alguien que inventó un nuevo camino para la humanidad: el arribo de una propuesta socialista al poder a través de medios democráticos. ¿Te he contado, Paula, que una vez me expulsaron de una clase de matemáticas en la secundaria, porque me atraparon leyendo un panfleto sobre la vía chilena al socialismo? Creo que no, pero la anécdota no importa, sino lo que se concluía en el panfletillo: que la experiencia allendista era la mejor prueba de que la única vía para que el socialismo llegara al poder, era la vía armada. Sigue siendo asunto para teóricos, que en la práctica, creería que aun con lo difícil y costosa que es, la mejor vía para que eso suceda –a contracorriente de la derechización que continúa dándose en diversas partes del mundo, empezando por México–, lo continúa siendo la democrática y vilipendiada experiencia electoral. Con todos sus defectos, y con todo lo que podamos reclamar a los partidos de izquierda que, barro humano, suelen también cometer grandes errores. Estén finalmente en el poder o en plan de oposicionistas. En fin. Con esta carta te comparto que estoy a punto de tener una abuela centenaria, del mismo modo en que tengo ya una figura centenaria a la que admiro y respeto, en ese médico Salvador Allende que es de tu tierra, y en muchos sentidos, de nuestra tierra. Un abrazo, Paula. Que vengan otros centenarios, en esta coetaneidad entre Margarita y Salvador. Un beso y un abrazo, otra vez, nuevamente. En las Alamedas –o la Alameda– de Santiago de Chile… y en Tasquillo, Hidalgo. Vale.

16 de junio de 2008

¿Quién es el corrector de estilo?



El pasado 13 de junio, Heriberto Yépez publicó en Laberinto este interesante comentario acerca de la corrección de estilo, esa labor ingrata y minuciosa que se practica a riesgo de la cordura y la naturalidad. Lo copiamos aquí, aunque la versión original puede consultarse acá.

¿Quién es el corrector de estilo?

Por Heriberto Yépez

Eslabón clandestino en la cadena del libro. Firma invisible. E indeleble. Control freak que se esconde y ríe. El corrector de estilo, supremo perverso.

Primo malvado del traductor, él no traduce de una lengua a otra, sino del idioma errático al idioma cierto. Su título lo indica: él es el arca de lo correcto. Y si la verdad es temible, lo correcto es siniestro.

Hay autores que no desean conocer a sus correctores, ¡los únicos que saben de sus deleznables defectos!

El corrector posee labor ingrata o, en el mejor de los casos, honor sin crédito. Si cumple, nadie lo aplaudirá (el éxito será del autor) y si hay fallas, todas le serán achacadas.

Al estrenarse, el corrector está obsesionado con lo feo y sobrante, lapsus y gazapos, horrores ortográficos y alreveses sintácticos, repeticiones y libertinajes, barbarismos y falacias, neologismos sospechosos de no serlo y vocablos que no saben su sexo.

(Es la única persona en el mundo para quien la palabra anfibología es sumamente importante).

Además de filósofo de lo ajeno, es un crítico literario severo. Pero al contrario del que apenas opina ¡el corrector tiene poder sobre cada detalle del texto!

Detrás de muchos correctores hay un escritor ultraperfeccionista que ha renunciado a la autoría, oficio egocéntrico y falible en extremo.

Otros han enloquecido. Para ellos corregir significa rastrear ruidos. Dar con la cacofonía delatora o la rara rima; ratas verbales que de inmediato exterminan.

Según otros, corregir es cambiar una palabra por otra. (Alegan que hay palabras que, en realidad, no existen.) Y a la palabra que no es real (o está mal) la cambia por otra.

Está persuadido de que corregir es sinónimo de sinonimia.

(Si la expresión “sinónimo de sinonimia” te molesta eres parte de tal estirpe.)

El corrector puede trascender la labor de sucedáneo policía, no obstante, cuando después de lustros de corrección diaria se percata de que en verdad da lo mismo un orden verbal que otro.

Deja la superchería de Lo Exacto a los puritanos. Cada vez corrige menos.

¡Para sentirse vivo ya no necesita enderezar comas!

Si en su mocedad tachaba y enmendaba sin piedad, hoy ha abandonado toda beatería gramatical.

Para este momento se ha vuelto, como Lao Tse, un sagrado holgazán. Su aportación al mundo es la no-corrección.

¡Las manías ajenas ya no le molestan! Iluminado, se limita a pincelar unas pocas tildes faltantes.

Y aunque se le exija volver a su antigua vigilancia sobre el lenguaje, ahora él afirma que tal cual es todo es perfecto. E intachable.

Incluso celebra los méritos de lo errático.

Es, entonces, que el corrector comprende que ningún estilo es superior y que todo texto podría ser infinitamente otro. O ser respetado como ya es. Y es que para esta etapa, el corrector de estilo se ha vuelto un sabio zen.

* La ilustración, como en otras ocasiones, proviene de Flickr. La versión para descargar se encuentra aquí.

La Heredia no estaba muerta (ni andaba de parranda)



Hace ocho meses, reprodujimos esta columna de Dionicio Munguía, en la cual se hablaba, con auténtica desilusión, del cierre de la Biblioteca Pública Municipal “José María Heredia”. Hace unos días, sin embargo, nos enteramos de que ésta sigue funcionando como sede de algunos cursos de verano. En respuesta, Ernesto de la Cueva publicó este reportaje en Milenio. Lo transcribimos a continuación, pues no lo hemos encontrado en los vericuetos de la red.

Revive la Heredia (al menos para este verano)

Por Ernesto de la Cueva

Desde hace unos meses, cuando la Biblioteca Pública “José María Heredia” cerró sus puertas y, según el director del Departamento de Educación, Cultura y Salud del Ayuntamiento de Toluca, Antonio Servín Becerril, solamente ha habido en el inmueble un concierto de la Banda Municipal, los proyectos en los que la Dirección trabaja involucran a este inmueble, al menos para impartir ahí cursos de verano.

Servín Becerril, en entrevista con este medio, señaló, sobre el futuro de la Heredia, que, “éste, finalmente, es un inmueble donde pueden converger actividades culturales y actividades sociales; pueden efectuarse talleres, conferencias, pláticas, charlas, exposiciones, talleres de lectura, etcétera [...] y estamos interesados en utilizarlo”.

Señaló también que el Ayuntamiento sigue “evaluando proyectos, que es lo más necesario y conducente y será, al final, una decisión del cuerpo edilicio la que determine lo que se hará ahí”.

Negó que haya un plan más allá de la adecuación del espacio para brindar talleres entre los meses de junio y agosto; sin embargo, afirmó que, mientras el Ayuntamiento decide qué hacer con el inmueble, la figura será parecida a la de la Capilla Exenta, en donde, además de las charlas y pláticas, es empleado para fines administrativos.

El Director de Cultura de Toluca prefirió reservarse su opinión sobre el mejor uso que podría dársele al inmueble; sin embargo, comentó que, en los últimos meses, el edificio ha sufrido remodelaciones menores, como las de los sistemas hidráulicos y eléctricos. “Pronto lo pintaremos de blanco, como nos los marca la normatividad. Nos preocupa que no se deteriore el inmueble”, dijo.

Recordó que este inmueble está en comodato con el Ayuntamiento desde hace más de 20 años y, actualmente, según informó, se encuentra protegido por el Instituto Nacional de Antropología e Historia.

La ludoteca

Sin querer mencionar más detalles ni relacionarla con la Heredia, Servín Becerril comentó que el Ayuntamiento está preparando una ludoteca “para la gente que esté interesada en meter a sus niños a una”.

* La ilustración proviene de Flickr. La versión original puede descargarse aquí.

11 de junio de 2008

Espectáculo encuadernado (reportaje robado)


Hace ya varias semanas –en vísperas de la Feria del Libro de Madrid, que concluirá el domingo que viene–, Manuel Rodríguez Rivero publicó en El País este reportaje acerca de las visiones contemporáneas de uno de los productos que han permanecido constantemente en el mercado –quiérase o no– durante varios siglos. Resulta bastante útil para saber que no sólo en México se cuecen habas y que las estrategias a favor de la lectura se ven influidas por el marketing en todas partes.

Espectáculo encuadernado

Por Manuel Rodríguez Rivero

Ahora resulta que “al libro le sienta bien la crisis”. La verdad es que no recuerdo un clima semejante de euforia libresca desde la época en que, durante los primeros gobiernos socialistas, la gente parecía infectada por el virus de la alta cultura (ópera, conciertos, teatro) y, tras años a dieta de ensayo de actualidad política, se lanzó a comprar las novelas “diferentes” de los (entonces) jóvenes autores de la llamada “nueva narrativa”.

Mientras casi todos los demás sectores crujen, el del libro parece inmune a la contracción del mercado. Incluso los libreros, proverbiales malcontentos, como ya constataba Torres Villarroel (“mal haya quien me aconsejó que buscase la vida en la farándula de los libros después de que los hombres se descartaron de racionales”, pone en boca de uno de ellos), se muestran menos quejosos de lo habitual. Un optimismo, por cierto, retroalimentado por una serie de declaraciones sorprendentes, cuando no francamente peregrinas: que si el libro es rentable en época de crisis “porque es barato y ocupa mucho tiempo”, que si es un bien-refugio porque se usa como regalo económico (en vez de corbatas o “fragancias”), que todo es estupendo porque, según los datos de Nielsen (glosados ahora como encíclicas papales), en el primer trimestre de este año se vendieron un 20% más de ejemplares (insisto: de ejemplares) que en igual periodo de 2007, etcétera. Y, por supuesto, nadie dice nada acerca del porcentaje devolución / título.

Es verdad: ahora lee más gente que nunca. Y se compran más libros: sobre todo cuando en el mismo trimestre coinciden cuatro o cinco “fenómenos sociológicos” que se llevan al agua el gasto de la exigua partida familiar destinada a la cultura escrita. En cuanto a que los editores son ahora “más agresivos para divulgar”, eso ya es otra cosa. En general, sólo se “divulga” bien lo obvio. A pesar de las (pintorescas) declaraciones en el sentido de que “hay que tratar el libro como un espectáculo”, el presupuesto para publicidad de los grandes grupos está todavía demasiado concentrado en lo evidente (lo de cuantioso anticipo). El resto de ese presunto marketing agresivo se invierte en convencer a los libreros y presionar a los medios para que publiciten gratis et amore productos pretendidamente “mediáticos” que rellenen sin mayores problemas las páginas (o espacios) de cultura. A eso van dirigidas las nuevas “estrategias”: desde el bombardeo de “pruebas sin corregir” acompañadas de cedés promocionales que nadie mira, hasta regalos de cocteleras para que los comunicadores ayuden a “divulgar” una nueva colección-cóctel de narrativa. Lo mejor que le puede ocurrir a un editor es que el responsable de las páginas de cultura se enganche con uno de esos “fenómenos sociológicos”. Poco gasto en anuncios (de los que también, por cierto, viven los medios) y promoción gratuita. Un chollo.

Pero Casandra sabe, como Lipovetsky, que vivimos en una sociedad de “inflación decepcionante”: cuidado con las altas expectativas porque nuestro umbral de frustración es cada vez más bajo. Y no todos los trimestres, ni siquiera todos los años, coinciden tantos astros librescos en órbitas concéntricas. Nuestra cadena del libro es madura, pero sigue adoleciendo de serios problemas: índice de lectura todavía insuficiente, bibliotecas públicas inapropiadas (faltan edificios, personal, horarios decentes en fines de semana), bibliotecas escolares inexistentes (¿dónde ha ido a parar el dinero a ellas destinado?), Ley de Propiedad Intelectual inadecuada, por sólo citar algunos. Y todo ello en un sector excesivamente territorializado y cuyo ministerio padece una endémica carencia de medios para elaborar datos y encuestas fiables o anticipar, liderar y coordinar iniciativas. Mientras tanto, disfrutemos (con optimismo) de la Feria del Libro de Madrid. Y a ver si sus organizadores consiguen convertirla en un gran “espectáculo” al que no sólo acudan (como indican ciertos informes) los que habitan en los distritos más próximos al Retiro.

* La imagen que acompaña esta entrada proviene de Flickr. Su versión original (ilustrada con notas y referencias respecto a la encuadernación casera de libros) puede verse aquí.

Talleres




El Centro Toluqueño de Escritores sigue festejando sus 25 años con talleres, exposiciones y libros nuevos. Entre los primeros se ubican este par de interesantes talleres, impartidos por dos antiguos, pero muy frescos, becarios. Vale la pena darse la vuelta por ahí, ser recibido con los brazos abiertos y llenarse los ojos de una oferta bibliográfica rica y variada.

10 de junio de 2008

La alegría de lo intangible: Ensayo de mi dulce gozo, de Enrique Villada



Por Margarita Hernández Martínez

Tras ochenta años de intensos programas para combatir el analfabetismo y favorecer la lectura; tras la construcción de innumerables bibliotecas y centros culturales; tras la inauguración, año con año, de incontables ferias del libro desperdigadas por todo el territorio nacional, las estadísticas –lo han dicho ya Guillermo Sheridan y Gabriel Zaid– son demoledoras: los mexicanos, poniéndonos optimistas, sólo leen 2.8 libros al año. Tomando en cuenta que el 83% de los lectores se concentran en la población estudiantil de entre 6 y 22 años y que el 90% de sus lecturas corresponden a libros de texto y otros materiales didácticos, el panorama se torna aún más desolador: la literatura, el centro vivo de ese mundo de letras impresas, duerme en las bodegas y los estantes, presa de la abulia y la indiferencia.

Frente a este horizonte carente de expectativas y deslumbramientos, Enrique Villada (San Miguel Almaya, 1964) lanza una exclamación y un susurro: Ensayo de mi dulce gozo, una reunión de ocho disertaciones breves que apenas supera las cincuenta páginas y, sin embargo, consigue abrir un resquicio en las marañas de cifras y dilucidar los orígenes del problema. Aparecido por primera vez en 2001 y reeditado en abril de este año por la Universidad Autónoma del Estado de México, el volumen se consume en la exploración de dos cuestiones fundamentales para comprender las posibles soluciones –y las razones del fracaso– ante el desinterés por la lectura: la pasión por el conocimiento y el sentido de la poesía, específicamente en el contexto contemporáneo.

En primer término, Villada aboga por una concepción cálida, hospitalaria y transversal de la lectura: “Leer es un placer. No estaría mal que lo combináramos con algún otro: con estar en la cama, con tomar chocolate, con estar en la terraza de cara al horizonte”. Desde este punto de vista, la lectura conforma un detonador y un complemento de la sensibilidad, un modo de entrar en contacto con la sustancia y el espíritu de las cosas. Como consecuencia natural, se convierte en una vía para ahondar en nosotros mismos y, en última instancia, en un instrumento destinado a concedernos el discernimiento, la libertad y la ubicuidad.

No obstante, la lectura también implica una disciplina rigurosa y solitaria; más aún, exige renunciar a la superficialidad, al orgullo y a la vanidad. Desde la óptica de un lector auténtico, ávido y apasionado por definición, “buscar un libro supone humildad y reverencia”; es decir, engloba la aceptación de la propia ignorancia y la aspiración a interiorizar los sucesos y los matices del exterior. Considerando estas perspectivas, Villada conversa –pasea, según su propia definición de ensayo– alrededor de la imagen de sor Juana Inés de la Cruz. Aunque su historia es bastante conocida, pocas personas se atreven a aproximarse a su mirada e identificarse con sus afanes y sus preocupaciones. Para la gran mayoría –incluso, por desgracia, para los padres y los profesores–, la lectura continúa siendo una actividad accesoria, definitivamente prescindible, pues la sociedad dicta de manera unilateral las leyes que rigen el pensamiento y la convivencia. El autor de Hojas de octubre lo dice con lapidaria claridad: “legamos constantemente nuestro trabajo de pensar a personas extrañas, queremos que los demás sientan por nosotros, que vivan por nosotros”. Desistimos, entonces, en el intento por transmutar nuestra existencia en “un poema, glorioso, donde todo está justificado”.

Desde estos nuevos conceptos, la lectura se transforma en una experiencia personal, cuya riqueza resulta intransferible. Sus rumbos sólo se esbozan sobre la marcha; sin embargo, se dirigen a vertientes semejantes: el análisis, la reflexión, la síntesis y el placer. Situado en esta propuesta, Villada resume, con sus visiones particulares, los dones centrales de la lectura: “estimula la imaginación, acrecienta el vocabulario, incrementa el lapso de atención, desarrolla las capacidades emocionales, introduce las estructuras y los matices de la lengua”. Así, leer se constituye en el puerto y la terminal de un ciclo de placer, cálido, amoroso y flexible, cuya práctica deriva en goces más profundos, en la alegría de disfrutar de mundos más amplios, tangibles o intangibles.

En un sentido concordante, la poesía, a los ojos de Villada, se halla absurdamente distanciada de la vida de los hombres: en un mundo ajeno a la reflexión y a las sorpresas, “la maravilla, la conmoción, la poesía son locura”. Aunque se trata de una actividad jubilosa, se confunde con el ocio y la inutilidad: ni suma puntos a los currículos académicos ni da para comer; su existencia, además, se encuentra impregnada de rasgos un tanto parasitarios: es, apenas, una incomprensible alternativa de lenguaje entre las palabras de todos los días. Empero, la poesía involucra las resonancias universales de los vocablos, el retorno a la primitiva perplejidad característica de los seres humanos, la precipitación en la sensibilidad y la autenticidad. En última instancia, representa un inconmensurable vehículo de sobrevivencia, una modesta proclamación “de la vida hasta en la muerte”. Por estas razones, el ejercicio de la poesía se envuelve entre claroscuros: la angustia y la ceniza; la dulzura y el gozo.

Con esta última idea, el discurso de Villada se reintegra a las contundentes estadísticas con que empezamos esta reseña. De acuerdo con su Ensayo, el conflicto frente a la lectura no radica en las disfunciones o en los aciertos de los programas de fomento cultural, sino en la apatía y la inconsciencia de los mexicanos, quienes parecen negarse a experimentar cualquier clase de placer, a dejarse asaltar por las posibilidades del asombro. Para el Premio de Poesía Nezahualcóyotl 2002, esto resulta decepcionante y empobrecedor, pues, finalmente, las personas “somos como libros vivientes que deben leerse unos a otros, paladearse entre líneas, comprenderse”. Para eso y para más existen la literatura, la poesía.

* Texto leído en la presentación de Ensayo de mi dulce gozo (2ª ed., UAEM, Toluca, 2008), en el marco de la Décima Feria Nacional de la Industria Editorial, el Disco Compacto y las Artes Gráficas 2008, y publicado en la página cultural del mes de junio.

El fin del viaje de Confabulario: como llorar en el aguacero



Por José Antonio Romero Reyes

Dicen los verdugos de La silla eléctrica que, al son de unas cervezas calientes y unos tacos fríos, idearon una travesura y, de inmediato, descubrieron sus mañas y virtudes: provocar escozor; ironizar a ese sector fino e intocable al que corresponden los pechos privilegiados de la Alta-Cultura en nuestro país; mostrar (incluso citar sus propias palabras) los enormes sinsentidos de los que reparten las dádivas y lo publicable. Por las manos de los verdugos pasaron doña Zaratustra Bermúdez, monsieur Vega, la Megaesfinge ex Biblioteca Vasconcelos, don Chente Fox –una gran luminaria del pensamiento– y su equipo técnico de producción, que tan bien lo asesoró en cuestión de cultura y libros.

Palomo, el caricaturista chileno, nos regaló una sana postal que ironizaba el trabajo de literatos y escritores, especialmente aquellos que se merecen las gigantescas comillas –pues les queda grande el adjetivo–; aquellos que consideran que escribir es el placer mundano, la erudición vacía, el saco de tweed, la vida de café y la más completa holganza.

Lejos de ofrecernos el típico “¡Mírelo, qué bonito! ¿Por qué no lo compra?”, en Confabulario se dieron auténticos debates. Desde los que criticaban a Premios Nobel como Elfriede Jelinek, hasta los que bajaban del pedestal a farsantes –burócratas de la cultura, amiguísimo de los amigos a quienes dedico mi libro y mi canto– metidos a críticos, como Christopher Domínguez Michael, quien elaboró un pretendido diccionario completo de la literatura mexicana carente rigor científico. En estas discusiones pudimos ver la caída de un crítico reputado como “severo” y terminar a carcajada batiente por la denominación. También recordamos grandes momentos de la literatura y suplementos de gran trascendencia –como la colección Lunes– y se rescataron textos de Ryszard Kapuscinski, de Norman Mailer y de tantos otros. En sus páginas, se permitió la crítica abierta a la política cultural en nuestro país; semana a semana me encontraba con una cultura viva más que con una de museo.

Sin embargo, hace un mes, Hector de Mauleón, director de Confabulario, salió al balcón a darnos la despedida; a decir que, después de cuatro años y 210 números, el viaje terminó. Un gran viaje cuyo fin lamento profundamente, un viaje que no fue provocar por provocar, defender a nadie o rasgarse los vestidos. Fue un suplemento serio, de peso, que podía leerse con sonrisas por unos y con enfado por otros, que nos demostró que la mejor forma de curarse en salud en situaciones culturales es comenzar por la propia casa, incluyendo a su propietario y sus sirvientes. En fin, el viaje termina con un nudo en la garganta, con la nostalgia imponente de quien se pone a llorar en un aguacero, con la tristeza de quien tira un tesoro al mar. De quejas está lleno el mundo –una más ni se alcanza a notar–, pero que esta nota funeraria no sirva de queja sino de provocación y de ejemplo: Confabulario ha sido, a mi entender, el mejor suplemento cultural de la prensa en estos últimos años.



* Texto publicado en la página cultural correspondiente al mes de junio.