Por Margarita Hernández Martínez
“Sólo cuando alguien muere descubrimos que nunca lo conocimos”, sentencia, contundente, Eric Berne, psiquiatra y fundador del Análisis Transaccional. “Te lo planteo de otro modo: cuando creemos decir una verdad; pero con gestos, entonaciones, movimientos corporales, negamos lo que dijimos”, responde, tajante, Eduardo Osorio, escritor y actual presidente del Centro Toluqueño de Escritores.
Basado en estas premisas –en apariencia contradictorias–, el autor de Bromas para mi padre construye El enigma Carmen (diálogos para su réquiem), una novela recientemente publicada por el Instituto Mexiquense de Cultura e incluida en la Biblioteca Mexiquense de Bicentenario, cuya estructura depende, de manera fundamental, de los contrastes y las transposiciones entre el lenguaje y los géneros literarios; entre la interacción de los personajes y su soledad central.
Para conseguir esta síntesis, las voces involucradas en la narración toman postura frente a numerosos problemas contemporáneos, como la imposibilidad de la comunicación humana, el desconocimiento del otro y el replanteamiento de las identidades masculinas y femeninas. Paralelamente, los personajes –innumerables y, casi siempre, anónimos– recurren a un lenguaje de extraordinaria precisión, oscilante entre la metáfora y la nota periodística, el cual sostiene una suma de procedimientos cercanos a las técnicas teatrales. Sin embargo, éstas difieren de todo tratamiento tradicional: mientras aquéllos irrumpen, despojados de explicaciones, en la vorágine narrativa –que establece viajes y confluencias entre el tiempo y el espacio–, sus relaciones sólo se determinan mediante el diálogo, configurado como una acumulación de acontecimientos y referencias.
Por estas razones, los sucesos de la novela se definen como una recurrencia individual –por tanto, móvil y subjetiva– de un instante único: el brutal asesinato de Carmen Dultzin, mujer que, con sus “veintinueve amantes”, interroga la auténtica igualdad entre los géneros; ambientalista que, con su “cultura de National Geographic”, se deja absorber por las luchas de poder que, aún en nuestros tiempos, pertenecen exclusivamente a los hombres. Los diálogos entrelazados en torno a su muerte, su imagen pública, su trabajo y sus conflictos sentimentales perfilan una realidad progresiva, que se completa con cada intervención y que jamás se conforma con las superficies.
De este modo, El enigma Carmen también se debate entre los géneros literarios: más allá de su basamento en el lenguaje, se constituye, según su propio autor, como un “falso thriller”, provisto de tres posibles soluciones, las cuales dependen de la naturaleza relativa de la verdad y la violencia. Ésta, de manera inevitable, se implica en la mirada humana, siempre ajena, dúctil y escrutadora; en consecuencia, la novela lanza una propuesta literaria concreta, resultado de la intersección entre el Análisis Transaccional y las conjeturas de Osorio: “se trata de que el espectador imagine y no sea un robot frente a lo que lee”; es decir, de exigir la participación lectora característica de la narrativa posmoderna.
* Artículo aparecido en la página cultural de El Espectador, correspondiente a enero de 2009.
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