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3 de octubre de 2008

Serpentinas y paradojas: los festivales culturales en México

Por Isabel Estambul

Transcurre el otoño, las fechas se aceleran y la expectativa crece: en México, ya viene la época de los grandes festivales culturales. Ello implica –al menos en teoría– la inauguración de una temporada auténticamente disfrutable, repleta de ofertas artísticas, de impronta internacional, cooperativa e incluyente. Sin embargo, la experiencia también nos remite a un periodo lleno de contrastes y matices: si bien estas celebraciones contribuyen a enriquecer y diversificar las manifestaciones artísticas presentes en la región –sea Metepec o Valle de Bravo; Guadalajara o la Ciudad de México–, también es cierto que se ven obligadas a convivir, por un lado, con un conjunto de espectáculos destinados a capturar la atención popular; por otro, con actividades académicas a las que apenas acude un puñado de gente. De este modo, los festivales culturales se desarrollan entre sorpresas y contradicciones, que, inevitablemente, terminan por conferirles un sabor agridulce.

Esta situación parece derivarse, en un primer momento, de una interpretación errónea del término “incluyente”. En efecto, el afán de los organizadores por englobarlo todo –la totalidad de expresiones artísticas, públicos, épocas, tradiciones, significados y tendencias– ha terminado por convertir a esta clase de festejos en una sucesión de acontecimientos desarticulados, que lo mismo conjugan recitales de danza folclórica y conferencias magistrales que exposiciones itinerantes y ciclos de cine internacional, sin preocuparse por establecer cierta coherencia a través de la elección de corrientes artísticas o ejes temáticos.

Así, hasta la fecha, las celebraciones culturales mexicanas –salvo, en todo caso, el Festival Internacional Cervantino– carecen de un hilo conductor suficientemente sólido para justificar la orientación y el diseño de sus programas, a pesar de que algunas de ellas se erigen alrededor de una fiesta popular fuertemente arraigada –como el Festival de las Almas, inspirado en las festividades correspondientes al Día de Muertos–. En consecuencia, dichos festejos se sostienen alrededor de una noción muy vaga de la cultura, que se traduce en estructuras inoperantes, más dedicadas a la competencia entre las instancias organizadoras que a la exposición concreta de un punto de vista sobre la vida, el mundo o la sensibilidad humana. Por lo tanto, más que por la calidad de los espectáculos, estas festividades se distinguen por las cifras de asistentes que logran atraer.

Por estas razones, habrá que mirar los festivales que vienen con ojos críticos y selectivos. Lo cual no impide, por supuesto, que podamos disfrutar de algunos de sus aciertos, pues, aunque brillan por su escasez, también representan una excelente oportunidad para salir de la atmósfera cultural predominante, siempre dudosa entre los tropiezos y la parálisis.



* Texto publicado originalmente en la página cultural de El Espectador correspondiente al mes de octubre

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