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24 de agosto de 2007

Aprendizajes estivales

por Margarita Hernández Martínez

Pese al cielo nublado y sus insinuaciones de lluvia, la inevitable exfoliación del calendario señala, desde hace ya un mes, la llegada del verano; es decir, la feliz aparición de una temporada de tregua con la rutina, en especial aquélla que gira en torno a la vida académica de los millones de estudiantes mexiquenses, quienes, por única vez a lo largo del año, disfrutan de siete semanas fuera de las aulas, generalmente destinadas al esparcimiento, a la diversión e, incluso, a formas alternativas de aprendizaje.

De manera paralela, el verano también constituye una gozosa época de tregua para el Museo de Antropología e Historia del Estado de México, ubicado en el Centro Cultural Mexiquense. Con la apertura de los talleres infantiles de verano –que comenzaron el pasado 16 de julio y concluirán el próximo 3 de agosto–, sus galerías blancas y grises, habituadas a los pasos presurosos característicos de los días laborales y al bullicio familiar propio de los domingos, aprovechan la oportunidad para dar cobijo a los movimientos espontáneos e interrogativos de un grupo de niños, cuya creatividad se dispara más allá de sus fronteras, pese a sólo contar con edades oscilantes entre los 7 y los 12 años.

Primer vistazo: los organizadores

Mientras la mañana de verano desafía la llovizna, un rápido vistazo por las inmediaciones del Museo revela, entre las mesas rodeadas de chiquillos, a un equipo de atareados instructores, pertenecientes a múltiples campos profesionales, desde la arqueología hasta las ciencias sociales. Tras abandonar la cotidianidad de la oficina, más cercanos a la guerra que a la tregua –puesto que los avatares englobados en la convivencia con los niños ponen a prueba sus competencias pedagógicas e, incluso, transforman su postura ante la vida–, se aprestan a compartir una mínima fracción de sus conocimientos con los pequeños, pues, desde su óptica, en una aldea global cercana a la automatización y el empobrecimiento humano, resulta necesario fortalecer las capacidades creativas características de la infancia y los rasgos esenciales de la rica identidad mexiquense; de este modo, los niños se hallan en posibilidades de replantear su concepto del arte –en especial, aquél de raigambre popular– y vislumbrar la naturaleza dinámica de la cultura.

Mas, ¿cómo concretar este objetivo en el lapso de un solo verano? Estos talleres proponen un ecléctico conglomerado de actividades que viajan desde la confección de diversos tipos de manualidades, la enseñanza de escritura braille y el cálculo individual de la fecha de nacimiento según el calendario azteca, hasta un par de visitas al Museo, una caminata por el parque Alameda 2000 y un torneo de futbol. De esta manera, los organizadores buscan despertar todos los sentidos de los pequeños y, así, invitarlos a mantener vivo el interés por los sucesos culturales de su entorno, además de alimentar su deseo de volver al Museo el próximo año, dispuestos a vivir un nuevo tiempo de tregua estival.

Segundo vistazo: los niños

En el curso de la mañana inaugural, un primer vistazo desvela un grupo de pequeños muy distinto al observable en cualquier ámbito escolar: vestidos con ropa cómoda y sentados ante mesas rebosantes de materiales cotidianos –como pegamento blanco, láminas de madera y madejas de colorido estambre–, entre pláticas truncas y risas abiertas, concentran sus ojos y sus manos en el bordado de glifos de estilo prehispánico que representan objetos domésticos, animales, caballeros y divinidades. A unos pasos de distancia, algunos más humedecen un puñado de barro y, tras descubrir los matices de su textura –“creo que tiene mucha agua”, afirma, preocupado, un niño de playera verde; “parece plasti”, comenta, alegre, una niña con barro hasta los codos– lo amasan contra una tablilla e intentan moldear vasijas “como las que hay en el Museo”.

Para muchos pequeños, su asistencia a los talleres de verano supone una oportunidad para la interacción y la diversión, “porque así no me quedo yo sola a aburrirme en mi casa, mejor conozco a otros niños”, explica una chica ataviada con un delantal rosa. Por otra parte, algunos la conciben como una experiencia de colaboración y ayuda mutua: ante las dificultades para continuar con su bordado, un pequeño pregunta, desesperado, “¿cómo se hace el nudo?”; su compañero de mesa, con la paciencia en la voz, le responde, sin despegar los ojos de su trabajo, “es más fácil si pones en la aguja dos estambres al mismo tiempo”. Finalmente, otro sector de chiquillos, más curiosos, introspectivos y preocupados por el desarrollo de sus habilidades estéticas, aprovechan la ocasión para preguntar, con una sonrisa vacilante entre la simpatía y la satisfacción, “¿me está quedando bonito?”. La capacidad de forjar un concepto personal de la belleza es, quizá, uno de los resultados más relevantes de estos breves talleres.

Asimismo, al hablar sobre sus actividades favoritas, la mayoría coincide con la elaboración de manualidades, pues “se parecen a lo que hacen los artesanos y a lo que guardan en el Museo” y, al mismo tiempo, representan el producto tangible de verano, ya que “pueden llevarse un recuerdito a casa”; además, demuestran una gran expectación por el torneo de futbol y el paseo por el parque Alameda 2000. Y al final, de forma un tanto sorprendente –dado que encaja a la perfección con las esperanzas de los organizadores–, expresaron con entusiasmo su anhelo por regresar en la tregua vacacional del próximo verano y, de este modo, llenar de calor el nuevo aprendizaje.

La fugacidad de los instantes

por Margarita Hernández Martínez

Las luces se encienden y asalta una pregunta: ¿cuántas imágenes se requieren para contar la historia? En general, éste es el primer pensamiento que desata la observación del resplandeciente panel fotográfico instalado en el vestíbulo del Museo de Antropología e Historia del Estado de México, ubicado en el Centro Cultural Mexiquense.

Se trata de una composición de 120 fotografías montadas sobre una pared curva que, mediante sus contrastantes colores, sugiere 240 historias: el instante capturado en cada imagen y las necesarias andanzas para su obtención, emprendidas por el equipo encargado de la remodelación y puesta en marcha de este espacio. En efecto, durante el año 2005, un grupo de especialistas se encargó de visitar, tras recorrer polvosas carreteras y arduas turbulencias, los municipios de Donato Guerra, Ixtlahuaca, Temascalcingo, Tepotzotlán y Xalatlaco, entre otros. Asimismo, para desarrollar este trabajo, se ciñeron a un calendario regido por la verificación de numerosas fiestas populares e indígenas, pues éstas constituyen el punto culminante de la vivificación de las tradiciones y permiten aprehender el fascinante esplendor de los poblados mexiquenses.

Por tanto, la simple evocación de esta suma de circunstancias pone de manifiesto la riqueza de las fotografías, gracias a la cual vale la pena concentrarse en su contemplación:

La curandera

En el cuartito de adobe moreno, la luz se filtra por las rendijas del tejado. Con sus reflejos, aparece una mesa ennegrecida por la edad, que contiene a duras penas cazuelas, cucharas y otros utensilios. Debajo de ella, varias botellas de refresco vacías y desmayadas buscan abrigo; a su costado, un comal y algunas ollas de peltre guardan reposo. De pie, una mujer vestida según la tradición –blusa con adornos amarillos y falda con grecas en el ruedo– atisba con benevolencia el desorden de su cocina, el corazón de su vida social y afectiva. No obstante, unas fotos más allá, la misma figura femenina, una curandera sentada en actitud satisfecha, se apropia de su lugar de trabajo: una pared blanca y lisa como la eternidad se quiebra en un sembradío de santos y tenues veladoras. Así, la mujer permite que la mirada ajena penetre en los lugares a los que concede mayor importancia: la cocina, donde a diario amasa el maíz de la tierra; la habitación blanca, donde, con su auxilio, dialogan los hombres y los dioses.

La diosa

Una primera mirada, aún distraída, sólo advierte lo sinuoso del paisaje: bajo un cielo impasible, la tierra se desgaja hasta volverse cuenco donde habita un claro de agua. Arrodillada entre las piedras, una anciana indígena se inclina –combada, quizá, bajo el peso de los años– y exprime una confusa prenda de vestir. Sin embargo, una segunda mirada, ya reflexiva, descubre que su identidad sobrepasa su perfecta fusión con la naturaleza, los singulares rasgos de su indumentaria y la humildad de su tarea: en el agua, su tembloroso reflejo perfila una hermosa deidad guerrera que, con la alta cabeza coronada de plumas, extiende los brazos hacia el abismo.

El futuro

Al calor de un mediodía de azul relumbrante, un grupo de niños indígenas de edad indefinible –conservan las mejillas encendidas y las sonrisas inocentes, mas poseen un destello maduro en la mirada–, vestidos con una curiosa mezcla de prendas urbanas y atavíos indígenas, se abrazan en las cercanías de la escuela local. Impulsados por sus profesores, quienes procuran comprender su mutable identidad, siguen a diario una enseñanza trilingüe: con la esperanza de acallar el mutismo que podría desprenderlos de sus raíces, aprenden tlahuica; con la inexorable consciencia de habitar un país signado por el mestizaje, estudian español; con la desconsoladora certeza de convertirse, tarde o temprano, en inmigrantes, aprenden inglés. De este modo, desde su juventud, estos pequeños conforman una generación distinta, aunque, como sugieren otras fotografías, la apertura cultural les viene por herencia.

En efecto, la observación atenta de esta suma fotográfica arroja una conclusión sorprendente: pese a la aparente parálisis de sus costumbres, tras cerca de 500 años de frecuente contacto con diversas cosmovisiones, las comunidades indígenas han conseguido adaptarse con éxito a toda coyuntura y, en consecuencia, han evitado su disolución. De esta manera, marchan a un ritmo similar al del resto del mundo e, incluso, enfrentan conflictos semejantes; por tanto, no pueden resultarnos tan distantes.

Y, por otra parte, mientras la sucesiva aprehensión de estos breves momentos estrecha a la eternidad entera, cada una de estas fotografías desvela un poco de nosotros. Un árbol de la vida, una figurilla de barro con el rostro de la muerte, una serie de esculturas provenientes del sur del Estado y numerosos paisajes oscilantes entre el colorido de la naturaleza y el caos de la urbanización, traspasan sus gráficas fronteras y discurren sobre la inevitable fugacidad que nos conforma; es decir, sobre las cosas que no percibimos hasta que, de pronto, nos topamos con ellas en la entrada del Museo, dispuestas a contarnos la historia.

La escultura y su intriga


por Margarita Hernández Martínez

Independientemente de los modelos educativos y los programas académicos en los que hayamos sido instruidos, nuestro primer contacto con la historia se afinca en libros gruesos y páginas abstractas, repletas de personajes distantes, fechas inimaginables y alusiones a lugares desconocidos o, en el peor de los casos, desaparecidos. En este marco, resulta difícil creer que la historia no es más que el resultado de la metamorfosis de los actos de la vida cotidiana en la impresión viva de nuestros pasos por la tierra. Desde esta perspectiva, nacer, morir, comer, vestirse y celebrar, entre las múltiples acciones que moldean, de manera paralela, la rutina, las costumbres y la tradición, adquieren un nuevo significado, más trascendente e incluyente, pues no sólo se circunscriben a los sucesos relevantes, sino que engloban la totalidad de nuestra existencia.

Así, es necesario tener en mente este punto de vista en el momento de sumergirse en la contemplación de una pequeña escultura de origen olmeca que, de modo sorprendente, rompe con el conjunto conformado por las 7 000 piezas que componen el acervo del Museo de Antropología e Historia del Estado de México, ubicado en el Centro Cultural Mexiquense. Resguardada tras una vitrina transparente, bañada por los rayos del sol que penetran por la ventana, desprovista de todo adorno o atavío, sentada con las piernas cruzadas y los brazos en actitud serena, su delicada figura despliega sus rasgos característicos –al mismo tiempo, sus filiaciones culturales–: cabeza deforme coronada con un sólo mechón de cabello; boca atigrada, figurada por labios gruesos con las comisuras dirigidas hacia abajo, y ojos rasgados en forma de almendra. Este rostro se asemeja al de otras esculturas olmecas halladas en distintas zonas de la República Mexicana –en Puebla, por ejemplo–, empero, luce más benévolo y delicado, lo cual intensifica su naturaleza irrepetible; no obstante, también obstaculiza la clarificación de su identidad y sus funciones: nadie sabe con exactitud si se trata de la representación de un dios, un gobernante o un ciudadano común; aún más, podría tratarse de un juguete o un utensilio ceremonial u ornamental.

Pese a ello, en el terreno de las certezas, la existencia de esta escultura, hallada en Lomas Altas, en el centro del Valle de Toluca, atestigua que, entre 1200 y 800 antes de Cristo, por razones aún desconocidas, las artesanías elaboradas por las comunidades instaladas a lo largo de territorios tan variados como Guatemala, Oaxaca, Veracruz, Morelos y el Valle de México se sometieron a un proceso de unificación, generalmente atribuido a la influencia de la cultura olmeca –por estas razones apellidada, en los libros de historia, cultura madre–. Sin embargo, esta explicación no parece por completo convincente, en especial frente a esculturas como ésta. Ante el impreciso panorama, los antropólogos no cesan de interrogarse a qué se debió esta transformación; asimismo, la pregunta se ramifica en otras: ¿Es posible que, en un mismo instante, tantas civilizaciones diferentes hayan alcanzado idénticas condiciones de madurez? ¿Fueron estos cambios producto de una conquista militar o religiosa? La historia se torna variable y escurridiza, apenas una misteriosa insinuación de la vida en otras épocas.

En estas circunstancias, resulta relevante hablar de la azarosa historia que permitió el segundo descubrimiento y la posterior valoración de esta escultura, pues llegó al Museo por casualidad, debido al curso de un conjunto de actos cotidianos. Para comenzar, durante alguna tarde toluqueña, mientras se encontraban sentados alrededor de una mesa de café, el arquitecto Pedro Macedo platicó, sin mayores consecuencias, con el arqueólogo Víctor Osorio, actual director del Museo de Antropología e Historia, sobre una pieza indescriptible –dado su pésimo estado de conservación– que acababa de arribar a sus manos. La charla quedó en el aire; sin embargo, varios meses después, mientras el antropólogo caminaba apresuradamente por los Portales, se topó con el arquitecto, quien le entregó una bolsa de plástico llena de fragmentos de barro. De esta manera, la escultura recuperó su poder de paralizar el tiempo: Víctor Osorio olvidó sus ocupaciones y se absorbió en la rápida reconstrucción de su figura. El hallazgo fue tan deslumbrante que suplicó a su amigo que la cediera al Museo. Éste, tras muchos titubeos, decidió donarla bajo tres condiciones: en primer término, una restauración completa y cuidadosa; en segundo, su exhibición permanente y, en tercero, la redacción de un artículo especializado. El arqueólogo se ocupó de cumplir con estas especificaciones y, gracias a ello, el día de hoy, todos los visitantes del Museo pueden disfrutar de esta pequeña escultura.

Al final, a través de estas historias paralelas, el pasado y el presente se entrelazan en un solo momento: la apreciación. Detrás de su baluarte cristalino, la escultura acoge cada mirada fija en la sala silenciosa del Museo. Y así, uno no puede evitar formularle las necesarias preguntas existenciales: “¿Quién eres? ¿De dónde vienes?”. La figura no responde, impasible, con su sonrisa enigmática y su mirada inquietante. No obstante, una variación de la luz solar sobre su piel de barro proyecta una sombra oscilante entre la nostalgia y la tristeza. Con seguridad, si uno la observa durante un rato, dejándola entrar en la propia historia cotidiana, su boca milenaria ofrecerá una respuesta.

Los mares de papel

por Margarita Hernández Martínez

Todo acto de lectura –definido como la inmersión consciente y gozosa en un mar de visiones y recreaciones del cosmos que, más allá de la instrucción y el aprendizaje, involucra la expresión de la belleza– implica un trayecto largo e impredecible, rebosante de recodos que impulsan los sentidos de quien lo emprende hacia nuevos derroteros y repleto de ambiguos remansos que, tras consentir unos momentos de reposo y reflexión, desembocan en otras provocaciones. De este modo, la mirada del lector se encuentra condenada a navegar por la inquietud: a no encallar jamás en un puerto seguro.

En un sentido equivalente, los libros, vistos como la azarosa conjunción de papel y tinta que, revelada en los ojos, confiere existencia plena a ese mundo situado entre la imaginación y el descubrimiento, siguen un trayecto semejante: inevitablemente sujetos a las variaciones del destino, se trasladan de un lugar a otro y, por ende, circulan por incalculables pares de manos, hasta recalar en bibliotecas de múltiples tamaños, desde la humilde colección individual, en pugna por adquirir espacio entre el resto de las propiedades personales, hasta las compilaciones más vastas, que requieren el levantamiento de edificios y la gestación de la infraestructura necesaria para su catalogación y consulta. Por estas razones, cada biblioteca alberga un conjunto de historias manifiestas, circunscritas a los libros que resguarda, y un cardumen de historias paralelas, entrelazadas con sus interminables periplos.

Desembocaduras bibliográficas

En la ciudad de Tlalpan, la antigua capital del Estado de México, el 27 de mayo de 1827, zarpó hacia el horizonte de los lectores, entre vaivenes y tempestades, el repertorio bibliográfico que, varias décadas después, condujo a la conformación inicial de la Biblioteca Pública Central Estatal, ubicada en el Centro Cultural Mexiquense.

Inaugurado con las obras revolucionarias de los enciclopedistas franceses Jean-Jacques Rousseau, Denis Diderot y Voltaire –provenientes, asimismo, de una accidentada travesía por el Océano Atlántico–, se enriqueció, durante poco más de ciento cincuenta años de odiseas erráticas y acontecimientos impredecibles, con la constante donación de diversas bibliotecas particulares –entre las que destacan los numerosos ejemplares pertenecientes a Aurelio J. Venegas y Horacio Zúñiga– y los acervos eclesiásticos y conventuales expropiados debido a la rigurosa aplicación de las Leyes de Reforma; además, consiguió sobrevivir, tras algunas temporadas de inacción y letargo, a los oleajes de la Revolución y, así, desembocó exitosamente en el siglo XX.

Sin embargo, en el transcurso de la década de los ochenta, el establecimiento de la Dirección General de Bibliotecas y la fundación del Instituto Mexiquense de Cultura trastocaron su ruta y supusieron un brusco viraje, pues quebrantaron de manera definitiva su configuración inicial: con la propuesta de clasificación del acervo en cuatro colecciones básicas –general, infantil, de consulta y de publicaciones periódicas–, resultó imperativo descartar gran parte de los antiguos volúmenes, puesto que su contenido especializado los arrojaba a los márgenes del material bibliográfico accesible a todos los lectores, independientemente de su formación cultural. En consecuencia, la naciente Biblioteca Pública Central se transformó, de una suma de libros acarreados por las mareas de su propia historia e individualidad, en un recinto escindido en dos amplios sectores, constituidos por las adquisiciones nuevas, sujetas a las reglas y los estatutos establecidos por la Red Nacional de Bibliotecas, y las huellas tangibles de su itinerario por distintas épocas, aferradas al imprevisto bamboleo del agua sabia.

Un estuario de libros

Así, este cúmulo de textos quedó reunido, primero, bajo el nombre de colecciones especiales y, después, bajo la denominación de Fondo Reservado Bibliográfico, pese a que, en estricto sentido, estos términos designan únicamente a las recopilaciones de volúmenes incunables, únicos o defectuosos.

En contraste, éste no es el caso de los heterogéneos materiales procedentes de los conventos del Carmen, de San Francisco, de la Merced, de San Juan Bautista, de San Miguel, del Santo Desierto y de los Padres Pasionistas, si bien sus temas, oscilantes entre el Derecho, la Filosofía, la Hagiografía, la Hermenéutica Bíblica, la Mística, la Patrística y la Teología, se encuentran ligados a una misma rama del conocimiento, de raigambre sacra y humanista. Por otro lado, los ejemplares más longevos del Fondo Reservado comparten un conjunto de rasgos editoriales similares: escritos en diversos registros del latín y del incipiente castellano, sus palabras confluyen en múltiples folios cosidos con fibras naturales y protegidos por firmes tapas de madera forradas de cuero; además, ostentan una multiplicidad de intrigantes sellos lacrados y marcas de agua y de fuego, los cuales conforman un lenguaje destinado a señalar de forma indeleble las identidades y filiaciones de cada tomo. Estas características, aunadas a su excelente estado de conservación, constituyen, más allá de su condición extraordinaria e irrepetible, el sustento de su relevancia histórica.

En un tenor semejante, el Fondo Reservado abriga un aluvión de publicaciones modernas –salidas a la luz entre 1890 y 1970– extintas, agotadas o difíciles de conseguir, las cuales comprenden desde algunas páginas informativas alrededor de variados aspectos sociales, culturales y políticos del Estado de México hasta las colecciones de clásicos de la literatura universal impresos durante la gestión de José Vasconcelos en la Secretaría de Educación Pública, sin olvidar las abundantes aportaciones oriundas del otro lado del mar.

De este modo, el Fondo Reservado constituye, tras sus incontables andanzas, un pacífico estuario en el cual convergen lenguas, tiempos y espacios: cosmovisiones y desvelos, tanto de quienes los escriben como de quienes los leen. Y aunque esta actividad exige un esfuerzo que sobrepasa nuestros conocimientos actuales, desapegados ya de la enseñanza clerical, un apasionado paseo por los estantes que abrigan a estos libros les permite recobrar su función de brújula, astrolabio y sextante y, así, volver a acompañarnos en la navegación vital, imprevisible, que significa la existencia humana.

Libros en construcción

por Margarita Hernández Martínez

Afirmar los pies en el suelo de una biblioteca provoca, la mayoría de las veces, una sensación de maravilla, vértigo e impotencia: la fuerza invariable del silencio, la neutralidad de la luz y la alineación simétrica de las estanterías colmadas despiertan una emoción oscilante entre la pequeñez del ser humano y la inmensidad del universo y sus historias, pues cada volumen representa un mundo interminable, en el cual las páginas despliegan múltiples posibilidades de imaginación; además, desencadena el riesgo de zambullirse en un océano de letras, dado que un libro lleva a otro y, éste, a su vez, a uno más. Por estas razones, la biblioteca es un recinto que requiere audacia y valentía, además de la convicción de que resulta peor conformarse con el desierto de la ignorancia: los libros constituyen nuestros asideros al mundo; es decir, la posibilidad de palpar, leer, aprehender e integrarnos con el cosmos, incluso mediante la crítica y la transgresión.

Desde esta perspectiva, la Biblioteca Pública Central Estatal, ubicada en el Centro Cultural Mexiquense, es una de las más interesantes del Estado de México, dada su cuidadosa planeación y la abundancia y diversidad de su acervo. Pese a la serenidad que transmite, la precede una historia laberíntica, llena de proyectos y azares; sin embargo, su punto de partida resulta bastante preciso, pues responde a la inquebrantable tradición colonial: en 1534, Nueva España abrigó la primera biblioteca americana; poco después, en 1539, se convirtió en el primer reino provisto de imprenta; asimismo, en 1553, albergó en su territorio a la Real y Pontificia Universidad de México.

Este espíritu pionero, aunado a la avidez por el saber, se extendió hasta los primeros años de vida independiente; de este modo, el antecedente de la Biblioteca Central emergió en Tlalpan, la antigua capital del Estado de México, el 22 de mayo de 1827. Sus primeros volúmenes debieron superar varios obstáculos: debido a la exigua oferta editorial, un grupo de jóvenes políticos se encargó de adquirir, en Europa, algunos libros. De acuerdo con su óptica revolucionaria, hicieron traer las obras fundamentales de Jean-Jacques Rousseau, Denis Diderot y Voltaire, grandes exponentes de la Ilustración francesa; no obstante, los censores las juzgaron escandalosas, así que las retuvieron en la embajada veracruzana. Este escollo iniciático representó apenas el principio de otros más: en 1830, como resultado de los cambios administrativos del Estado, la naciente biblioteca se trasladó a Toluca, la nueva capital. En un principio, arribó al Tribunal Superior de Justicia; empero, en 1834, fue enviada al Instituto Científico y Literario, donde sólo gozó de dos años de reposo, ya que, a causa del régimen centralista, fue remitida a Palacio Nacional. Trece años más tarde, gracias a la reinstauración del federalismo, la biblioteca, levemente modificada, retornó al ICLA, donde quedó al cuidado de dos grandes amantes de los libros: Joaquín M. de Alcalde e Ignacio Manuel Altamirano.

Una década después, el acervo sufrió una metamorfosis significativa: con el advenimiento de las Leyes de Reforma, se transformó en resguardo de las ricas colecciones privadas (constituidas, sobre todo, por documentos teológicos) de los conventos del Carmen, San Francisco, la Merced, San Juan Bautista, San Miguel y Santo Desierto, entre otros. Estos volúmenes, escritos en latín, forrados de cuero y caracterizados por la presencia de sellos lacrados y marcas de fuego, además de su antigüedad y su excelente estado de conservación, conforman gran parte del Fondo Reservado de la Biblioteca Central. Sus señas de identidad resultan tan apasionantes que merecen mayor atención, pues sus páginas refugiaron, durante siglos, miradas, desvelos y visiones de mundo; aún más: todavía tienen la capacidad de hacerlo.

Mas, retornando a nuestra historia, en 1889, la biblioteca contenía ya 10 000 volúmenes; de este modo, la necesidad de mayores espacios impulsó la adquisición del Teatro “Manuel Eduardo Gorostiza”, el cual fue completamente remodelado. Empero, la Revolución minó, durante dos décadas, la actividad cultural; así, ésta quedó condenada a la inercia, hasta que, en 1922, con la meta de establecer una biblioteca popular, José Vasconcelos envió al Teatro una remesa de libros, entre los que se contaban obras de Sófocles, Platón, Dante, Miguel de Cervantes, Carlos Pellicer y Alfonso Reyes; no obstante, debido a la escasa afluencia de lectores, el intento fracasó. Ello no desalentó el esfuerzo por poner en marcha la biblioteca: así, en 1929, se inició la clasificación del acervo y, en 1969, tras una breve estancia en la Universidad Autónoma del Estado de México, su mudanza a la Casa de Cultura, un amplio edificio en el cual se desarrollarían actividades de lectura y recreación. Sin embargo, por diversas circunstancias, el Poder Legislativo fracturó la unidad original de este espacio y se asentó en él durante varias décadas, hasta que, el 27 de abril de 1987, se inauguró, junto con el Instituto Mexiquense de Cultura y el resto del Centro Cultural Mexiquense, la Biblioteca Pública Central Estatal.

Emplazada en la afueras de Toluca, engalanada con áreas verdes y vistas del Xinantécatl, reúne un conjunto de 19 118 libros (muchos de éstos incluidos en el mencionado Fondo Reservado). Sus instalaciones abrazan una hemeroteca, una mapoteca, una videoteca, una ludoteca, un área infantil, además de los servicios de fotocopiado, Internet, préstamo a domicilio y laboratorio de procesos técnicos. Con estas herramientas, los mexiquenses tienen la oportunidad de sumergirse, a través de la lectura, en la reflexión y la imaginación, en sus pasiones, curiosidades e investigaciones y, así, recobrar la capacidad de sorprenderse.

Reencontrando raíces

por Margarita Hernández Martínez

Debido a nuestra inevitable inmersión en las rápidas transformaciones de la cotidianidad, los seres humanos nos afincamos, poco a poco y sin desearlo, en un espacio aséptico e indeterminado que nos hemos dado en denominar –de un modo contradictorio e irreflexivo– aldea global. Ahí, toda clase de vínculo (social, político, cultural e, incluso, geográfico) se desanuda de sus raíces y emprende múltiples divagaciones en torno a su sentido. Dependiendo de su enfoque, estas transiciones pueden acarrear a dos esferas irreconciliables de consecuencias: en primer término, con la condición de preservar conscientemente las bases de la propia identidad y respetar las peculiaridades ajenas, conceden la oportunidad de construir un mundo más rico y tolerante; en segundo, desde una óptica ajena a la fertilidad de todo patrimonio cultural, acrecientan el riesgo de extraviar los matices que nos distinguen y amenazan con arrojarnos al más completo desarraigo.

Este panorama nos obliga a interrogarnos acerca de los componentes de nuestra identidad cultural: el lenguaje, la historia, las tradiciones, la vida de la comunidad y ciertas muestras del arte popular, por ejemplo. En todos ellos resulta innegable la impronta del tiempo. Éste, sin embargo, se encuentra regido por la rutina, la cual lo transforma en un ciclo incesante, del que únicamente rescatamos señales frágiles y estremecidas, destinadas a la finitud; de esta manera, es difícil sustraerse del efecto de los años y el ostracismo.

Estas vicisitudes contribuyen a destacar la relevancia de los archivos históricos, cuya misión principal radica en evitar que estas señas temblorosas –como hojarasca agitándose en tolvaneras: lenta conversión en polvo– pierdan su función primordial: sustentar los rasgos fundacionales de la sociedad desde la cual emergieron y permitir que, con el paso de las décadas, nos asombren con la luz de lo que hemos sido y la sugerencia de lo que podemos ser. Por estas razones, es imprescindible revalorar el trabajo realizado en el Archivo Histórico del Estado de México –cuyo precedente directo, el Despacho de la Real Audiencia de México y las Alcaldías Mayores, fue instaurado en el siglo XVI–, inaugurado en abril de 1987. Desde entonces, destina sus esfuerzos a conservar la memoria de los pobladores de dicha entidad mediante la protección, organización y difusión de su acervo documental.

Éste, contrariamente al imaginario colectivo, no se limita a un ceniciento repertorio de papeles antiguos, sino que despliega una gran variedad de elementos. Posee, en primer lugar, una mapoteca, la cual alberga, en numerosos corredores formados por blancos anaqueles, alrededor de 200 100 planos, cartas, mapas y proyectos, de los cuales 6 788 se encuentran disponibles para su consulta. La mayoría de estos materiales provienen de un periodo histórico muy amplio, que abarca desde 1750 hasta 1990, y engloban distintos aspectos físicos, climáticos e hidrológicos.

Una vez situados en las diferentes riquezas del territorio mexiquense, resulta más sencillo acercarse a la fototeca, una pequeña habitación con un crujiente suelo de madera en el cual discurre –pues, en efecto, una imagen dice más que mil palabras y, en este caso, su abundancia evoca cada vocablo del universo– una colección compuesta por más de 9 600 diapositivas, fotografías y negativos, que consignan infinidad de acontecimientos sociales, políticos, culturales y deportivos relacionados con la historia del Estado de México, ocurridos entre 1900 y 1985; igualmente, exhiben un conjunto de paisajes que permite vislumbrar las sorprendentes metamorfosis del horizonte que –si acaso– observamos a diario.

Tras atender a la elocuencia de las imágenes, es necesario adentrarnos en la biblioteca, la cual abriga 13 000 volúmenes, entre crónicas, gacetas, folletos, informes de gobierno y publicaciones periódicas enfocadas a la historia –latinoamericana, mexicana y mexiquense– y las ciencias sociales; además, acoge algunas joyas que, a simple vista –pese a que su tipografía resulta inteligible a nuestros ojos, ya acostumbrados a la sobriedad en la escritura–, despiertan el valor del pasado, como la merced de sitio concedida a Sebastián de Cuellar, vecino de Ixtlahuaca, y firmada, en 1542, por el primer virrey de Nueva España, Antonio de Mendoza; el libro de acuerdos de la Sala del Crimen de la Real Audiencia, fechado en marzo de 1783; las actas correspondientes al Congreso Constituyente de 1826-1829; diversos decretos dictados en el Estado de México entre 1824 y 1911, y, por último, algunos datos estadísticos obtenidos en el periodo transcurrido entre 1897 y 1911.

Para concluir, el acervo expedientable, ubicado en una silenciosa galería, reúne los veinte millones de documentos generados por la administración estatal entre 1542 y 1991. Éstos se hallan organizados en numerosos fondos documentales, como gobernación, obras públicas, educación y hacienda; y varias colecciones, entre las que se cuentan Nueva España, Imperio Mexicano, Revolución Mexicana y pueblos del Estado de México. Por otro lado, rozando la orilla de lo inclasificable (puesto que la historia no es sinónimo de aburrimiento), el Archivo resguarda una compilación de pasquines, dibujos mordaces que anteceden las caricaturas que hoy leemos en el periódico.

Tras este recorrido, debemos admitir que, si bien es un cliché hablar de la importancia de apegarnos a nuestra identidad y raíces, se trata de una necesidad real. Nuestra estancia en el mundo se convierte en una experiencia gozosa y enriquecedora, auténticamente humana, sólo cuando somos capaces de conocer a profundidad nuestro pasado y, a través de ello, asirnos al presente.

El encanto de Minerva

por Margarita Hernández Martínez

Había una vez un planeta en el cual el tiempo manaba sin tregua: la lluvia caía a plomo sobre quien fuera; el viento se precipitaba, impío, sobre las piedras; el sol partía la tierra con sus rayos inclementes; el polvo volaba, adhiriéndose a los edificios, las personas y los muebles. Y no sólo los elementos naturales causaban estragos: las arañas forjaban sus nidos en cada rincón y las termitas celebraban banquetes en la madera. Por estas razones, el planeta era un perfecto representante de su nombre: la Tierra.

En este mundo, preservar cualquier cosa exigía muchísimo trabajo, pues todo tendía a desmoronarse y desaparecer: los árboles, los papeles, las paredes y hasta los seres humanos. Nada se salvaba del transcurso de los años. Sin embargo, las personas, poseedoras de una cultura –que, casi siempre, se encarna y simboliza en objetos–, comprendieron la importancia de salvaguardar las señales de su paso por la Tierra; por ello, consagraron múltiples esfuerzos a fabricar sutiles conjuros y pociones –fórmulas químicas exactas, de cuidadoso manejo; herramientas especiales y poderosos microscopios– con la finalidad de impedir la constante destrucción. De este modo nació la alquimia –encanto entre magia y ciencia– de la conservación y la restauración; con ella, la esperanza de prolongar la vida de los objetos artísticos y culturales.

Así las cosas, en el patio de la Escuela Normal de Toluca –a fin de cuentas, un breve reducto de la Tierra–, nació, alrededor de 1915, de padres desconocidos, Minerva, una diosa de piedra adosada a la escalera principal del edificio. Deidad de la inteligencia, de la sabiduría y de las artes, engalanada con ojos profundos que miran discretamente a quien la observa; nariz fina, de aletas delicadas; labios entreabiertos, a punto de articular una palabra; cabello recogido, mas revuelto por el viento; rodeada de nubes y figuras infantiles, vislumbraba el incesante paso de los jóvenes estudiantes y, expuesta al fragor de la intemperie, envejecía. En efecto, pese a su belleza, se hallaba condenada a seguir el destino de los habitantes de la Tierra: cual doncella menesterosa, sólo un milagro –unos toques de varita mágica– podría salvarla de la disipación.

Semejante prodigio tardó en llegar. Tras numerosos encuentros con restauradores no profesionales –es decir, con magos inexpertos–, quienes, con las mejores intenciones, la cubrieron de resinas, pintura y cemento –que, por desgracia, ocultaban tanto sus auténticos encantos como sus heridas y fracturas– y reforzaron su frágil estructura con alcayatas, clavos y tornillos –los cuales tampoco sobrevivieron al influjo del calor y la lluvia, ya que comenzaron a oxidarse y dejar un rastro rojizo en sus vestiduras–, un buen día, por fin, Minerva recibió la visita de un hada madrina: la Unidad de Conservación y Restauración del Instituto Mexiquense de Cultura. Ésta se encontraba decidida a recobrar las maravillas de su piel de piedra, reseca y arrugada, pues veía en ella una muestra invaluable e insustituible del genio artístico humano.

Para alcanzar su meta, la UCR debió ser cuidadosa y paciente, puesto que las labores de recuperación requieren actuar con toda cautela, sobre todo en las condiciones de Minerva; de lo contrario, corren el riesgo de dañar irremediablemente los objetos. Tomando en cuenta estas precauciones, comenzó revisando con atención la estructura de la diosa. La UCR descubrió, con gran sorpresa, que varias secciones de su relieve se hallaban casi suspendidas en el aire, pues presentaban una separación de unos quince centímetros del muro sin aplanar, lo cual podía provocar su colapso. Para evitar tamaño infortunio, recurrió a sus primeros pases mágicos y emprendió un trabajo de consolidación, consistente en desmontar los antiguos materiales de relleno –que diseminaban humedad y disolvían la piedra original– y sustituirlos por una mezcla ligera de cal apagada y arena con tepojal. Además, retiró los fragmentos desprendidos –entre ellos, el torso de la diosa–, corrigió el desfase entre éstos y el resto de la escultura y, valiéndose de grapas de acero inoxidable, reparó las fracturas. Por último, resanó las cicatrices y restableció la tersura de la piel y los vestidos de Minerva; asimismo, su cuerpo volvió a quedar unido.

Paralelamente, la UCR vertió pócimas químicas sobre la pintura, el yeso y el cemento; así, poco a poco, con ayuda de instrumentos mecánicos, develó la auténtica –e insospechada– hermosura de los rasgos y colores de Minerva. Al final, después de tres largos meses de ardua labor, consiguió devolverla, ligera y fija, al reposo de su muro, detenida en un instante entre el presente y el futuro, entre la tierra y el cielo, entre la inspiración de la sabiduría y el deslumbramiento del arte. Oscilante entre diosa y princesa, la dejó dispuesta a conquistar los ojos de innumerables príncipes azules. Gracias a su esfuerzo, hoy podemos contemplarla y, por un momento, imaginarnos una conversación o un baile con ella, enamorarnos de su figura rejuvenecida y de las ideas que representa: la fecundidad del pensamiento humano, nuestra capacidad de alcanzar, provistos de su impulso, a los dioses.

Mientras tanto, el hada madrina, orgullosa, resplandece con una amplia sonrisa de satisfacción; y es que, a pesar de su larga experiencia renovando los atavíos de las diosas y princesas, aprendió, a lo largo del proceso, nuevos hechizos. También, por otra parte, recomendó nuevos cuidados: proteger a Minerva tras un panel de cristal, para defenderla de los tristes estragos de la Tierra y prolongar la magia de su legado.

Entre la magia y la ciencia

por Margarita Hernández Martínez

Todos los cuentos de hadas comienzan con un ambiguo “había una vez”, con el cual abren un vasto universo de posibilidades. Así, la historia podría desenvolverse en cualquier época y en cualquier sitio; con cualquier tipo y cantidad de protagonistas. Con estos elementos, convoca, también, a los territorios de la magia, de los cuales, nosotros, los simples mortales, nos encontramos exiliados; aunque, de vez en cuando, nos topamos con lugares que, sea por el encanto peculiar de sus habitantes, sea por los eventos extraordinarios e iluminadores que ocurren en ellos, parecen mágicos.

Esa sensación próxima a la magia es lo primero que despierta el trabajo desarrollado cotidianamente en la Unidad de Conservación y Restauración del Instituto Mexiquense de Cultura. Como toda región donde reina la fantasía, se encuentra alejada de los ojos ajenos y requiere, para entrar en ella, un breve rito de iniciación, basado en el estricto respeto a las reglas que rigen sus cuidadosas labores, pues pisar en el lugar equivocado o moverse violentamente puede resultar fatal: puede romper todos los hechizos y devolvernos a las truculencias de las historias diarias. Por otro lado, sus esfuerzos se hallan dirigidos a una de las funciones centrales de la magia: la producción de resultados contrarios a aquéllos dictados por las leyes naturales. Y si bien en nuestros días es difícil afirmar que tales resultados dependen únicamente de conjuros y palabras poderosas, en este caso, de una manera cercana a la antigua alquimia, la magia de la UCR se asienta en el progreso científico, gracias al cual es posible prevenir o resarcir el daño causado por las décadas (y, a veces, centurias) y las condiciones adversas en pinturas, esculturas, cerámica, metales y telas, entre otros testimonios artísticos y culturales.

De esta manera, la UCR no es un castillo, sino un laboratorio ubicado en el Museo de Antropología e Historia, en el interior del Centro Cultural Mexiquense. Su meta radica en prolongar la vida de los objetos culturales del pasado para que las generaciones presentes y futuras conozcan (y re-conozcan) su valor. Este minucioso trabajo implica el contacto visual con la obra, el registro de datos de su estado físico y la intervención en ella mediante diversas técnicas especializadas, que incluyen varias investigaciones históricas e iconográficas. Para cumplir con estos fines, cuenta con máquinas injertadoras, prensas y mesas especiales; materiales químicos especializados; equipos provistos de luz ultravioleta e infrarroja, y microscopios biológicos y estereoscópicos. Todos estos instrumentos, a pesar de los tecnicismos, rezuman su propio encanto cuando se encuentran en operación.

Pero, para llegar a este punto de la historia, resulta necesario recordar los acontecimientos previos al comienzo del cuento, los cuales manifiestan una cadena interminable de esfuerzos. En un principio, el entonces Departamento de Restauración se ocupó de coordinar los trabajos de recuperación del acervo del Museo de Antropología e Historia del Estado de México. Continuó, posteriormente, con la restauración de los acervos pertenecientes a los museos que conforman al Centro Cultural Mexiquense y al Archivo Histórico del Estado de México. En 1987, con la creación del Instituto Mexiquense Cultura, se encargó de resguardar las áreas culturales del interior del Estado; por otro lado, a solicitud del Instituto Nacional de Antropología e Historia, se comprometió a restaurar los bienes muebles de la zona arqueológica de Malinalco.

Asimismo, entre 1999 y 2007, se ha desempeñado en veintiocho proyectos de restauración relevantes. Entre éstos se cuentan la pintura Leyes de Reforma, de Mateo Herrera, colocada en la Cámara de Diputados; 46 obras de la autoría de Cristóbal de Villalpando, ubicadas en el Museo de Bellas Artes; las colecciones del Museo de Antropología e Historia del Estado de México, el Museo Gonzalo Carrasco, el Centro Cultural de Lerma, el Centro Cultural Isidro Fabela y el Museo de Acambay. Actualmente, labora en diversos proyectos enfocados a la restauración de las obras pertenecientes al Museo Virreinal de Zinacantepec y al Museo de Arte Moderno; así como en la conservación preventiva del repertorio del Museo de la Acuarela y de la Biblioteca Pública Urawa. Finalmente, es responsable de la restauración de los edificios y petroglifos de la zona arqueológica de Teotenango y del Museo Román Piña Chan.

Estos años de labor ardua han servido, paradójicamente, para despojar a las obras culturales de su difícil carga de tiempo. En todos ellos han nacido inspiraciones y esperanzas: historias que cuentan algo más sobre cada pieza restaurada y se añaden a su ya de por sí enorme valor. Por ello, merecen, también, ser recordadas, y que el poder de evocación de la palabra las rescate de la ley natural del olvido.

Andanzas en la Biblioteca Pública Central

Por Margarita Hernández Martínez

Con una constancia avasalladora, los medios de comunicación, los organismos de difusión cultural y toda una variedad de instituciones educativas nos asedian con la urgencia de forjar hábitos de lectura entre los mexicanos –o, concretamente, entre los mexiquenses–, en especial entre los niños y adolescentes, pues en sus manos recae el futuro del país, y éste requiere ciudadanos conscientes y propositivos. En efecto, tales cualidades pueden originarse desde la lectura –que, por lo demás, en condiciones ideales, debe trascender el mero desciframiento de signos escritos y encaminarse hacia la reflexión–; con ello, la sociedad ha conseguido reconocer las grandes ventajas que ofrece dicha actividad. Esta primera noción resulta un paso importante en la reivindicación de las labores intelectuales; sin embargo, plantea dos preguntas fundamentales: ¿qué leer? ¿Por dónde empezar?

El Instituto Mexiquense de Cultura, mediante el área infantil de la Biblioteca Pública Central Estatal, ubicada en el Centro Cultural Mexiquense, propone un maravilloso punto de partida. Un rápido vistazo al contenido de sus anaqueles permite advertir que en su acervo se reúnen libros para todos los gustos, inquietudes y propósitos –que, por otro lado, no se limitan al público más joven: cualquier adulto puede despertar, con el decurso de las páginas, al niño que habita en su interior–; además, éstos responden a las necesidades planteadas por los programas de fomento a la lectura.

En primer término, la llamada lectura informativa se encuentra representada en esta biblioteca gracias a una vasta colección de enciclopedias y volúmenes de información general, la cual engloba el periodo comprendido entre los años sesenta y mediados de la década de los noventa. Estos libros no se limitan a dar cuenta de los variados conocimientos que constituyen el mundo –desde los animales y las plantas hasta las profesiones y la intrincada división política que rige a nuestro planeta–, sino que ayudan a comprender cómo ha cambiado a lo largo de las décadas. De esta manera, los jóvenes lectores pueden comprobar que la cultura es una vivencia que se incluye y se transforma con los sucesos de todos los días; una combinación entre las generalidades que siempre ha sido necesario saber y las innovaciones que se gestan a diario. Paralelamente, la lectura les ayuda a enriquecer el sentido de su propia biblioteca: la experiencia que guardan en sus cabezas y, por qué no decirlo, también en sus corazones.

En segundo lugar, el área infantil da cobijo a una enorme cantidad de poemas, cuentos y novelas cortas; es decir, alberga un cúmulo de textos literarios que, comúnmente, se conocen como lectura recreativa. Éstos ocupan poco más de la mitad de la totalidad del acervo y manifiestan una gran variedad; un tesoro en el cual abundan las joyas dignas de mencionarse.

En primer lugar, destaca la multiplicidad de libros contemporáneos, la mayoría escritos por autores latinoamericanos. Entre ellos sobresalen Un asalto mayúsculo, de Vicky Nizri, en el cual el abecedario entero cobra vida y se disputa su lugar en la dudosa hoja en blanco; Las golosinas secretas, de Juan Villoro, cuya trama gira en torno a un lápiz labial que confiere invisibilidad a un grupo de niñas traviesas; El Manchas, de Marinés Medaro y María Figueroa, en el que los versos y la prosa se combinan y confunden; El misterio de la cajita de ópalo iridiscente y La clave del espejo, de Gilberto Rendón, a lo largo de los cuales el autor propone una travesía en el tiempo y el espacio que invita a ahondar en nuestra historia prehispánica; Cuentario, de Luis Arturo Ramos, en el que el humor y la risa defienden al mundo de los pequeños de las preocupaciones de los adultos; Los tenis acatarrados, de María Luisa Puga y Rosario Valderrama, el cual, basado en diálogos ágiles y divertidos, critica las enfermedades generadas por el exceso de limpieza, y, por último, Súper Gel, de Gabriela Peyrón, en cuyas páginas los personajes convocan los poderes mágicos de las cosas de diario. Todos estos textos se unen mediante un rasgo común: la capacidad de metamorfosear la cotidianidad y la rutina en poesía e imaginación.

En segundo término, el área infantil también abunda en libros clásicos, como Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez; Heidi, de Juana Spyri; Mujercitas, de Louise May Alcott; diversos volúmenes de cuentos de Perrault y Andersen, así como las numerosas adaptaciones de El Quijote, de Miguel de Cervantes; Martín Fierro, de José Hernández, y Cuentos de la selva, de Horacio de Quiroga, entre muchos otros. Su valor –que ha sobrevivido, inmutable, al paso del tiempo– resulta indiscutible; sin embargo, es posible aproximarse a ellos desde un punto de vista renovado gracias a la adecuación del lenguaje –los editores, en efecto, se esfuerzan por ofrecer los textos en un registro más moderno– y las ilustraciones, las cuales, además, ofrecen un nuevo motivo de fantasía y goce a los pequeños lectores.

Para finalizar, el área infantil abriga un tercer sector de libros que, sin exagerar, constituyen las agujas en el pajar de la literatura moderna, pues armonizan la hermosura de su apariencia con la de su contenido, y son una auténtica invitación al deleite de la lectura. Entre ellos destacan varios volúmenes de cuentos de Gabriel García Márquez –como Un señor muy viejo con unas alas enormes, El último viaje del buque fantasma y La luz es como el agua–, extraídos de algunos de sus libros más conocidos; El príncipe cangrejo, de Italo Calvino, y La rama, una colección bellamente ilustrada de haikús escritos por Octavio Paz y Tetsuo Kitara.

Regresando al comienzo de estos apuntes, para el gusto de algunos escépticos, la Biblioteca Pública Central Estatal resguarda un acervo más o menos anacrónico, sobre todo en cuanto al contenido informativo. No obstante, como subrayamos antes, se trata de un punto de partida hacia otros rumbos: para cultivar una biblioteca semejante a la de Jorge Luis Borges, es necesario desarrollar, primero, cierta sensibilidad y curiosidad; de este modo, un buen lector consigue procurarse sus propios libros y disfrutar con ellos. Al final, lo más importante es reconocer que el área infantil de dicha biblioteca provee suficientes herramientas para combinar la actividad lectora informativa y recreativa, de tal manera que es posible convertirla en una lectura formativa. Y ello sólo desemboca en innumerables ventajas, tanto en el ámbito personal como social, que se resumen en contribuir a la existencia de personas más libres y más conscientes; en último término, más felices.

El mundo en movimiento

por Margarita Hernández Martínez

Desde la óptica de nuestra vida cotidiana, sustentada en los diversos –y cada vez más numerosos– programas de fomento a la lectura, las bibliotecas equivalen a un santuario: un templo silencioso en el cual los estantes ahítos de libros no resuelven dudas, sino que desatan más interrogantes. Y éstas se intensifican con la proliferación, en el lomo de cada volumen, de claves numéricas que sólo pueden comprenderse mediante la consulta a un grupo de ficheros, los cuales, en estas épocas digitales, comienzan a despedir un curioso aroma añejo. Pese a ello, el aire se llena de la certidumbre de alcanzar la sabiduría –sobre todo en un espacio tan amplio como la Biblioteca Pública Central Estatal–; no obstante, el silencio impone y, preservado por los pocos lectores de las diez la mañana, se vuelve un poco receloso.

De pronto, un suave murmullo anuncia la presencia de los visitantes menos frecuentes a esta clase de recintos: un grupo de niños –muy jóvenes: apenas unos cuatro o cinco años de edad–, formados en dos filas y presididos por sus profesoras, avanza por el pasillo más amplio de la biblioteca, entre agujetas desamarradas, sudaderas caídas, pláticas truncas y ruiditos de admiración. El primer instinto obliga a que algunos de ellos, más instruidos sobre la tradición de los ceremoniales culturales, impongan a sus compañeros el silencio que antes permanecía imperturbable.

El trayecto los conduce al área infantil, que se sitúa al fondo de la biblioteca y se caracteriza por su falta de solemnidad. Un gastado teatro para títeres; algunos estantes amarillos repletos de libros de –y para– todas las edades; una veintena de dibujos pegados en las paredes; una buena cantidad de pequeños escritorios asentados sobre la alfombra azul, y la luz que entra a raudales se disponen a recibir a los niños, del mismo modo que el programa “Un paseo cultural en este ciclo escolar”, organizado por la Biblioteca Central y el Museo de Culturas Populares, el cual propone charlas y actividades que giran en torno al aprecio por las artesanías del Estado de México.

El tema resulta interesante por dos razones: a nuestros ojos adultos, permite que los niños mexiquenses, a través del conocimiento, se sientan vinculados con su cultura, especialmente en tiempos en los que la globalización devora nuestras peculiaridades; a sus ojos infantiles, permite experimentar con los empleos imaginativos y artísticos de materiales sacados de la vida cotidiana. Y no sólo eso: también representa la oportunidad de jugar y reírse donde habitualmente no se permite hacerlo. Por eso, no es raro que la imaginación comience a aflorar y el silencio termine por disiparse del todo: entre los murmullos, que poco a poco se mudan en voces claras, el barro se convierte en peces que comen tiempo; los rebozos, en una casita; los juguetes de alambre y madera, en un recordatorio de que los abuelos también fueron niños; y, lo mejor de todo, el libro del cual han salido todas las explicaciones se transforma en un mundo en movimiento, que depende de la imaginación y, a la vez, cobija todas sus invenciones.

Así, tras este encuentro con las riquezas del área infantil, la visita al Museo de Culturas Populares constituye otra invitación a la sorpresa. Como las bibliotecas, los museos son un templo silencioso e impasible, entre cuyas paredes los objetos, intocables, reposan de los avatares diarios y la historia permanece dormida, a menos que alguien se aventure a despertarla.

Y esto ocurre, precisamente, con la llegada de los pequeños, quienes reciben con gozo la propuesta de jugar a los detectives, forma bastante ingeniosa de estimular su curiosidad y convertir el respeto a los museos en una necesidad –los investigadores no pueden romper las pistas, porque las pierden sin remedio–, no en una imposición. Siguiendo las reglas del juego, los niños abren mucho los ojos, hacen muchas preguntas y no tocan nada; así, inauguran los momentos más conmovedores de su estancia en el Centro Cultural Mexiquense. Mientras investigan, su imaginación vuelve a poner en movimiento las clasificaciones que gobiernan la disposición museográfica. De esta manera, el enorme árbol de la vida está pintado con los colores de la primavera, extraídos de los leones y las arañas; un judas imponente, que representa a la Muerte sentada en el trono desde el cual nos gobierna y nos acecha, se trueca en una gorda princesa calavera, vestida de rosa porque es día de fiesta. El resto de los judas, despojados de su significado popular, representan piñatas rodeadas de infantil algarabía; en tanto que los rebozos y las ollas de barro se identifican con las madres de los niños, quienes, desde la ternura de su edad, constituyen el centro del mundo.

La visita concluye entre francas carcajadas y despedidas en coro. Y mientras los pequeños, acompañados por sus pacientes profesoras, culminan el deslumbramiento matutino con un lunch entre los árboles, los adultos nos preguntamos quién le enseñó más a quién. Aunque ya es un lugar común, no sobra decir que los niños nos dejan mirando el universo con los ojos renovados. Por ello, los esfuerzos concentrados en el programa organizado por la Biblioteca Pública Central Estatal y el Museo de Culturas Populares resultan sumamente fructíferos; sin embargo, aún hay muchas cosas por hacer. Sería maravilloso que otras instituciones, públicas y privadas, se interesaran por estas actividades y proporcionaran un poco de ayuda, pues no podemos olvidar que –rompiendo con un lugar común más incómodo– la infancia no es el futuro de nuestro país, sino su presente.

Otras palabras

Hace algunos meses, en una casualidad muy semejante a la que provocó nuestras entregas mensuales para El Espectador, me encontré haciendo prácticas profesionales en el Instituto Mexiquense de Cultura, escribiendo y publicando un artículo semanal para un diario de circulación estatal.

Hace poco terminamos nuestra aventura periodística, que duró alrededor de dos meses. Sus resultados quedaron impregnados en papel y tinta; sin embargo, en un intento por prolongar un poco su efímera vida –pues todo trabajo periodístico (y en general, toda escritura) está condenado a extinguirse con el paso de los días–, he decidido ponerlos aquí. La red suele ser un poco más acogedora con este tipo de asuntos. No obstante, dadas la dificultades para obtener fotografías relacionadas con estos breves artículos, publicaré únicamente los textos.

14 de agosto de 2007

Los fantasmales rumbos de la memoria



por Margarita Hernández Martínez

En medio de la tarde lluviosa y el nebuloso ambiente artístico propio de Toluca, el Museo-Taller Nishizawa –donde, desde el pasado 2 de junio y hasta el próximo 4 de noviembre, el equipo conformado por Oscar Ulises Cancino y los alumnos del quinto año de la Licenciatura en Arte Dramático de la Universidad Autónoma del Estado de México representa Camino rojo a Sabaiba– se ofrece como perfecto refugio. Acosados por el inminente granizo, ingresamos a un lóbrego vestíbulo atestado de jóvenes, la mayoría de los cuales adquiere sus boletos esgrimiendo su credencial de estudiante. Entre los murmullos, al fondo del pasillo, una puerta encristalada permite entrever un escenario poco convencional: precedido por tres filas de gradas de madera, se perfila un estrecho reducto de ladrillo y adobe que forma parte de la misma construcción arquitectónica y se fractura en tres niveles, cubiertos por un colorido vitral mediante el cual se filtra la luz turbia de la tarde.

Tras algunos minutos de espera, ingresamos a un Museo-Taller lleno de humo, metáfora que anuncia la destructiva confusión reinante en Sabaiba. En apenas unos instantes, los asientos se pueblan, las luces despejan la sombra e insinúan un día soleado. Mientras tanto, con breves intervalos, una voz anuncia las tres llamadas de rigor e instaura el silencio en la sala. De este modo, nos convertimos en ojos expectantes y nos preparamos para presenciar una puesta en escena –única e irrepetible– de Camino rojo a Sabaiba, obra dramática con la cual el escritor sinaloense Oscar Liera ganó, en 1987, el Premio “Juan Ruiz Alarcón”.

La función comienza con bocanadas de vaho, desde las cuales emerge Fabián Romero Castro, un confundido soldado, quien, tras perder el rumbo de su ejército, irrumpe, a semejanza de Juan Preciado –el protagonista de Pedro Páramo–, en su Comala particular: una escarlata Sabaiba teñida por los coágulos de la deshonra, el menstruo estéril y perpetuo y las cicatrices de la pasión canicular. Estas heridas lo invitan a emprender, a través de los recuerdos espectrales de un pueblo entero y las sendas de barro rojo construidas por órdenes de Gladys de Villafoncourt, un viaje de retorno a los orígenes, es decir, a aquello que simboliza la entraña materna: la tierra, la tumba y la rotunda ceguera más allá de toda aparente conclusión.

Así, a lo largo de dos horas, la audiencia, entrelazada con múltiples cuadros sin articulación aparente, poblados por un despliegue de personajes provistos de un discurso fracturado –a la usanza de Los recuerdos del porvenir– y oscilantes entre la miseria, la aristocracia, la solemnidad y la risa, exploran la naturaleza relativa de los fenómenos catalogados como verdad y se ven arrojados a una dura conclusión: es imposible confiar en la frágil memoria de los muertos; tanto como evitar prorrumpir en aplausos cuando, tras el último humo disipado, recuperamos la persistente lluvia de la ciudad y nos reconocemos, también, llenos de sangre y de fantasmas.

Camino rojo a Sabaiba se presenta todos los sábados y domingos a las 18:00 horas, en el Museo-Taller Nishizawa, ubicado en Bravo Norte no. 305, col. Centro. La temporada continuará hasta noviembre del año en curso. Si desea obtener mayor información sobre esta puesta en escena, consulte www.caminorojo.tk.



* Texto originalmente aparecido en la plana cultural correspondiente al mes de agosto.

Hacia un nuevo imaginario femenino



por Aeri Marín

Dentro del imaginario colectivo de la tradición occidental –en la cual, inevitablemente, vivimos inmersos–, la bruja constituye una imagen icónica que se corresponde con una mujer perversa y temible, cuyos momentos de furia, envidia o desilusión culminan con la explosión de sus infinitos poderes supraterrenos; cuya innata maldad se manifiesta, incluso, en su monstruoso aspecto físico y la eterna negrura de sus ropas. Rodeada de sustancias y artilugios maléficos, animales de mal agüero y sórdidos paisajes nocturnos, su presencia se confronta abiertamente con la figura renovada ofrecida por la exposición Brujería: insólitos objetos y fantásticas criaturas, inaugurada el pasado viernes 13 de julio en el Museo de Bellas Artes, ubicado en la capital del Estado de México.

En efecto, de acuerdo con los organizadores, el propósito esencial de esta muestra, que reúne más de 300 piezas –entre originales y réplicas– vinculadas con el mundo de la magia y la hechicería, consiste en refutar semejante paradigma y demostrar que las brujas, más que mujeres consagradas al ejercicio del mal –con toda la vastedad de sus implicaciones–, eran féminas modernas, transgresoras e inteligentes, capaces de despertar el temor de sus ignorantes contemporáneos. Poseedoras de una multiplicidad de conocimientos relacionados con los astros, la naturaleza, el comportamiento humano y las potencias divinas, consiguieron romper con los paradigmas de la conducta femenina y alcanzaron un peligroso grado de libertad, el cual, pese a la censura circundante, se propagó a todas sus esferas vitales, incluyendo la sexual. Sin embargo, esta inusitada sabiduría las convirtió en blanco fácil de numerosas persecuciones religiosas y, en consecuencia, las condenó durante siglos a la sombra de la satanización.

No obstante, los antiguos vestigios su mundo –empero, aún existente– obligan a orientar este punto de vista hacia otras direcciones, lo cual ha generado un cúmulo de controversias que se reflejan en el gran interés despertado por esta exposición: tras un largo periplo que incluye más de treinta ciudades europeas y una decena de urbes mexicanas, Brujería: insólitos objetos y fantásticas criaturas propone, en primer término, una intrigante aventura a través de los avatares amorosos y las noticias recogidas en los diarios de Alessandro, caballero italiano nacido en 1888 y dedicado, entre 1930 y 1940, a la recopilación de objetos e información –proveniente tanto de fuentes literarias como populares– alrededor de los sucesos vinculados con la magia, la hechicería y las brujas desarrollados en Europa meridional. Asimismo, en segundo lugar, ofrece una vasta perspectiva de los resultados obtenidos por estas pesquisas: organizados en ocho salas temáticas –que abarcan, incluso, las prácticas de la santería y el vudú–, comprenden un conglomerado de momias, gnomos, hadas, sirenas, mujeres lobo, féminas vampiro, además de un muestrario de hierbas medicinales, alucinógenas y afrodisíacas y una colección de mobiliario que incluye un armario, un oratorio y el lecho donde –según la leyenda– la Malinche reencarnada copuló con el demonio; sin olvidar un conjunto de instrumentos de tortura diseñados para aniquilar –infructuosamente, sin embargo– esta iconoclasta figura del imaginario femenino, que, en una atmósfera de seducción y misterio, se ha negado a morir en el olvido y la ignominia.

Brujería: insólitos objetos y fantásticas criaturas permanecerá abierta en el Museo de Bellas Artes de Toluca (ubicado en Santos Degollado no. 102, col. Centro) hasta finales de septiembre de 2007, con un horario de martes a sábado, de 10:00 a 18:00 horas. Los profesores, los estudiantes y las personas de la tercera edad pueden ingresar con tarifa preferencial.


* Texto aparecido originalmente en la plana cultural correspondiente al mes de agosto.

La comuna Girondo: provocando (a) las letras

por José Antonio Romero Reyes

El mundo, la sangre y el cuerpo están saturados de voces. Quizás no las escuchamos, pero las miramos pasar; el teclado o el bolígrafo trastabillan en pos de ellas, procurando alcanzarlas. Mientras tanto, las voces autorizadas censuran y condenan el arte de provocar, aunque resulta una obligación transformadora y vital: de eso se trata el juego de las palabras.

Oliverio Girondo, sin duda, es una de las grandes figuras dedicadas a la provocación literaria. Y, fiel a su imagen –pese a ello, más allá de la simple imitación–, un grupo de escritores afincados en el Estado de México celebró recientemente la puesta en línea de la revista virtual La comuna Girondo (www.cazaimagen.com/girondo.php), establecida como un medio abierto a la producción literaria joven, provocativa y provocadora.

Cada número de la revista da la bienvenida a los cibernautas –y, de paso, establece sus señas de identidad– con un texto del no siempre bien ponderado autor argentino, cuya presencia se advierte, asimismo, en el respeto por sus modelos creacionistas. Así, La comuna se engalana con imágenes lúdicas emanadas de la realidad cotidiana y sus distorsiones, las cuales consiguen mostrar su carácter artístico y ambiguo: febreros grises que molestan a los cerros y dejan calvos a los árboles, calles murmuradoras, enredaderas chismosas que comentan los deslices de la luna, soles galantes que colman de piropos de luz a las flores que amanecen con semblantes de aburrimiento. Me atrevo a afirmar que no se trata de meras imitaciones del discurso girondino, sobre todo de Espantapájaros o de las Canciones para leer en tranvía, pues esta suma de recursos no resulta, en forma alguna, patente suya ni tampoco concluyó con él; aún más, se trata de una larga tradición alimentada por escasos mexiquenses, debido a sus preocupaciones por las tendencias en que se considera herético volver a caer (en efecto, para algunos, Josué Mirlo ya está superado).

De manera paralela, los espacios de La comuna Girondo trascienden los terrenos de la narrativa y la poesía. Según Dionicio Munguía, responsable de este proyecto, “se aceptan fotografías, grabados, escaneos, reseñas, poemas, cuentos, fragmentos de novela, ensayos y todo aquello que tenga que ver con la literatura y el arte”, especialmente aquéllos propuestos por los nuevos valores literarios, la mayoría de los cuales se agrupan en “Poemas del taller”, sección en la que se incluyen numerosos ejercicios creativos provenientes del taller de poesía “Sor Juana Inés de la Cruz”, organizado por la Secretaría de Cultura del PRI de Toluca.

Por último, resulta loable ver que, a pesar de las adversidades, la cultura sigue su marcha, que hay inquietudes y esfuerzos coordinados de manera independiente. No obstante que, por el momento, La comuna Girondo ya se encuentra registrada en el portal Cervantes Virtual (www.cervantesvirtual.com), la permanencia de este proyecto depende de nuestro interés y participación. Colaboremos, entonces, y escribamos a comunagirondo@gmail.com.



* Texto aparecido originalmente en la plana cultural correspondiente al mes de agosto.

Los cambiantes rostros del Xinantécatl




Por Margarita Hernández Martínez



Imponente desde sus más de 4 600 metros de altura sobre el nivel del mar, el Xinantécatl ha acompañado a innumerables generaciones de mexiquenses, aún desde antes de la invención de tal gentilicio o, yendo todavía más lejos, la misma fundación del lenguaje. Así, ha compartido nuestras penas y alegrías; los días fríos característicos del Valle de Toluca y los súbitos calores desencadenados por el efecto invernadero; igualmente, ha atestiguado el traslado del paisaje provinciano a las prisas del caos urbano. Y, entre todas esas mutaciones, se ha convertido en un rostro familiar, que reconcilia la belleza con nuestras señas de identidad.

Sin embargo, este semblante cotidiano se encuentra en transición, gracias a los recientes descubrimientos de Víctor Arribalzaga y su equipo de investigadores, conformado por jóvenes estudiantes de la Escuela Nacional de Antropología e Historia. En una expedición concluida el pasado 29 de mayo, dicho grupo de científicos descubrió, a 4 300 metros sobre el nivel del mar, sobre la franja conocida como el ombligo del volcán, un conjunto de vestigios prehispánicos, entre los cuales es posible identificar fragmentos de braseros y sahumadores. Estas piezas, considerando la región en la cual se verificó su hallazgo, constituyen pruebas relevantes para demostrar que el culto a los cerros –éste, similar a la devoción por las construcciones piramidales, representa la cercanía, tanto física como espiritual, con las divinidades, a través del sacrificio y la oración– se originó, por lo menos, mil años antes de nuestra era, lo que contradice las ideas sostenidas hasta ahora, según las cuales comenzó con el desarrollo de la cultura teotihuacana, entre los años 300 al 500 d.C. Empero, estas afirmaciones dependen de las pruebas de carbono 14, cuyos resultados aún no se han publicado, mas resultan indispensables para determinar si el equipo comandado por Arribalzaga logró rescatar el material más antiguo perteneciente a este tipo de celebraciones.

Dadas estas razones, diversos grupos de antropólogos se han pronunciado a favor de declarar zona arqueológica el área que rodea al Nevado de Toluca, con el fin de proteger los vestigios que todavía no han sido exhumados e indagar qué clase de ceremonias se desenvolvieron alrededor de las lagunas. De manera paralela, ello facilitaría la preservación de las condiciones que, en tanto reserva ecológica, se requieren para mantener al volcán como principal fuente de agua y oxígeno del Valle de Toluca. En consecuencia, más allá de la cotidianidad, el Xinantécatl representa, con estas exploraciones, el vínculo que enlaza el pasado con el presente: el rostro que contiene todas las caras desconocidas de nuestra personalidad y nos invita a conocer más, a re-conocer vivamente nuestro entorno.




* Texto aparecido originalmente en la plana cultural correspondiente al mes de julio.

Deslumbramientos íntimos



por Margarita Hernández Martínez

A lo largo de las décadas, la tradición ha impregnado a los escritores de una imagen que los coloca en las fronteras de la sociedad: por un lado, los ojos ajenos los vislumbran como místicos inspirados, lejanos de la inevitable vulgaridad del mundo; por otro, las buenas conciencias los observan como animales amorales, desobedientes de toda regla necesaria para la sana convivencia de la gente. De cualquier manera, los escritores se hallan circundados por un aura oscilante entre la solemnidad y el desparpajo, la cual desemboca, generalmente, en la incomprensión. En consecuencia, resulta imposible pensar en ellos como seres de carne y hueso –de hecho más cercanos a la carne, pues la sensibilidad proviene, primero, de sus percepciones–, con los mismos requerimientos de sueño, alimentación, reposo y diversión que cualquier hijo de vecino.

Con estos paradigmas en mente, el Instituto Mexiquense de Cultura, a través de la Dirección General de Publicaciones, organizó, durante el verano de 2006, en el Museo José María Velasco, El ciclo de los deseos, un conjunto de charlas literarias en el curso de las cuales numerosos escritores originarios o residentes del Estado de México, entre los que destacan el historiador Alfonso Sánchez Arteche; la novelista Bertha Balestra; los poetas y narradores Blanca Aurora Mondragón y Marco Aurelio Chávezmaya; el narrador Carlos Olvera –quizá el único mexiquense que se ha aventurado en los rumbos de la ciencia ficción–; los poetas y editores Félix Suárez y Benjamín Araujo, y el poeta, promotor cultural y profesor Roberto Fernández Iglesias, conversaron con sus lectores y compañeros de oficio, en un ambiente íntimo y fraternal, alrededor de su vida y obra –ésta última, breve y deslumbrante en algunos casos; en otros, vasta y consistente–; además, compartieron con ellos algunos textos inéditos. De esta manera, pusieron en tela de juicio el mito erguido en torno a sus figuras y mostraron las múltiples facetas de la vida cotidiana, desde la siempre dubitativa labor editorial hasta el llanto que brota en el trajín diario, cuando, como dice Rosario Castellanos, se pierde el recibo de la luz. En el mismo tenor, gracias a este acercamiento, no es extraño que El ciclo de los deseos haya conocido tanto éxito; tampoco que, este año, el IMC se haya dispuesto a repetir la hazaña.

En efecto, provisto de un formato semejante, El segundo ciclo de los deseos ha constituido, desde el pasado mes de abril, un punto de encuentro entre el curioso público de nuestra entidad y el –ya internacionalmente reconocido– narrador Alberto Chimal; el poeta y editor Carlos López; el escritor –no obstante, inédito–, profesor y fundador de la Facultad de Lenguas de la UAEM Eugenio Núñez Ang, y los poetas Lizbeth Padilla y Otto Raúl González. Así, en medio del declive de las tardes primaverales, propicias para un ambiente relajado que invita a la calidez de los secretos, esta nueva serie de reflexiones en torno a la creación artística y la literatura, difícilmente asequibles en las rígidas clases de español y literatura impartidas en las secundarias y preparatorias o, de modo más alarmante, en la licenciatura en Letras Latinoamericanas (pues las pretensiones de análisis, en muchas ocasiones, se sobreponen a la sensibilidad crítica), proporcionan la oportunidad de valorar al escritor y su trabajo desde una óptica distinta, despojada de ideas preconcebidas e inclinada hacia la apertura. Y ambos aspectos resultan valiosos en el momento de procurar la difusión cultural de una manera innovadora.



* Este texto apareció originalmente en la plana cultural correspondiente al mes de julio.

El fugaz despertar de la academia



por Margarita Hernández Martínez

Por primera vez en años, la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de México amaneció nerviosa y dubitativa. Cansada del tedio y los oídos sordos, de trocarse, poco a poco, en sepultura y en nostalgia de tiempos mejores, se encontraba dispuesta a celebrar, del 22 al 24 de mayo del año que corre, el Séptimo coloquio de lengua, teoría y literatura latinoamericanas: la literatura en el Valle de Toluca a partir de 1950.

Tras cinco semestres de silencio académico y toda una vida de pasar por alto la producción literaria local –pese a que sus mayores exponentes egresaron de la Facultad–, el ambiente rezumaba expectación, tanto por la certeza de los reencuentros como por la oportunidad de despertar curiosidades y, aún más, por ensayar los primeros pasos de un despoblado campo de estudio. Empero, no fue posible escapar de las formalidades; así, el protocolo inaugural se preocupó por fijar, en los términos apropiados, el propósito del coloquio: rescatar –como si algún día realmente hubiera estado secuestrada o perdida– la literatura generada en el Valle de Toluca desde hace cincuenta años.

Después de la formalidad, el ambiente se trocó festivo. Las mesas de trabajo, presentaciones de libros y conversaciones críticas se tiñeron de recuerdos y contrastes entre el pasado y el presente. Las lecturas de obra –que reunieron a Oliverio Arreola, Blanca Aurora Mondragón, Enrique Villada, Flor Cecilia Reyes y Mauricia Moreno, entre otros– se erigieron como un punto de contacto entre los autores y los lectores, quienes observaron los rasgos que comparten los poetas y narradores de la región: relaciones atormentadas con la ciudad, nostalgia por el campo y su paisaje, las complejidades del ejercicio poético en un mundo que ha cerrado los oídos al canto, los eternos avatares amorosos; características, en último término, de una escritura que no puede etiquetarse de provinciana y pintoresca, pues metaforiza asuntos que a todos, en tanto humanos, nos tocan y nos hieren.

Igualmente, a través de la palabra, Toluca, aburrida y triste, recobró la vida. Por unos días, escapó de los lugares comunes y se transformó en una atmósfera propicia para la creación y la gestación crítica. De pronto, se reconoció sitio de hallazgos y extravíos; lugar del que uno escapa, pero siempre vuelve, con una emoción de amor-odio peculiar. Con ello –y con el tenaz ejemplo de Enrique Villada, radicado en Nezahualcóyotl, y de Félix Suárez, que va y viene de Toluca a Ixtlahuaca, su ciudad natal–, fue posible comprender que no es indispensable huir a la capital del país –o a Nueva York o París– para considerarse un artista valioso.

Por otro lado, estos trabajos dan cuenta del dinamismo de nuestra vida cultural, si bien sigue siendo subterránea y carente de prestigio; asimismo, hablan de la constancia de nuestra actividad editorial –de la cual dan fe los innumerables libros publicados por el Instituto Mexiquense de Cultura, el Centro Toluqueño de Escritores, la Tribu TunAstral y la propia Universidad, a través de su Programa Editorial; amén de las revistas institucionales e independientes–, que también permanece en una clandestinidad relativa y, desde los tiempos de Alejandro Ariceaga, se ha sostenido con pocos recursos y mucha desgana. Sin embargo, pese a los logros, se trata de una labor en el cual debemos unirnos y aliarnos con público. Hace casi veinte años, Ariceaga y Carlos Muciño se lamentaban de la escasa crítica y del precario análisis en torno a los autores mexiquenses. La situación sigue igual, en parte porque, como Alfonso Sánchez Arteche nos ha obligado a reconocer, en México –y el Valle de Toluca no es la excepción– no existe el oficio del lector, por más que las instancias gubernamentales destinen partidas presupuestales a su fomento.

Al final, también, el coloquio constituyó una invitación a leer y a escribir. No está demás darse una vuelta por la librería del Centro Toluqueño de Escritores (ubicada en la Plaza Fray Andrés de Castro, edificio A, local 9), la librería Educal, donde abundan los libros editados por el Instituto Mexiquense de Cultura (situada en el Museo José María Velasco, en Nicolás Bravo 400, esquina con Lerdo), y la librería universitaria (localizada en la planta baja de la Dirección General de Educación Continua y a Distancia, en el boulevard Toluca-Metepec 267 Norte). Con el fin de no desalentar a los lectores, la mayoría de los libros tiene un precio bastante accesible.



* Texto originalmente aparecido en la plana cultural correspondiente al mes de junio.

Papá Gobierno leerá por nosotros


por José Antonio Romero Reyes

España en 1975; Francia en 1981; Portugal en 1996; Grecia en 1997 y, un poquito rezagada, Italia en 2001. México no tiene para cuando: estaba a un paso, pero no se atrevió al triunfo ¿Estamos hablando del Mundial? No, señor, hablamos de la Ley del libro.

–¡Eso es cosa de los diputados! A mí la política no me interesa. Total, ¡siempre roban!– me cuenta don René Gon-sales. Y tal vez usted, apresurado lector, opine exactamente lo mismo: ¿En qué nos beneficia?, ¿en qué nos afecta, si yo ni libros compro?

¿Y se ha preguntado por qué no compra libros?, ¿o qué tipo de libros compra?, ¿o por qué no hay una oferta editorial interesante?, ¿o por qué no hay autores jóvenes que causen furor en nuestra anodina ciudad? ¿No habrá talento? ¿Es que los jóvenes de ahora son muy flojos y no estudian? ¿Por qué en nuestra ciudad se sigue teniendo una mentalidad de ranchito (con perdón de los animales que habitan el citado lugar)? Le ruego, don René, no se ofenda, ría conmigo.

Dicha ley, entre otras cosas (como democratizar el acceso a las librerías y fortalecer el sistema editorial), propone un control sobre los precios del libro. Eso implica que pueden venir a nuestra ciudad las grandes editoriales, que las librerías tendrán algo más por ofrecer que best sellers o libros de texto, que habrá mayores puntos de venta y de lectura y, por ende, en condiciones ideales, mayores lugares de socialización y reunión, mayor felicidad general y mejores conversaciones. En resumen, don René, tendremos una oferta literaria variada, cercana y amable en cuanto a precios; además, combatiremos el monopolio de ciertos sectores libreros. Leer será uno de los coqueteos mas finos que pueda ofrecernos Toluca.

Por poner un ejemplo, en Suecia se retiró la propuesta del precio único o precio controlado. Resultados: las instancias gubernamentales tienen que subvencionar gran parte de esa producción y muchos recursos se van a la industria editorial; claro, de un modo similar, suena muy bonito y conmovedor escuchar en boca de nuestros gobernantes los esfuerzos y sacrificios que se hacen en favor de la lectura. Sin embargo, la cultura sigue siendo vista como oropel prescindible y actividad burocrática, nunca se experimenta ni aprecia en los avatares de la vida diaria; por eso, no es extraño que la población piense que no importa demasiado leer: Papá Gobierno leerá por nosotros.

En cuanto a la distribución de los libros en Suecia, la mayor parte de ella se va a abastecer el rico acervo de las bibliotecas públicas. En México no esperemos semejante milagro: las bibliotecas se alimentan de las sobras de las herencias y los trebejos juzgados inútiles.

Como puede ver, don René, dar marcha atrás a la Ley del libro se traduce en negarnos posibilidades de cultura y felicidad. Gracias al afán protector y controlador del Estado, seguiremos en la eterna infancia. Y aquello de que la cultura no es negocio, seguirá como verdad innegable; en consecuencia, lo que se haga por ella será siempre un gran favor. Lástima.



* Para conocer más detalles sobre la Ley del libro (y hasta cooperar con la causa), visite www.leydellibro.org.mx.

** Texto aparecido originalmente en la plana cultural correspondiente al mes de junio.

El dolor de los extremos



por Jorge Alberto Angulo

Mares de dolor, sangre y tormento: formas antiguas de aplicar justicia que encuentran nuevo eco en los patios y pasillos del Museo de Bellas Artes de nuestra entidad, entre jóvenes estudiantes y familias enteras (bebés incluidos). Muchos acuden con curiosidad; otros, con morbo; algunos más con la simple intención de sumergirse en el pasado para no cometer errores en el presente.

Se trata de la exposición temporal Instrumentos de tortura y pena capital, organizada por el Instituto Mexiquense de Cultura y conformada por la colección del Museo de la Toscana A.C. Al ingresar a ella, lo primero que se vislumbra, justo en primer plano, es un verdugo provisto de un hacha descomunal, con la mejor disposición de separar la cabeza de tu cuerpo. “¡Cuidado!” –dice una voz interior– “El hacha no tiene filo (y eso puede hacer más dolorosa la operación)”. Traspuesto el umbral, encontramos, en breves párrafos dispuestos en mamparas, las descripciones detalladas de la forma de usar estos instrumentos, incluyendo sus sórdidos efectos. En algunos casos entre líneas, en otros claramente escrito, se repite la advertencia “utilizado actualmente por las corporaciones de impartición de justicia”.

Así, el visitante puede deambular entre los métodos usados por el clero y los diversos sistemas de aplicación de justicia; entre castigos que van desde el violín de las comadres, usado para exhibir a las mujeres chismosas, revoltosas y argüenderas, hasta la famosa guillotina, diseñada para ejecutar a personajes importantes de forma rápida; pasando por sillas de interrogatorio, cuyo asiento se encuentra repleto de puntas metálicas que, como en el Museo del Papalote, se pueden tocar; prensas para dedos, que tenían la capacidad de producir un inmenso dolor mediante la fractura o dislocación de tales extremidades; garras y garfios, frecuentemente empleados para despedazar órganos; dagas y puñales dispuestos dentro de crucifijos y destinados a la insufrible ejecución de los herejes; diferentes versiones del potro, muy socorrido para largos interrogatorios. Todas estas máquinas, generadas, de la misma manera que las obras de arte presentes en otras salas del museo –realizadas por artistas como Cristóbal de Villalpando, Miguel Cabrera, José María Velasco, Felipe Santiago Gutiérrez y Rafael Coronel, entre otros–, gracias al ingenio humano, comparten espacio con las imágenes mentales de sus aterradoras consecuencias.

Sin duda alguna, toda falta debe ser corregida y todo delito debe ser castigado: es imperativo aplicar justicia sin importar quién es el infractor; sin embargo, en nuestros días, parece que esto no es así; para muestra, basta con detenerse en una esquina con semáforo y observar cuántos conductores cruzan la calle a pesar de la luz roja, sin que la autoridad reaccione. Ambos extremos resultan nocivos: desfigurar el cuerpo de una mujer debido a una vaga sospecha de infidelidad es tan incorrecto como permitir que los delincuentes sexuales y los secuestradores, alegando la defensa de sus derechos humanos, salgan libres con una simple fianza. Tal vez –sólo tal vez– ayudaría invertir los papeles, castigar a un violador en una picota sería un buen escarmiento y advertencia para quienes tengan intenciones similares.

Finalmente, queda en cada conciencia el mejor método para aplicar justicia; sin embargo, sirva esta muestra para un buen rato de esparcimiento, para conocer los excesos pasados y crear conciencia en el presente. La exposición, abierta de martes a domingo, de 10:00 a 18:00 horas, permanecerá hasta el mes de septiembre en el mencionado museo, ubicado en Santos Degollado 102, col. Centro.



* Texto aparecido originalmente en la página cultural correspondiente al mes de mayo.

Crónica de una noche: Jaguares en Metepec


por Alberto H Martínez

Jaguares se presentó el viernes 23 de marzo de 2007 en El Jardín de la Malquerida, Metepec. De las siete veces que han venido, he asistido, con este, a cuatro conciertos del grupo. En Toluca, ya se sabe, vienen cada año; los boletos cuestan unos $200, generalmente es en viernes y en El Salón Rojo. Sus tocadas en provincia se distinguen por ser excelentes, con canciones pocas veces escuchadas, aunque no son tan espectaculares como los del DF.

En esta ocasión yo no estaba muy animado por asistir. Me decidí viendo, en el foro de jaguares.com, la lista de canciones del concierto de febrero en el Metropolitan, que se veía bastante decente. Esta vez iría solamente a disfrutar el concierto, a oír al grupo y verlos tocar, no a echar desmadre ni en plan romántico.

Me saltaré los detalles previos a la tocada. Creo que el cambio de lugar del evento afectó bastante. El Jardín de la Malquerida no está tan grande como el Salón Rojo en lo que respecta a crear ambiente para un concierto. Empezó con mucho retraso, el mayor en estos cuatro años; el acceso programado para las 8 de la noche se realizó hasta pasadas las 10, el concierto que comenzaba a las 9:30 comenzó más de hora y media tarde. Durante el concierto, Saúl Hernández se disculpó diciendo que el equipo llegó tarde y tuvieron que probar el sonido “en friega”. Noté que no hubo mucho poder de convocatoria, pero podría decirse que estuvo bien, aunque el contratiempo provocó impaciencia. Cabe resaltar algo que se me hace curioso entre los asistentes en el tiempo de espera: ponerse hasta la madre, digo ¿no tiene mucho sentido entrar a un concierto ya bien viajado, o sí? La verdad es que ni lo disfrutan y se les nota.

Entramos al calor de The dark side of the moon, luego Chicles de Santa Sabina y las primeras rolas de Led Zeppelin III. Esperamos y gritamos al escenario vacío, pero, ¡oh, sorpresa! ahí había un teclado esperando ser tocado. Era un Yamaha gris, modestamente dispuesto al fondo del escenario. De ahí en fuera, lo usual: la guitarra blanca del Vampiro y las dos que toca Saúl, con sus correspondientes pedaleras, un bajo de mediana complexión, las percusiones de Leo Muñoz y la beldad de batería que toca Alfonso André.

Finalmente, aparecieron los músicos y confirmé mi sospecha, sí estaría el maestro Diego Herrera. El simple hecho de su presencia hizo que valiera la pena la espera y el precio del boleto: de inmediato empezó la porra en su honor, una ovación de bienvenida.

Comenzó el concierto que, por la escasa cantidad de gente, fue más o menos “íntimo”. Iniciaron con varias canciones potentes y viejas, una tras otra, en las que incluían el talento del ya mencionado tecladista. Tocaron, más o menos en orden, Amanece, Mátenme porque me muero, Los dioses ocultos, Nunca te doblarás, Dime jaguar, Detrás de los cerros, Nunca me voy a transformar en ti, Nubes, Cuéntame tu vida, Ayer me dijo un ave, Antes de que nos olviden, Detrás de ti y Piedra (sólo una introducción, invitando a Diego), La vida no es igual, Miércoles de ceniza (con la introducción de bajo de Marco, que se convirtió en un palomazo con Alfonso), Mejor será, Hasta el último planeta, De noche todos los gatos son pardos, Viento, Miedo, La negra Tomasa, La célula que explota y Afuera.

A pesar de todo, hay dos cosas reprochables: debido al retraso del equipo, no se hizo un buen ajuste en la ecualización del sonido y el teclado de Diego no se oía. Aunado a eso, la mayoría de las canciones de Caifanes que interpreta Jaguares cuentan con arreglos en guitarra para las partes en teclado, así, el Vampiro tuvo a bien tocarlas y cubrir el sonido del teclado. Supongo que ahí entra la sensibilidad que debe tener el artista e intérprete. Una lástima, pero fue muy satisfactorio lo que se alcanzaba a oír de el ex-caifán durante Miércoles de ceniza y Nunca me voy a transformar en ti (dedicada a Elba Esther Gordillo). Fue precisamente antes de esa canción que Saúl comentó que necesitaba la ayuda de la voz del público, “porque no es lo mismo Los Tres Mosqueteros que 20 Años Después”, buen chiste en referencia a Alejandro Dumas, más porque sí aplica a la historia de Caifanes, pero, ¿cuánta gente habrá entendido?

Es sabido que Saúl presenta Ayer me dijo un ave dedicándosela a las muertas de Juárez y hablando sobre el tema. Dice que este gobierno es una mierda y que está muy bueno “para darle las nalgas a Estados Unidos pero la espalda a su pueblo”. Olvida que vivimos bajo un sistema democrático, al menos en teoría. Al priísmo en México se pudo considerar una dictadura funcional, pero ahora hay un sistema más abierto. Finalmente, lo que pasa en este país es culpa de todos nosotros, porque hacemos el gobierno. ¿Quién puede cambiar las cosas en México si no somos nosotros? Pienso que el mensaje está incompleto. En esos momentos escuché entre el público un “¡que muera el sistema!” ¿Qué es el sistema? Comentarios de Saúl de ese tipo me parecen confusos.

Como mencioné antes, yo iba dispuesto a escuchar y ver tocar al grupo, pero pocas veces pude oír a Saúl. Todos coreando las canciones al punto de cubrir totalmente su voz. Yo en verdad lo quería escuchar, con la garganta fregada o no. Además, quería saber exactamente qué es lo que estaba haciendo un tipo del staff sentado discretamente, con su laptop, en un rincón del escenario, quería saber si estaban usando pistas de voz o algo así.

No sé como sea la gente de otros lugares, pero esto es Toluca y creo que es frío no tanto por el clima, sino por la gente. Muchos haciendo fila volteando a otro lado, sin hablar con los demás, cuando todos tenemos algo en común. De todos modos, creo que el concierto valió la pena, lo suficiente para aliviar mi falta de expectativa previa. Tocaron genial, el repertorio estuvo muy bien. Yo quiero una baqueta de Alfonso André, de ocho que ha lanzado al público a lo largo de cuatro años de conciertos en mi pueblo, no me ha tocado ninguna.