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4 de septiembre de 2011

Las vértebras ausentes: divagaciones del arte conceptual en los museos de Toluca



Por Margarita Hernández Martínez


Desde la luminosa época de las vanguardias –a finales del estremecido siglo XIX–, el arte ha atestiguado una titubeante oleada de asombros y perturbaciones: si la liberación de los paradigmas clásicos condujo a la exploración formal, ideológica y material; a la asunción del proceso creativo frente a la presentación tangible y sus variadas posibilidades de interpretación; a la yuxtaposición de la dimensión estética con la –inevitable– vertiente conceptual, también ha desencadenado un maremágnum de propuestas que, en el mejor de los casos, asalta sensibilidades e inteligencias con la confusión característica –y las sofocantes ironías– de un vacío misteriosamente colmado. De esta manera –en las ocasiones más desafortunadas–, el arte conceptual se ha transformado en una oportunidad para transgredir el canon y repeler la belleza; para convocar al espectador y exigir el silencio; para conjurar las carencias esenciales de la imaginación con toda clase de pirotecnias y pretextos.

Estos argumentos se barajan ante la contemplación de Luft, aire compartido, exhibición colectiva recientemente inaugurada en el Museo de Arte Moderno del Estado de México –Boulevard Jesús Reyes Heroles 302, delegación San Buenaventura, en las afueras de Toluca–, y Azul, exposición del mismo carácter actualmente abierta en el Museo de la Estampa del Estado de México –Plutarco González 305, colonia La Merced-Alameda, en el centro de Toluca–. En ambas muestras, un soporte aparentemente conceptual –transversal a sus autores– se traduce –con innumerables fallas, desde comunicativas hasta estéticas– en un caótico –e incomprensible, aún para el público con un mayor repertorio de referentes– despliegue de objetos, fotografías, pinturas, esculturas y otros productos visuales que, en su heterogénea individualidad, no logra consolidarse como un discurso unitario. De este modo, su primera deficiencia radica en la incapacidad para articular una perspectiva global, más allá de las visiones particulares; por otro lado, las piezas, como encarnación de ópticas personales, escasean en autenticidad y sustancia.

Luft, aire compartido constituye el resultado de la colaboración de artistas alemanes –Eva Ohlow, Rita Rohlfing, Thomas Reifferscheid y Kálmán Várady–, mexicanos –Verónica Conzuelo, David Lach, Ana Mena y Lorraine Pinto– y de ambas nacionalidades –Gabriela Pavón y Rosaana Velasco–, quienes trabajaron durante dos semanas en la generación de obras in situ, pensadas para el sustrato intelectual y el espacio determinado por la exposición. Enarbolando “el aire como elemento vital de existencia”, los creadores recurrieron a materiales absolutamente dispares, como pasta, madera, plástico, metal, mármol y corteza de árboles, montados desde el plafón hasta el suelo; suspendidos o aterrizados; en repisas o paredes. De esta manera, pretenden hilvanar, desde un horizonte bicultural –jamás concretado, ni literal ni metafóricamente, en la versión final–, “los matices del aire” –lo que sea que signifique–, sugiriendo nociones de eternidad e infinitud.

Sin embargo, si el aire –en efecto– carece de límites y se define como una constante inmaterial que habita desde el cosmos hasta el propio cuerpo, las obras agrupadas en Luft se disuelven en la misma atmósfera imprecisa, de una inconsistencia que se revela fatal para el conjunto. Por ejemplo, las pinturas y la intervención volumétrica de Verónica Conzuelo no se relacionan con el corazón conceptual del proyecto; además –a semejanza de las piezas en fibra de vidrio de David Lach–, ya se habían mostrado en el Museo Universitario Leopoldo Flores –Cerro de Coatepec s/n, Ciudad Universitaria, en la periferia de Toluca–, por lo que no representan innovación alguna. Paralelamente, dos muros cubiertos de tapas de envases comerciales se vinculan más con una curiosidad cultural –en el sentido amplio del término– que con una proposición genuinamente estética, independientemente de la línea temática alrededor de la cual se encuentran estructuradas. En consecuencia, el problema reside en las numerosas fisuras del andamiaje intelectual de la exposición, debido a las cuales las obras se encierran en su propio mutismo; en una especie de perfección ensimismada –y apócrifa–, impotente para dialogar con el espectador.

En todo caso, las series escultóricas de Lorraine Pinto y Thomas Reifferscheid –en particular, las láminas de mármol que conforman “Exhalar”– se erigen como los pocos referentes creativos que se sujetan al tema central sin trasgredir, por ello, la libertad de imaginación individual. Lo mismo ocurre con un par collages fotográficos de Pamela Matz incluidos en Azul, exhibición que también engloba las labores experimentales de Anel Mendoza, quien asume la cianotipia como un medio para la realización conceptual. Desarrollada alrededor de este aspecto cromático, entendido “como línea sensorial y, al mismo tiempo, como convergencia artística y elemento simbólico que suprime de dicho color cualquier significado que se le pueda atribuir”, la exposición aspira a transformar sus reminiscencias infinitas –sin embargo, física y perceptualmente limitadas– en evocaciones contemplativas, mediante la introducción de radiografías e intervenciones fotográficas en torno a un vientre gestante y al proceso del parto.

Si bien el proyecto manifiesta una mayor congruencia narrativa que aquélla observada en Luft –no es gratuito: ambas autoras fueron becarias del Fondo Especial para la Cultura y las Artes del Estado de México y egresaron de la Facultad de Artes de la Universidad Autónoma del Estado de México– las fracturas estilísticas sólo se disimulan a través de la reiteración. Las cianotipias, inspiradas en las manchas del Test de Rorschach, se hallan hermanadas por la misma composición, razón por la cual ver uno de los fotogramas equivale a haber visto ya el grupo entero. Asimismo, los textos que los acompañan divagan sin enriquecer el sentido, de forma que pueden pasarse por alto para concentrar la atención en detalles claramente forzados, como caracoles, matrices tensas y crestas ilíacas en plena madurez, las cuales rompen cualquier posibilidad de armonía frente al ensamblaje de una pieza conceptual con objetos azules que, nuevamente, invita más al estupor que a la admiración, con lo que se distancian del efecto deseado.

A pesar de estas observaciones, queda en el público la última palabra sobre estas exposiciones de vértebras ausentes: si han conseguido –o no– trasladar los materiales hasta sus más variados efectos expresivos y éstos han estimulado sensibilidades y desencadenado fascinaciones, quizás se acerquen a la intención más auténtica del arte. Sondear en la belleza y revelarla desde –y para– ojos renovados no implica una tarea sencilla; sin embargo, se complica cuando relega la belleza en aras de un concepto pretencioso e inasible. Luft, aire compartidos y Azul son demostración de ello y, para comprobarlo, continuarán abiertas en los mencionados recintos culturales durante los próximos meses.


* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente a septiembre de 2011.