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7 de septiembre de 2010

La dispersión de la ceniza: la destrucción arquitectónica de Toluca



Por Margarita Hernández Martínez


Desde los melancólicos versos de Enrique Carniado –“tacita de plata con olor a sacristía”– hasta las dolorosas imprecaciones de Alonso Guzmán –“ciudad levadiza, huidiza, guanga como el pabilo de una vela derretida”–, Toluca ha experimentado más de una transformación. Sin embargo, este proceso –parcialmente capturado en el dinamismo de sus tradiciones literarias– no se ha verificado en una dirección positiva: generación tras generación, los transeúntes atestiguamos la destrucción de una rica herencia arquitectónica y cultural, acosada por la ignorancia y la indiferencia; la desmemoria y la estandarización.

Si bien el desarrollo industrial ha convertido a esta zona en una de las más activas y populosas del centro del país, con una contribución determinante a la vida económica nacional, también la ha despojado gradualmente de sus posibles fuentes de identidad e, incluso, de sus potenciales atractivos turísticos. Como resultado, la capital del Estado de México se erige apenas como un pueblo de futuros fantasmas, un cúmulo de cenizas impulsadas por un aire incierto. Basta emprender una breve caminata por Sebastián Lerdo de Tejada, entre Nicolás Bravo y Andrés Quintana Roo, para advertir una gran cantidad de inmuebles abandonados, en diferentes estados de descomposición y diversas vertientes del anonimato: casonas de las que sólo subsiste la fachada, naves probablemente industriales invadidas por la humedad y la maleza, paredes desmoronadas que ya no pueden preservar ni instantáneas históricas ni intimidades cotidianas. Éstas contrastan con otros espacios icónicos todavía conservados –a pesar de modificaciones, a veces, inexplicables e inaceptables–, como los Portales, las secciones antiguas del Centro Cultural Mexiquense y los actuales museos de Numismática, de la Acuarela, de Bellas Artes, José María Velasco, Luis Nishizawa y Felipe Santiago Gutiérrez, resguardados por el Instituto Mexiquense de Cultura.

No obstante, más que consignar un fenómeno de pérdida en progreso, este recuento debería impulsar una reflexión alrededor de las causas de la progresiva desaparición de los edificios de Toluca. Éstas se apuntalan en algunas observaciones de Alejandro Rossi, vertidas en su ecléctico e iluminador Manual del distraído: “un mal poema implica un mal poeta y un relato defectuoso supone un escritor inhábil. Una ciudad deshecha remite, por el contrario, a múltiples autores: arquitectos avaros, funcionarios complacientes, especuladores, ciudadanos sumisos y fraccionadores disfrazados de urbanistas. Personajes activos, termitas infatigables que trabajan y roen desde hace años”. El aspecto actual de Toluca, entonces, obedece a una asociación de factores que lo mismo incluye la sucesión de autoridades estatales y municipales que los pobladores de la ciudad, quienes se acostumbran a pasear entre los escombros con una actitud evasiva, oscilante entre la duda y la irreflexión.

De esta manera, los elementos involucrados sostienen una relación tensa que, pese a todo, no es posible calificar como estática. Su impacto intelectual más directo y asequible radica en la literatura local, que se ha entrelazado, de forma abierta o tangencial, con las conversiones de esta urbe indecisa. Desde la demolición de la casa de Enrique Carniado –que, controversias aparte, terminó funcionando como un estacionamiento más, adornado con una placa conmemorativa– hasta las crónicas noveladas que aparecen en Camada maldita, de Alejandro Ariceaga, y El año en que se coronaron los Diablos, de Eduardo Osorio, pasando por las afirmaciones de Alonso Guzmán en La agonía de la marmota, la ciudad también se ha destruido en el lenguaje y, por extensión, en la conciencia colectiva. Vista como una causa perdida, víctima de su propio progreso o camino de paso hacia la Ciudad de México, no deja de configurarse como un territorio nostálgico, cuyo breve esplendor resuena en los orígenes de su decadencia: la súbita pasión industrial, que desplazó la atención de los fastuosos edificios porfirianos, con su depurado estilo neoclásico, y prefirió la producción textil, electrónica, química y alimenticia.

Aunque estas actividades impulsaron el crecimiento de la población –que, décadas más tarde, se tornó desbordado y explosivo– y el desenvolvimiento de una urbe que continuaba oliendo a provincia, también desviaron la atención de sus legados históricos, particularmente en el terreno arquitectónico. Las consecuencias, sin embargo, no se limitan a la destrucción de ejemplares de siglos anteriores, sino que se prolongan en la proliferación de elementos altamente antiestéticos: abundante cableado eléctrico, estridentes bardas publicitarias, serpenteantes vías rápidas que han cercado las pocas construcciones sobrevivientes y han derivado en la existencia de absurdos colectivos como una terminal de autobuses inoperante, como señala Susana Bianconi en Letras Libres. Un ingrediente final para este cóctel de escombros reside en la desaparición de inmuebles enteros, con distintos grados de relevancia para la vida social, cultural, intelectual e, incluso, política de Toluca: el Teatro Coliseo, inaugurado en 1827, y el Teatro Principal, abierto en 1851, entre otras construcciones que han desembocado en jardines mediocres o en estériles planchas de cemento.

Por estas razones, caminar por el centro de Toluca equivale, en muchas ocasiones, a viajar por el vacío. Las lagunas urbanas en que se sumergen muchos de sus edificios antiguos son, más que un recordatorio de bellezas pasadas, un desafío para evitar su destrucción absoluta. Habría que recurrir, en todo caso, a la sensibilidad general, desde las autoridades hasta los habitantes y turistas, para estructuran un proyecto que trascienda las celebraciones fatuas –por ejemplo, las vinculadas con el Bicentenario del inicio de la Independencia– y permita remover la indiferencia: aquilatar el valor real, más allá del actual estado ruinoso, de las construcciones que, en épocas pasadas, identificaron a la capital mexiquense.



Ariceaga, Alejandro (2004), Camada maldita, Instituto Mexiquense de Cultura, Toluca.
Guzmán, Alonso (2006), La agonía de la marmota, Centro Toluqueño de Escritores, Toluca.
Osorio, Eduardo (2009), El año en que se coronaron los Diablos, Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal, Toluca.
Rossi, Alejandro (2006), Manual del distraído, Random House / Gandhi, México.



* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente a septiembre de 2010.

2 comentarios:

Cristian dijo...

Toluca es una ciudad atrapada entre la modernidad y lo antiguo. Parece que no puede salir de ahí... Lucha por modernizarse pero tampoco quiere desprenderse de su antiguedad.

Margarita dijo...

Yo creo que Toluca es una ciudad inerte: ni valora su arquitectura antigua ni se esfuerza realmente por renovarse. Es tremendamente gris. A pesar de todo, ahí radica su belleza.