Por Margarita Hernández Martínez
Desde la cabalística conjunción del séptimo día, mes y año, Chichén Itzá, cual joven celebridad hollywoodense, ha enfrentado un asedio mediático inusitado: en sus poco más de mil años de existencia, jamás se había encontrado rodeada de tal cantidad de fotógrafos, turistas, políticos, empresarios y vendedores ambulantes, todos unidos con el propósito de favorecer u obstaculizar su candidatura y posterior certificación como una de las siete maravillas del mundo moderno.
Pese al carácter reciente de este inconcebible acoso –más adecuado a los romances estivales de las cantantes en boga que a uno de los monumentos culturales más representativos de la antigua cultura maya–, esta densa vorágine de revelaciones, debates y tentativas de expropiación ha desencadenado, en este país tan propenso al olvido, la oportunidad de reconstruir los acontecimientos precedentes a estos sesenta días –presuntamente– maravillosos: en efecto, pocos recordamos que, ya desde septiembre del año pasado, el entonces presidente, Vicente Fox, emprendió una discreta campaña encaminada a impulsar la nominación de Chichén Itzá como una de las nuevas maravillas del mundo. Desde entonces, asimismo, emergieron a la luz pública dos escollos fundamentales: en primer término, la incapacidad de los distintos ámbitos gubernamentales para abatir las diversas manifestaciones del rezago que acechan esta zona arqueológica, oscilantes entre las dudas en torno a la propiedad legal del terreno en el cual se encuentra afincada y la carencia de un aparato infraestructural que combata de manera eficiente el daño provocado por los impredecibles fenómenos ambientales y la constante afluencia de visitantes. Por otra parte, pocos nos hemos detenido a recordar la incesante intervención de numerosos empresarios –que, para ciertos sectores, resultó francamente controversial–, quienes, valiéndose de latas de refresco y tarjetas telefónicas, se encargaron de reproducir hasta la saciedad la imagen del Castillo de Kukulcán –a semejanza de la película más popular del verano–, para que, según sus declaraciones, “la gente lo conozca” y “se llene de orgullo al emitir su voto por Chichén Itzá”.
Lo cierto es que estas breves observaciones demuestran, mal que nos pese, la ignorancia histórica que, desde hace décadas, anida sobre nuestros hombros –después de todo, ¿alguien se ha preguntado por las repercusiones que ejercerá el nuevo estatuto de Chichén Itzá en el destino de la comunidad maya contemporánea?–; en consecuencia, nos obliga a admitir que el furor desatado en torno a la votación electrónica concluida en tan cabalística fecha obedeció más a la confluencia de una mercadotecnia insistente y un cúmulo de falso patriotismo –parecido al que ronda cada quince de septiembre– que a la auténtica intención de revalorar nuestro mellado patrimonio cultural. En último término, cabría preguntarse si Chichén Itzá, al igual que sus maravillosas compañeras –la Muralla China, la ciudad de Petra, el Cristo de Corcovado, Machu Picchu, el Coliseo Romano y el Taj Mahal–, necesita alguna certificación aparentemente internacional y democrática para validar su naturaleza fascinante; empero, sin lugar a dudas, sí requiere ayuda urgente: no obstante el bullicio de los festejos, entre los cuales destaca la cancelación de un sello postal con su imagen –el cual le permitirá volar alrededor del orbe, cual novísima estrella pop–, ya encara problemas serios, como la duplicación de la cantidad habitual de turistas, con el impacto social y ambiental que ello implica.
* Artículo originalmente aparecido en la plana cultural correspondiente al mes de septiembre.
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