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20 de agosto de 2009

Asesinos por naturaleza (fragmento alegre y robado)


Hay muchas razones por las que no cocino. Entre ellas, porque temo aterrorizar a los ingredientes con su infame destino: desde sufrir una lenta preparación y desembocar en un plato fracasado hasta pasar por un proceso incomprensible y minucioso (los recetarios son, para mí, un misterio), después del cual no quedan ni migajas. Existe, además, la contraparte. Temo aterrorizar a los potenciales comensales que, en un alarde de innecesaria valentía, se alistan a consumir aquello que cocino, más allá de su sabor, su olor o su textura.

Por eso, inevitablemente, admiro a quienes enfrentan la alquimia culinaria sin miedo y con pasiones. Pensando en ellos y perdiendo el tiempo (el verano es, a pesar del checador y el escritorio, una tregua trepidante), reproduzco aquí el siguiente fragmento de Hacer el agosto, un divertido relato de Marta Sanz publicado en el suplemento estacional de El País.


Hacer el agosto


Parece que comen con apetito. Ella se añusga con el queso en caricia de azafrán. Él se sirve una porción, escasita, de pastel de puerros. Ahora, mientras con la mano derecha se lleva a la boca un pedazo de pastel, mete la izquierda bajo la servilleta. Como si no lo estuviera viendo. Esconde la manita para empuñar la pala de pescado mientras ella, apercibida de la estrategia de su acompañante, disimula untando pan en el jugo de las gambas. No me va a quedar más remedio que volverle a colocar la pipa contra los riñones. Aprovecharé para rellenar sus copas con champán y ordenarles:

-Que no quede nada en los platos.

En cuanto nota el hierro contra la rabadilla, el hombre endereza la espalda y saca la mano de debajo de la servilleta. Después come compulsivamente los restos de los platillos y es como una coreografía porque, en el preciso instante en que mi marido aparece en el salón con los segundos, ellos le reciben arrebañando la última gota de las salsas de los primeros. En los labios lucen la sonrisa que les he recomendado esbozar si pretenden sobrevivir a esta comilona que no será recordada por la desmañada preparación de las viandas. Mi marido es chef y este local nos dio grandes alegrías hasta que los congelados sustituyeron a esas comidas elegantes de las que los hombres de negocios disfrutaban con sus esposas durante las vacaciones veraniegas. Ahora son una pandilla de horteras con bermudas. Viejos nuevos ricos. Poco les ha durado el estilazo a esos imbéciles. El restaurante que mi marido cuidaba con devoción se iba, con los imbéciles, a pique. Se nos pudrían los pescados y las aromáticas verduras, y ese amor que hacía que las creaciones de mi marido fueran excelsas se le iba quedando dentro, ulcerándose, y formándole llagas en la puntita de la lengua y el cielo del paladar. Ahora, sin embargo, está feliz y vocaliza perfectamente para nuestros comensales:

-Los sesos en góndola de hojaldre se comen tibios.

Me coloco detrás del hombre y le clavo, con disimulo, el cañón de la pistola contra la columna vertebral. El tipo sonríe. Mi marido es muy sensible:

-Es un placer guisar para personas que gozan comiendo. Se lo noto en la cara.

La parejita cabecea murmurando "gracias, gracias". Mi marido es un excelente chef pero tiene alma de cántaro y, sin mí, no llegaría ni a la esquina. Yo soy la que un día tras otro busca por la calle una pareja aparente, la encañona, le ata la servilleta al cuello, la instruye para que su comportamiento sea correcto. No se trata de hacer el agosto, sino de que mi marido no pierda la ilusión.

Cuando mi marido sale para preparar los postres, vuelvo a servir champán a nuestros clientes. Prefiero que estén borrachos cuando, después de pagar la cuenta, los saque al callejón y los fría a tiros. Como mi marido hace con las croquetas. En el aceite hirviendo. Sin contemplaciones.



* La versión original de la imagen que acompaña a esta entrada puede verse aquí.

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