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3 de abril de 2008

La lectura y abril: de la desolación al asombro


Por Margarita Hernández Martínez


Entre los variados sucesos que agitan abril –el 15 de abril de 1912, el Titanic desapareció en las aguas del Atlántico; el 8 de abril de 1994, apareció el cadáver de Kurt Cobain; el 20 de abril de 1999, doce estudiantes fueron asesinados en la Preparatoria Columbine; el 30 de abril de 1945, Adolf Hitler se suicidó en su búnker subterráneo–, destaca un acontecimiento que define la vida cultural del mundo entero: el 23 de abril de 1616, tras haber escrito, en diversas circunstancias, un conjunto de obras fundacionales para la literatura moderna, Inca Garcilaso de la Vega, Miguel de Cervantes Saavedra y William Shakespeare murieron. Inspirada por esta conjunción –que podemos calificar de providencial y misteriosa–, la Conferencia General de la UNESCO estableció, en 1995, el “Día Internacional del Libro y el Derecho de Autor”, alrededor del cual giran numerosos festejos y reflexiones.


En nuestro país, estas conmemoraciones cobran un cariz particular. Según cifras difundidas por dicho organismo, México, con un promedio de 2.8 libros anuales por habitante, ocupa el penúltimo lugar en hábitos de lectura en una lista conformada por 108 naciones. Ello significa que se halla por debajo de la media latinoamericana –que se acerca a los 6 volúmenes por persona– y de las recomendaciones de la propia UNESCO –que fija su meta en 25 libros por habitante–. Por lo tanto, las instituciones y los grupos culturales mexicanos destinan sus esfuerzos, más que a la celebración de la palabra escrita, al fomento de distintas actividades vinculadas con la lectura.


En el ámbito local, la Universidad Autónoma del Estado de México organiza, año con año, el programa “Abril, mes de la lectura”. Así, durante poco más de veinte días, la comunidad académica –diseminada prácticamente por todo el territorio mexiquense– tiene la oportunidad de asistir a cafés literarios, conferencias, coloquios, mesas redondas, exposiciones pictográficas y bibliográficas, presentaciones y ferias del libro. Estas labores consiguen animar el ambiente en torno a la lectura y, en ocasiones, exponen algunos de sus enfoques más interesantes y atrayentes; sin embargo, no han logrado captar la atención pública permanente ni elevar los índices citados con anterioridad.


Este panorama resulta desalentador; no obstante, también estimula la necesidad de profundizar en el asunto. Para tal fin, vale la pena preguntarse cuál es el sentido, el valor y la utilidad de la lectura y por qué, a pesar de la insistencia, la población no siente interés por ella.


En primer término, es necesario reconocer que la lectura representa el acceso central a la cultura y al conocimiento occidental, pues ambos se hallan fundados y sustentados en el código de la escritura. Esto implica que, para desarrollar sus potencialidades sociales, cognitivas y educativas, cada persona debe ser capaz de decodificar, articular y atribuir un significado a secuencias de signos concretas; simultáneamente, debe encontrarse en posibilidad de producir una suma de signos provista de organización y de sentido. Desde esta perspectiva, la lectura funciona como vía de interacción entre el universo exterior y el mundo interior; entre los pensamientos ajenos y las ideas individuales; es decir, constituye un medio de comunicación que, complementado con las nuevas tecnologías, garantiza un aprendizaje auténtico y duradero, tendiente a la reflexión y a la crítica. En suma, el propósito de la lectura no consiste en entender el texto palabra por palabra, sino en formar y perfeccionar la identidad de quien lee.


Desde esta óptica, la concepción de la lectura presente en el imaginario social mexicano se revela errónea; en consecuencia, se enfrenta a dos grandes obstáculos, ambos emanados del sistema educativo actual. En primer lugar, éste indica que el proceso de alfabetización concluye cuando una persona descifra los signos escritos, no cuando comprende el sentido global del texto y lo involucra con su vida cotidiana; en segundo, define a la lectura –y, por extensión, a la literatura– como una actividad “seria”, que sólo se desempeña de forma pasiva y silenciosa, frente a gruesos volúmenes escritos por autores que gozan de cierto prestigio.


Estas rígidas posturas se alejan de la realidad. Un vistazo a la experiencia lectora en la cotidianidad demuestra que no sólo leemos distintas clases de libros, también recurrimos a revistas, periódicos y páginas de internet; del mismo modo, leemos publicidad –la cual interpretamos de forma tan natural que, inevitablemente, nos provoca diversas reacciones– y mensajes de texto –cifrados en un código personal y sofisticado que, paradójicamente, empobrece y enriquece el lenguaje a un tiempo–. Estas interacciones prueban que todo individuo tiene habilidades interpretativas: quizás el problema radica en que éstas no poseen una naturaleza transversal, sino que permanecen estancadas en la inmediatez de la comunicación diaria. En cuanto al texto literario, la parálisis promovida por el sistema educativo ha ocasionado la incapacidad de los lectores para participar de él y, en consecuencia, para establecer relaciones concretas entre aquéllos y las manifestaciones artísticas contemporáneas: aunque el Mío Cid y don Quijote pertenecen a épocas y lugares distantes, sus creencias, sus luchas y sus búsquedas no parecen tan alejadas de aquéllas de los superhéroes modernos.


En los próximos días escucharemos, en voz de las autoridades institucionales, una queja que, con el paso del tiempo, se ha convertido en lugar común: entre los mexicanos, simplemente no existe el hábito de lectura. Sin embargo, más allá de su inclusión en la rutina, la esencia de la lectura –y de la literatura– radica en mantenernos constantemente deslumbrados por ella. El reto no estriba en asistir a todas las actividades de “Abril, mes de la lectura”, sino en superar los prejuicios alrededor del libro y aventurarse en su interior.



* Artículo correspondiente a la página cultural del mes de abril.

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