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29 de abril de 2008

¿Narrativa joven? (ensayo robado)



El pasado 24 de abril, en su Blog de la redacción, Letras Libres publicó un breve comentario de Antonio Ortuño, a propósito del ensayo La generación inexistente, que reprodujimos aquí hace exactamente un mes. Nuevamente nos encontramos frente a la discusión en torno a la literatura mexicana contemporánea, siempre móvil y huidiza; siempre opaca y viciada. Nos robamos su texto, que puede leerse aquí en su versión original.


¿Narrativa joven? ¿La leemos?

Por Antonio Ortuño

La próxima semana se presentará en Oaxaca una antología de jóvenes narradores mexicanos (todo lo jóvenes, al menos, que puedan ser los nacidos en el decenio de los setenta). Se llama Grandes hits, su editor es el novelista Tryno Maldonado y le da sello la casa Almadía. Fueron seleccionados para el libro 20 autores, con el único requisito de tener algún libro publicado. Un comité de lumbreras que incluía entre otros a Pitol, Villoro, Glantz, Bellatin y Enrigue, se ocupó del palomeo. La primera noticia, sorprendente, es que existan 20 narradores jóvenes en México dignos de ser antologados. No sólo 20, además, pues la portada del libro incluye la acotación de que es un “primer volumen”. Estos son apenas una cucharada de la sopa entera.

¿Se avecina una buena cosecha de nuevas letras? El fuego de la controversia lo prendió el novelista Jaime Mesa, en un texto muy discutido que apareció en Laberinto. Mesa postulaba que aún no hay nada escrito por nativos de los setenta que valga la pena y proponía una lista de 21 autores a modo de apuesta futura. La antología de Almadía viene a sumarse a un debate que podría y debería ser divertido.

Como autor incluido en ambos listados propongo algunas consideraciones. Primero, que hacer a antologías a estas alturas es, cuando menos, prematuro. Más de alguno de los seleccionados no volverá a escribir o publicar narrativa. Alguien tómese un rato para ver qué fue de los incluidos en la Asamblea de poetas jóvenes de México, compilada por Gabriel Zaid en los setenta precisamente, mientras los ahora antologados nacíamos: hay futuros profesores, diputados, cineastas, vagabundos y borrachos pero poquitos poetas. Una antología de nacidos en los setenta es una quiniela y lo seguirá siendo durante años.

Segundo, ni este hecho que anoto ni las antologías mismas son en el fondo asuntos literarios. Lampedusa, Celine, Cervantes mismo, no habrían aparecido en antologías de sus jóvenes contemporáneos. Cualquiera podría ser el mejor escritor de la generación de los setenta —si tal título nobiliario importa, cosa que francamente dudo— aunque comience a escribir o publicar dentro de cuarenta años. Este juego de las sillas, aunque gracioso, es eso: un mero juego de azar.

Por lo pronto, y sólo para arrojar más boletos a la tómbola, agrego mi propia lista de autores que no figuran en la lista de Mesa o la antología.

1. Nicolás Cabral.

2. Héctor J. Ayala.

3. Mariño González.

4. Rogelio Guedea.

5. Fernando de León.

6. José Israel Carranza.

7. Gabriel Wolfson.

8. Jorge Harmodio.

9. Julián Herbert.

3 de abril de 2008

Romper la inercia


Por José Luis Herrera Arciniega


Hace poco más de veinte años, una tarde en que me encargaba del turno de locución en Radio Mexiquense, hice un comentario erróneo que, para mi suerte, pude corregir con prontitud, merced a una oportuna llamada de Porfirio Hernández. En resumen, y contra mi cruzamiento de cables cerebrales, Philip Marlowe es el detective creado por Raymond Chandler, y Sam Spade el forjado por la pluma de Dashiell Hammet.


Así como entonces agradecí en privado y en público la llamada de Porfirio, agradezco ahora, a través de El Espectador, su artículo del 3 de marzo (“Mejor, hablar de periodismo”), referido a mi colaboración del 4 de febrero (“Prensa y cultura en la inercia”). Subrayo desde ahora: más que controversia, hay un diálogo entre dos compañeros de letras que tenemos más puntos en común que posibles divergencias; uno de ellos, el reconocimiento a la importancia y a la necesidad del periodismo cultural en nuestra sociedad.


Por supuesto, hay matices. Ante mi comentario de que “en la gran mayoría de los diarios locales la cultura sigue siendo considerada por sus editores en el mismo nivel que las notitas de ‘sociales’”, Porfirio cita varios ejemplos de “secciones ya consolidadas con información de la fuente”. No se anulan los dichos: yo he escrito “la gran mayoría”; él cita a tres diarios impresos y a las versiones electrónicas de un par de medios, a los que califica como “espacios reducidos, pero constantes, que se alejan de la versión oficial única para dar paso a nuevos actores sociales”.


En realidad estamos de acuerdo, mas yo insisto en que, a estas alturas del siglo XXI, tendría que haber una política informativa y editorial más sistemática en la prensa del Estado de México, con el fin de otorgar a la cultura el espacio real que ocupa en una población tan grande como la de nuestra entidad –pienso, sin duda, en un rasgo inherente al concepto de cultura: su condición universal, que rebasa las posturas regionalistas o parciales–. Me refiero a una política por la cual las secciones culturales no se hallen a cargo de un solo reportero o reportera, sino de un equipo, aunque puedo citar varios casos felices de profesionales como José Luis Cardona Estrada, Doris Gómora, el propio Porfirio Hernández y, recientemente, Tania Hernández, quienes, como llaneros solitarios, se internaron con pasión en la empresa de sus respectivas secciones culturales.


Aquí hablo como lector: no encuentro un medio que llene cabalmente mis expectativas en materia de información cultural, y no me refiero únicamente a lo que se hace en Toluca o en el Estado de México, sino en el país. Me he ido quedando sin referentes, aunque no dejo de reconocer la calidad de la sección cultural de El Financiero, pero no abundan ejemplos como ése (me refiero, sobre todo, a la prensa metropolitana del DF, mal llamada “nacional”).


Es mayor la carencia de suplementos culturales, en los que Toluca tiene una larga tradición que, por ahora, siento trunca (por cierto, Porfirio debió haber citado también a Mapa de piratas, del cual fue uno de los principales animadores, si no se me cruzan otra vez los cables). Y ahí difiero de sus ideas: varios de los suplementos que enlista no fueron “parte de la cultura escrita”, sino que funcionaron como una expresión concreta de la cultura periodística. De ahí mi insistencia en reconocer el legado de Vitral, que fue espacio propicio para una discusión más amplia, desde las columnas de Alejandro Ariceaga hasta las críticas sobre danza, literatura, historia, cine y otras colaboraciones periodísticas de diversa índole. En el presente, sólo veo algo así en Molino de letras, revista que, con carácter incluyente, se hace desde Texcoco.


Mi arraigo está en el periodismo escrito. Precisamente, la lectura de secciones culturales a la que me incitó Porfirio me hizo reencontrar a Dionicio Munguía, quien, en su columna Las razones del diablo (Impulso, 13 de marzo), publicó lo siguiente: “Veo con desilusión que la polémica en periódicos y revistas ha ido desapareciendo de manera gradual. Los temas actuales han dejado de tener relevancia o los encabronamientos filosóficos y literarios ya no son lo mismo. Ahora se discute por Internet, de manera anónima, sin tomar responsabilidad por lo dicho […]. Los polemistas ya son una especie literaria en peligro de extinción, quizá porque los pocos que quedan ya no tienen el espacio adecuado para llevar a cabo su trabajo intelectual, o porque, en la rapidez de la noticia, un intercambio epistolar público ha dejado de ser atractivo cuando la moda es el mensaje telefónico con un lenguaje horrendo, o el e-mail que ya no es tan público. Los foros abiertos a la polémica dan hueva, pero mayor, porque ahí no se discute con calidad, sólo por cantidad”.


Por eso prefiero el papel periódico, que incluye nombres y apellidos de quienes podemos dialogar como un modo de romper, de ir contra las inercias, a las que el campo de la cultura no es ajeno.


* Artículo correspondiente a la página cultural del mes de abril.


** La ilustración proviene de Flickr. La versión original puede consultarse aquí.

La lectura y abril: de la desolación al asombro


Por Margarita Hernández Martínez


Entre los variados sucesos que agitan abril –el 15 de abril de 1912, el Titanic desapareció en las aguas del Atlántico; el 8 de abril de 1994, apareció el cadáver de Kurt Cobain; el 20 de abril de 1999, doce estudiantes fueron asesinados en la Preparatoria Columbine; el 30 de abril de 1945, Adolf Hitler se suicidó en su búnker subterráneo–, destaca un acontecimiento que define la vida cultural del mundo entero: el 23 de abril de 1616, tras haber escrito, en diversas circunstancias, un conjunto de obras fundacionales para la literatura moderna, Inca Garcilaso de la Vega, Miguel de Cervantes Saavedra y William Shakespeare murieron. Inspirada por esta conjunción –que podemos calificar de providencial y misteriosa–, la Conferencia General de la UNESCO estableció, en 1995, el “Día Internacional del Libro y el Derecho de Autor”, alrededor del cual giran numerosos festejos y reflexiones.


En nuestro país, estas conmemoraciones cobran un cariz particular. Según cifras difundidas por dicho organismo, México, con un promedio de 2.8 libros anuales por habitante, ocupa el penúltimo lugar en hábitos de lectura en una lista conformada por 108 naciones. Ello significa que se halla por debajo de la media latinoamericana –que se acerca a los 6 volúmenes por persona– y de las recomendaciones de la propia UNESCO –que fija su meta en 25 libros por habitante–. Por lo tanto, las instituciones y los grupos culturales mexicanos destinan sus esfuerzos, más que a la celebración de la palabra escrita, al fomento de distintas actividades vinculadas con la lectura.


En el ámbito local, la Universidad Autónoma del Estado de México organiza, año con año, el programa “Abril, mes de la lectura”. Así, durante poco más de veinte días, la comunidad académica –diseminada prácticamente por todo el territorio mexiquense– tiene la oportunidad de asistir a cafés literarios, conferencias, coloquios, mesas redondas, exposiciones pictográficas y bibliográficas, presentaciones y ferias del libro. Estas labores consiguen animar el ambiente en torno a la lectura y, en ocasiones, exponen algunos de sus enfoques más interesantes y atrayentes; sin embargo, no han logrado captar la atención pública permanente ni elevar los índices citados con anterioridad.


Este panorama resulta desalentador; no obstante, también estimula la necesidad de profundizar en el asunto. Para tal fin, vale la pena preguntarse cuál es el sentido, el valor y la utilidad de la lectura y por qué, a pesar de la insistencia, la población no siente interés por ella.


En primer término, es necesario reconocer que la lectura representa el acceso central a la cultura y al conocimiento occidental, pues ambos se hallan fundados y sustentados en el código de la escritura. Esto implica que, para desarrollar sus potencialidades sociales, cognitivas y educativas, cada persona debe ser capaz de decodificar, articular y atribuir un significado a secuencias de signos concretas; simultáneamente, debe encontrarse en posibilidad de producir una suma de signos provista de organización y de sentido. Desde esta perspectiva, la lectura funciona como vía de interacción entre el universo exterior y el mundo interior; entre los pensamientos ajenos y las ideas individuales; es decir, constituye un medio de comunicación que, complementado con las nuevas tecnologías, garantiza un aprendizaje auténtico y duradero, tendiente a la reflexión y a la crítica. En suma, el propósito de la lectura no consiste en entender el texto palabra por palabra, sino en formar y perfeccionar la identidad de quien lee.


Desde esta óptica, la concepción de la lectura presente en el imaginario social mexicano se revela errónea; en consecuencia, se enfrenta a dos grandes obstáculos, ambos emanados del sistema educativo actual. En primer lugar, éste indica que el proceso de alfabetización concluye cuando una persona descifra los signos escritos, no cuando comprende el sentido global del texto y lo involucra con su vida cotidiana; en segundo, define a la lectura –y, por extensión, a la literatura– como una actividad “seria”, que sólo se desempeña de forma pasiva y silenciosa, frente a gruesos volúmenes escritos por autores que gozan de cierto prestigio.


Estas rígidas posturas se alejan de la realidad. Un vistazo a la experiencia lectora en la cotidianidad demuestra que no sólo leemos distintas clases de libros, también recurrimos a revistas, periódicos y páginas de internet; del mismo modo, leemos publicidad –la cual interpretamos de forma tan natural que, inevitablemente, nos provoca diversas reacciones– y mensajes de texto –cifrados en un código personal y sofisticado que, paradójicamente, empobrece y enriquece el lenguaje a un tiempo–. Estas interacciones prueban que todo individuo tiene habilidades interpretativas: quizás el problema radica en que éstas no poseen una naturaleza transversal, sino que permanecen estancadas en la inmediatez de la comunicación diaria. En cuanto al texto literario, la parálisis promovida por el sistema educativo ha ocasionado la incapacidad de los lectores para participar de él y, en consecuencia, para establecer relaciones concretas entre aquéllos y las manifestaciones artísticas contemporáneas: aunque el Mío Cid y don Quijote pertenecen a épocas y lugares distantes, sus creencias, sus luchas y sus búsquedas no parecen tan alejadas de aquéllas de los superhéroes modernos.


En los próximos días escucharemos, en voz de las autoridades institucionales, una queja que, con el paso del tiempo, se ha convertido en lugar común: entre los mexicanos, simplemente no existe el hábito de lectura. Sin embargo, más allá de su inclusión en la rutina, la esencia de la lectura –y de la literatura– radica en mantenernos constantemente deslumbrados por ella. El reto no estriba en asistir a todas las actividades de “Abril, mes de la lectura”, sino en superar los prejuicios alrededor del libro y aventurarse en su interior.



* Artículo correspondiente a la página cultural del mes de abril.