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10 de octubre de 2009

El Museo Virreinal de Zinacantepec: una época viva (primera parte)



Por Margarita Hernández Martínez

Enclavado en las trepidaciones del paisaje urbano, el Convento Franciscano de San Miguel Zinacantepec (16 de septiembre s/n, Barrio de San Miguel) ha resistido, austero y silencioso, a quinientos años de historia y azares. Construido a mediados del siglo XVI, funcionó, a lo largo del Virreinato, como centro de evangelización y reflexión; de concentración cultural y labor comunitaria. Sin embargo, la Guerra de Reforma suspendió bruscamente su vocación religiosa; décadas más tarde, sus muros de piedra negra, cal y tezontle albergaron al cuartel del ejército zapatista local.

Restablecida la paz, el imponente edificio se transformó en la casa cural de la Parroquia de San Miguel Arcángel, hasta que, en 1976, el gobierno estatal lo restauró y acondicionó como Museo de Arte Virreinal del Valle de Toluca. Inaugurado el 5 de julio de 1980, pasó en pocos años a la administración del Instituto Mexiquense de Cultura. Así, tras un leve ajuste nominal -desde entonces, se llama sencillamente Museo Virreinal de Zinacantepec-, dedica sus espacios a conservar y difundir las características de la vida monacal durante la época colonial. Además, resguarda un repertorio de arte religioso que abarca los matices del siglo XVI al siglo XIX: de la influencia medieval a la apropiación nacionalista; del culto divino al predominio humano; del estremecimiento sagrado a la intuición profana.

De este modo, a través de rutas indirectas y nuevos propósitos, el Museo Virreinal ha recobrado su intención original: concentrar, debatir y comprender las intrincadas relaciones entre dos pueblos esencialmente distintos, tanto en el ámbito cotidiano como en el espiritual. Así, mientras los óleos, los frescos, los retablos, los murales y las esculturas -que suman 376 magníficas piezas- revelan las transformaciones causadas por la evangelización y la penetración cultural, la impresionante biblioteca -que reúne 5 587 libros y documentos parroquiales, cuyas fechas de impresión oscilan entre 1572 y la primera mitad del siglo XX- atrae a especialistas e investigadores. Ello se debe a que, por una parte, esta colección perfila los vaivenes genéticos del español, derivado de las fricciones entre el latín popular, iluminado por fantasías árabes y recuerdos africanos, y el moribundo dialecto oficial, condenado a languidecer entre púlpitos y escritorios.

Por otro lado, su cautivante variedad -pues recoge, también, el acervo de monasterios dominicos y carmelitas- contribuye a precisar el conjunto de ideas que se entrelazaron durante la Colonia: mientras Amadís de Gaula y Palmerín de Inglaterra inflamaban la imaginación ibérica, los franciscanos se establecieron en Nueva España con el deseo de replantear los fundamentos eclesiásticos, más allá de la evidente corrupción europea. De esta forma, emprendieron una ardua búsqueda intelectual que los condujo -por ejemplo- a rastrear la justificación existencial de las poblaciones indígenas en la Biblia y los códices locales, que consiguieron preservar de la intolerancia virreinal. Así, impulsaron un modelo de interacción más auténtico, que se tradujo desde la adaptación de las capillas abiertas, destinadas a oficiar la misa al aire libre -a semejanza del culto en los antiguos centros ceremoniales- hasta la disposición para compartir el pan -literalmente, a juzgar por el horno y las artesas que dominan la cocina- y las circunstancias vitales.

Paralelamente, éstas se repiten, en una especie de reconstrucción escenificada -realista, fiel y, no obstante, museográfica-, en el mobiliario, la ropa, las herramientas y los utensilios diseminados por las celdas, la alacena, la despensa, la cocina, el refectorio y el baptisterio. Los materiales de algunos objetos -entre los que destacan un refrigerador natural y un lavabo de piedra con drenaje incorporado- manifiestan los rasgos de un estilo de vida específico, signado por la simplicidad y el desapego; por el trabajo y la independencia. Sin embargo, en este mar de vestigios vivos, la naturaleza artística se encarna en los testigos de las fiestas: en el baptisterio, a un costado de la capilla abierta, reposa una bella pila bautismal, cuya confección monolítica y rica ornamentación definen su importancia en Latinoamérica. Al mismo tiempo, muestra otra vertiente, más visual y apenas sincrética, de la resignificación del catolicismo español en las manos autóctonas: aunque en el borde superior se teje el cordón franciscano -que evoca, por un lado, los estigmas de Jesucristo; por otro, los votos de humildad y obediencia-, en la curva central se anudan los clavos y la cruz con volutas prehispánicas, plantas y flores de la región. Además, los personajes del Evangelio lucen el mismo rostro que las esculturas indígenas de siglos anteriores.

Esta característica se reproduce en los ángeles que, tímidos y azorados, rodean uno de los frescos más impresionantes del Museo Virreinal: el árbol genealógico de San Francisco de Asís. Realizada alrededor del siglo XVI, esta enorme pintura anuncia, desde la anteportería, la imprevista fecundidad de la pobreza: recostada y pensativa, la imagen del patrono de la orden abre su pecho para ofrecer la vida y las enseñanzas de numerosos personajes ligados a su regla. Con ello, la iconografía reafirma, de manera simbólica, las convicciones que determinaron la conquista espiritual operada en San Miguel Zinacantepec: la oración, el silencio y la soledad interior. A partir de estas directrices, es posible acercarse a las motivaciones profundas de una época llena de contrastes y contradicciones, cuya huella aún se palpa en la vida -la herida- nacional.



La enorme cocina conventual



Detalle de los frescos del pasillo superior



La pila bautismal monolítica, a un costado de la capilla abierta



El árbol genealógico de San Francisco, en la anteportería


(Continúa en el próximo número)

* Artículo aparecido originalmente en la plana cultural de El Espectador, correspondiente al mes de octubre.

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