Me he pasado estas semanas leyendo antologías (quizás así consiga terminar la mía, ese largo trabajo que he escrito, a tropezones, durante dos años). La conclusión es evidente: contribuyen a la invención de la historia literaria, ese referente que -tal vez- sólo sirve para perfilar los márgenes y el canon, las inclusiones y las exclusiones, los grupos etiquetados de las conjunciones eclécticas. Por eso me interesó el siguiente artículo de Javier García-Galiano, publicado por El Universal. Lo transcribo como un recordatorio de las contradicciones entre los sueños inconfesados del escritor, los afanes ciegos del antologador y la magia auténtica -desnuda, indiscutible- de la literatura.
Las tentaciones de la historia pueden parecer infinitas y quizá se repiten perpetuamente. La pretensión de hacer historia suele resultar muy común y no sólo afecta a aquellos que se obsesionan con el poder e intentan influir en el devenir del universo. Han existido médicos que ambicionaban la posteridad, la buscaron por medio de experimentos atroces y se han disputado frenéticamente el descubrimiento de una vacuna. Ciertos diletantes suelen cultivar a algunos escritores para que les dediquen un libro o han sufragado expediciones geográficas y entomológicas con la esperanza no siempre inconfesada de que se llame a un territorio o a un insecto con su nombre. No ha faltado quien ha supuesto que su recuerdo podía inscribirse en los anales de la humanidad debido a la infamia. Sin embargo, suele ignorarse a aquel que ordenó la quema de la biblioteca de Alejandría.
También los historiadores han sido dominados por esas tentaciones, por lo que a veces han intentado versiones de la historia en las que la relevancia de los hechos depende de la interpretación que les ha conferido el historiador. No sin ironía, algunos historiadores han introducido falsificaciones de la historia, no siempre recurriendo a documentos apócrifos, aunque con frecuencia quienes las perpetran son los que se pretenden sus protagonistas. Finalmente, la historia está hecha asimismo de falsedades.
Entre las tentaciones de la historia se halla la de escribirla. Tampoco la literatura ha prescindido de versiones varias que suelen reducirla a una cronología de publicaciones, a biografías sucintas de escritores, a conjuntar a esos escritores según sus supuestos rasgos estilísticos o su coincidencia en una revista, a conjeturar acerca de la existencia de escuelas y grupos literarios, pues con frecuencia ciertos escritores deben pergeñar teorías acerca de lo que quisieran escribir o se reúnen en pandillas para complementar sus deficiencias; quizá anhelan asegurarse unas páginas en los manuales de literatura infundiendo un movimiento artístico.
Algunas de las formas en las que puede escribirse la historia de la literatura, sin embargo, resultan fascinantes y a veces derivan en obras admirables que terminan por convertirse en parte de la historia de la literatura. No pocas de ellas han propuesto una recreación de los lectores a través del tiempo y de los gustos y las modas de cada época. Otras han sido concebidas por lectores que prefieren prescindir de ciertos rigores académicos para rememorar placenteramente sus lecturas y para omitir con fruición a ciertos escritores.
Quizá toda la literatura podría deducirse de un libro cualquiera. No me refiero a un tratado erudito en el que se cifraran todas las combinaciones posibles de la escritura como en la Biblioteca de Babel de Borges, sino a que un libro procede de otro libro y suele derivarse en otro libro. Sin la segunda parte apócrifa del Quijote firmada por Fernández de Avellaneda, quizá Cervantes no hubiera escrito su segunda parte del Quijote, del cual se han derivado, entre otros, Tristram Shandy de Lawrence Sterne y Simplicimus de Grimmelshausen, de los cuales se han derivado otros libros. Pero el Quijote procedía de otras obras, como el Orlando furioso de Ariosto, que a su vez procedía de otros libros y derivó en libros varios. Un folletín anónimo puede remitir a todos los libros de la misma manera que el Quijote, Gilgamesh o la Ilíada.
A pesar de que los manuales de literatura parecen fundarse en elogios superfluos y sobreentendidos, creo que también podría emprenderse una historia de los libros que se originara en los infundios que suelen prodigarse los escritores. En "Amaos los unos a los otros", uno de los ensayos que conforman el libro Desconsideraciones, Juan García Ponce recordaba algunos odios que se han profesado los escritores como el de Dickens por Thackeray, Hemingway por Sherwood Anderson, que lo había protegido, o Tolstoi por Dostoievski y advertía que "en el amplio Siglo de Oro español el odio y el terrorismo literario estaban en la orden del día de todas las grandes figuras y la historia de afrentas y venganzas podrían llenar varios manuales bastante menos aburridos que los que en general abruman a los estudiantes con sus monótonas fichas". No son pocas las intrigas de café que se ocultan en las novelas de Thomas Mann, Robert Musil y Elias Canetti, no sólo Salvador Novo practicó el epigrama difamatorio, Oscar Wilde no fue el único que recurrió con genialidad cotidiana a la ironía humillante; de las infamias que acostumbran los escritores podría componerse una historia reveladora de la literatura.
Historias posibles de la literatura
Las tentaciones de la historia pueden parecer infinitas y quizá se repiten perpetuamente. La pretensión de hacer historia suele resultar muy común y no sólo afecta a aquellos que se obsesionan con el poder e intentan influir en el devenir del universo. Han existido médicos que ambicionaban la posteridad, la buscaron por medio de experimentos atroces y se han disputado frenéticamente el descubrimiento de una vacuna. Ciertos diletantes suelen cultivar a algunos escritores para que les dediquen un libro o han sufragado expediciones geográficas y entomológicas con la esperanza no siempre inconfesada de que se llame a un territorio o a un insecto con su nombre. No ha faltado quien ha supuesto que su recuerdo podía inscribirse en los anales de la humanidad debido a la infamia. Sin embargo, suele ignorarse a aquel que ordenó la quema de la biblioteca de Alejandría.
También los historiadores han sido dominados por esas tentaciones, por lo que a veces han intentado versiones de la historia en las que la relevancia de los hechos depende de la interpretación que les ha conferido el historiador. No sin ironía, algunos historiadores han introducido falsificaciones de la historia, no siempre recurriendo a documentos apócrifos, aunque con frecuencia quienes las perpetran son los que se pretenden sus protagonistas. Finalmente, la historia está hecha asimismo de falsedades.
Entre las tentaciones de la historia se halla la de escribirla. Tampoco la literatura ha prescindido de versiones varias que suelen reducirla a una cronología de publicaciones, a biografías sucintas de escritores, a conjuntar a esos escritores según sus supuestos rasgos estilísticos o su coincidencia en una revista, a conjeturar acerca de la existencia de escuelas y grupos literarios, pues con frecuencia ciertos escritores deben pergeñar teorías acerca de lo que quisieran escribir o se reúnen en pandillas para complementar sus deficiencias; quizá anhelan asegurarse unas páginas en los manuales de literatura infundiendo un movimiento artístico.
Algunas de las formas en las que puede escribirse la historia de la literatura, sin embargo, resultan fascinantes y a veces derivan en obras admirables que terminan por convertirse en parte de la historia de la literatura. No pocas de ellas han propuesto una recreación de los lectores a través del tiempo y de los gustos y las modas de cada época. Otras han sido concebidas por lectores que prefieren prescindir de ciertos rigores académicos para rememorar placenteramente sus lecturas y para omitir con fruición a ciertos escritores.
Quizá toda la literatura podría deducirse de un libro cualquiera. No me refiero a un tratado erudito en el que se cifraran todas las combinaciones posibles de la escritura como en la Biblioteca de Babel de Borges, sino a que un libro procede de otro libro y suele derivarse en otro libro. Sin la segunda parte apócrifa del Quijote firmada por Fernández de Avellaneda, quizá Cervantes no hubiera escrito su segunda parte del Quijote, del cual se han derivado, entre otros, Tristram Shandy de Lawrence Sterne y Simplicimus de Grimmelshausen, de los cuales se han derivado otros libros. Pero el Quijote procedía de otras obras, como el Orlando furioso de Ariosto, que a su vez procedía de otros libros y derivó en libros varios. Un folletín anónimo puede remitir a todos los libros de la misma manera que el Quijote, Gilgamesh o la Ilíada.
A pesar de que los manuales de literatura parecen fundarse en elogios superfluos y sobreentendidos, creo que también podría emprenderse una historia de los libros que se originara en los infundios que suelen prodigarse los escritores. En "Amaos los unos a los otros", uno de los ensayos que conforman el libro Desconsideraciones, Juan García Ponce recordaba algunos odios que se han profesado los escritores como el de Dickens por Thackeray, Hemingway por Sherwood Anderson, que lo había protegido, o Tolstoi por Dostoievski y advertía que "en el amplio Siglo de Oro español el odio y el terrorismo literario estaban en la orden del día de todas las grandes figuras y la historia de afrentas y venganzas podrían llenar varios manuales bastante menos aburridos que los que en general abruman a los estudiantes con sus monótonas fichas". No son pocas las intrigas de café que se ocultan en las novelas de Thomas Mann, Robert Musil y Elias Canetti, no sólo Salvador Novo practicó el epigrama difamatorio, Oscar Wilde no fue el único que recurrió con genialidad cotidiana a la ironía humillante; de las infamias que acostumbran los escritores podría componerse una historia reveladora de la literatura.
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