RSS

18 de noviembre de 2011

Amélie Nothomb: episodios de una deidad belga



Por Cristian Lagunas


“Las palabras son el espejo”. Para Amélie Nothomb (Kōbe, 1967) ha sido fácil adoptar su propia frase. Hija de un diplomático belga, pasó sus primeros años descubriendo el lenguaje: en una ciudad que recuerda el Japón antiguo, Nothomb aprendió un idioma híbrido, entre francés y japonés, que se complementó con la exploración de las costumbres niponas. Una de ellas dicta que todos los niños menores de tres años deben ser considerados como deidades: así, la futura escritora se autodenominó Dios. Esta experiencia primigenia aparece en Metafísica de los tubos (Anagrama, 2001), una novela autobiográfica que se suma a una colección de libros que narran episodios de la infancia y la juventud de su autora.

Tras el hallazgo accidental de su nacionalidad belga, ocurrido por el sabor del chocolate blanco, la familia de Nothomb es destinada a Beijing. El amor y la hostilidad de una guerra ficticia son los temas que, desarrollados en un gueto de esta ciudad, desglosa en su segunda novela: El sabotaje amoroso (Anagrama, 2003). A medida que crece, cambia de residencia a países como Estados Unidos, Laos y Bangladesh, en los que desarrolla un hambre excesiva que, con el paso de los años, se acrecienta hasta convertirla en víctima de su propio cuerpo. En Biografía del hambre (Anagrama, 2006), compara este proceso de crecimiento con el de la metamorfosis kafkiana.

Finalmente, en 1984, con diecisiete años, Nothomb desembocó en Bélgica, un país en el cual se sintió extraña –en parte, debido a una identidad que siempre asumió nipona– y en donde estudió Filología Románica en la Universidad Libre de Bruselas. Esta ciudad se transformó en el atroz escenario de una de sus novelas no autobiográficas: Antichrista (Anagrama, 2005). Al concluir sus estudios, decidió instalarse en Tokio y dar clases de francés. Así comienza Ni de Eva ni de Adán (Anagrama, 2009), una novela que retrata su relación amorosa con Rinri, un japonés que la impulsó a redescubrir la cultura de sus años tempranos. A la par, comenzó a trabajar en una importante compañía local, en la que sufrió un descenso jerárquico desde el departamento de contabilidad hasta el aseo de los sanitarios. Con cruel humorismo se desarrolla esta etapa en Estupor y temblores (Anagrama, 2004), con la cual ganó el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa en 1999 y que destaca aún como su libro más célebre, adaptado por el cineasta Alain Corneau (Orleans, 1943 - París, 2010) para la pantalla grande.

Con Estupor y temblores se cierra, hasta ahora, un conjunto de novelas autobiográficas que se complementa con una segunda vertiente de relatos rápidos, directos, que se introducen en una trama que –aparentemente– se desarrolla de una forma determinada, pero que cambia su curso a partir de la mitad, desorientando y fascinando a los lectores. Tal es el caso de Diario de golondrina (Anagrama, 2008), en la que un sicario insensible despierta sus emociones a través de la bitácora robada a una de sus víctimas. La música de Radiohead, a manera de banda sonora, acompaña numerosas escenas. Este mecanismo se repite en Diccionario de nombres propios (Anagrama, 2004), una novela de trama simple: una debutante de ballet, movida por su culto a la danza y al prototipo de belleza, mutila su cuerpo y se convierte en su propia enemiga. Este tema –convertirse en enemigo de sí mismo– es el eje principal de algunos otros textos: Higiene del asesino (Circe, 1996) y Cosmética del enemigo (Anagrama, 2003), ambos construidos como diálogo entre dos personajes. Sus protagonistas se desdoblan y muestran un pasado doloroso que no han podido ocultar.

Mientras tanto, una de sus novelas posteriores, Ácido sulfúrico, explora el mundo de los reality shows con una historia cruel que une los horrores del holocausto con la sociedad actual. En este último libro, la perversión es llevada al extremo: los participantes de un programa de televisión son expuestos al público y uno de ellos es ejecutado –a sangre fría– cada semana, a petición de los votantes.

Es fácil decir que el estilo de Nothomb es sencillo: lo suyo no es la construcción compleja. En vez, hace juegos de palabras y narra las situaciones más cotidianas con un lenguaje fuera de lo común, la causa de su humor característico. Sus novelas se escriben con pluma Bic de tinta azul, en un ritual de una disciplina equiparable a la japonesa: trabaja todos los días de cuatro a ocho de la mañana, en un cuaderno escolar de hojas cuadriculadas, a veces sobre la tumba de algún cementerio cercano, bebiendo medio litro de té negro. Conserva este hábito desde muy joven, cuando se convirtió en escritora casi accidentalmente, después de su regreso de Tokio a Bruselas: “Bueno, querida, ¿qué vas a hacer de tu vida? Te pasaste repitiendo que te ibas a ir a vivir a Japón a hacer tu vida. Ya ves cómo has fracasado, ¿cómo vas a ganarte el pan?, ¿qué piensas hacer? Escribes novelas desde siempre, ya has escrito diez. Por supuesto, deben ser muy malas y ningún editor querrá publicarlas jamás, pero no es grave. Vienes de sufrir una gran humillación en Japón, puedes continuar desilusionando a la gente, pero no puedes caer más bajo”.

Su primera novela, Higiene del asesino, fue publicada poco tiempo después, consiguiendo éxito entre la crítica de inmediato. Sus obras han sido traducidas a una veintena de idiomas y no es de extrañarse que, en 2000, el público francófono la haya elegido como su escritora favorita menor de cuarenta años. Esta prolífica autora se ha convertido, con sus historias de cuento de hadas convertidas en pesadillas; con sus tramas sugestivas y lejanas de lo solemne, en uno de los fenómenos literarios y editoriales europeos de los últimos años.


* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente a noviembre de 2011.

No hay comentarios: