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5 de agosto de 2011

Las sombras vacuas: la ausencia de políticas culturales en el Estado de México



Por Isabel Estambul


En un país esencialmente preocupado por la sobrevivencia, las políticas culturales salen sobrando. En la capital mexiquense, lo confirman una administración federal centrada en el derroche militar y carente de soluciones de fondo, un programa estatal obsesionado por las cifras y encandilado por los reflectores y una gestión municipal rebosante de mediocridad y perseguida por la insuficiencia. Coronados por una sociedad exhausta, titubeante entre el estallido y la apatía, estos factores constituyen la carta común de un problema enraizado en el corazón –y en el estómago– del sistema: desde las distintas organizaciones de –pretendida– autoridad hasta los más vastos –y pobremente educados– sectores de la población, la ignorancia persiste como el refugio de las posibilidades de pensamiento, más allá de cualquier reflexión inmediata.

En efecto, las urgencias cotidianas –desde el galope de la inseguridad hasta la precaria situación laboral–, impiden discernir y aquilatar la importancia de los bienes culturales –tangibles e intangibles– y sus interacciones con el desarrollo del intelecto y del espíritu humano. Empero, ello no es pretexto para expulsar, paulatinamente, la conservación y la difusión de la cultura como una prioridad del bienestar general. Aunque ya resulta un argumento reiterativo, gobiernos y ciudadanos olvidan que el patrimonio histórico y artístico de una comunidad conforma –a la vez– el código y el mensaje de las generaciones, en una oleada que porta tanto las convenciones como sus rupturas, desde ámbitos terrenos –la comida, la bebida, el hogar, el vestido y otros mecanismos básicos de preservación– hasta aspiraciones sublimes –la belleza, la estética, el equilibrio, la interpretación existencial y otros refinamientos inútiles de placer sensorial–. En el trayecto, las rutas culturales producen y refuerzan identidades, que se complementan y se debaten en el amplio concierto internacional –a veces disonante; en ocasiones colmado de curiosas coincidencias–, como una manifestación –prácticamente sinónima– de la sustancia humana genuina, tan escasa en esta época.

Aún distanciado de este panorama, el Estado de México no constituye una excepción entre la ausencia de políticas culturales auténticamente articuladas a lo largo del país. Como otras entidades de la República Mexicana, ha confiado el desarrollo, la preservación, la gestión, la difusión y la creación de recursos artísticos y culturales a un solo organismo rector –el Instituto Mexiquense de Cultura–, el cual encarna la irónica confluencia de las buenas intenciones –que, pese a todo, abundan entre algunos de sus funcionarios– con las limitaciones operativas y presupuestarias –que, en abierta contraposición con las declaraciones de los líderes gubernamentales, comprueban su mínima relevancia en la globalidad de las administraciones–; el personal y las áreas calificados –la Unidad de Conservación y Restauración de este organismo desempeña un trabajo único en la entidad y en la nación– con la improvisación y el oportunismo burocrático –según la información oficial, ninguno de sus altos mandos posee estudios vinculados con el análisis, la investigación y la gestión de la cultura, ni se encuentra antecedido por una trayectoria medianamente brillante al respecto–.

En suma, las discrepancias entre la pirotecnia verbal y las propuestas concretas dificultan formular proyectos específicos y ejecutarlos con solidez, en menoscabo tanto de los públicos –desde el infantil hasta el de la tercera edad; desde los simples apasionados hasta los académicos; desde los mono hasta los multidisciplinarios– como de uno de los sistemas de creación artística más extensos y variados de la región. De este modo, resulta imperativo que el Instituto Mexiquense de Cultura tome las riendas de una política renovada, de cara a las múltiples transformaciones que conlleva el próximo sexenio.

En una atmósfera ideal, es indispensable superar la falta de análisis, prioridades, referentes, marcos legales, planes de ejecución y mecanismos de evaluación, con la finalidad de jerarquizar los conocimientos en sus rubros de competencia, suplir las lagunas y emprender una política integral, en contacto más estrecho con sus posibles audiencias, desde las locales hasta nacionales e internacionales. Como resultado, sus actos cotidianos, festivales, publicaciones, exposiciones permanentes y temporales, además de sus programas de incentivos –todos los cuales incluyen la participación de 29 museos, 17 centros regionales de cultura, cuatro zonas arqueológicas, un conservatorio, un archivo histórico, un centro cultural y la red de bibliotecas más grande del país, que se hallan en constante expansión– dispondrán de bases más claras, pertinentes y acordes con las necesidades de la población.

Sin embargo, más allá de la sencillez de estos planteamientos, el escenario general de la cultura en el Estado de México no luce en absoluto alentador. Eruviel Ávila Villegas, gobernador electo de la entidad, mostró, desde su campaña, un exiguo interés por el fortalecimiento y la reestructuración del Instituto Mexiquense de Cultura, pues se limitó a afirmar que su gobierno se encargará de “diseñar una política cultural de acuerdo con los retos que plantea el siglo XXI”, fundada en una noción abstracta sobre recuperación económica y establecimiento de empleos mediante el fomento de la industria y el turismo cultural, sin puntualizar las directrices para condensar, con plena efectividad, una propuesta tan ambigua. Por otro lado, reveló un completo desconocimiento de las políticas corrientes: prometió la digitalización del Archivo Histórico del Estado de México y la creación del Centro Cultural Mexiquense Metropolitano, destinado a brindar servicios a los municipios vecinos a la Ciudad de México. En ambos casos, se trata de iniciativas ya en curso: mientras se han digitalizado largas secciones del Archivo, el Centro Cultural Mexiquense Bicentenario reporta un avance significativo, con miras a inaugurarse antes de la conclusión del actual sexenio.

Con estas observaciones, queda manifiesto que el potencial de la mayor institución cultural del Estado de México debe enriquecerse con una puesta en valor de sus antecedentes y de sus perspectivas, además de una atención meticulosa al gran espectro de sus posibles campos de acción: en el intrincado universo del internet y las redes sociales, apenas tiene una presencia real; igualmente, ha mantenido una actitud intermitente con los grupos, los artistas y los espacios independientes que, de la misma manera, funcionan en la desorganización y la incertidumbre –de hecho, a pesar de los foros y los debates al respecto, no existen marcos legales para regularlas y protegerlas–. En último término, de continuar por este rumbo de carencias, la herencia y el porvenir cultural de la entidad seguirán transformándose en sombras vacuas, carentes de una verdadera significación y de un lazo firme con la gente que, aún sin saberlo, la encarna y la transforma a diario.

* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente a agosto de 2011.