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2 de mayo de 2009

El leve corazón: de Marguerite Duras a Milan Kundera


Por Margarita Hernández Martínez

Para Milan Kundera (Brno, 1929), la idea contemporánea del amor conlleva algo de ridículo. Para Marguerite Duras (Saigón, 1914 - París, 1996), se desarrolla en un lenguaje incandescente. Metáfora o transgresión; invasión del cuerpo privado o recuperación del Edén subvertido; el amor se insinúa, desde la más añeja tradición cultural, como vía de acceso a nuestra trinchera originaria: el consuelo de la soledad, la cercanía de los cuerpos, el ejercicio de la fertilidad, la posibilidad de plantear un afán y un destino. Sin embargo, en la sociedad contemporánea, también se ha convertido en piedra y tropiezo; en cárcel y rápida carencia. Por tanto, su reciente condición pasajera ha generado toda clase de discusiones, desde la psicología renovada hasta las artes antiguas.

Acunado en Provenza y arrullado por la corte de Leonor de Aquitania, el amor nació en la literatura; de ahí que su representación artística se encuentre indisolublemente ligada a su fortuna. En el trajín de las palabras, el amor se ha transfigurado, de atracción fatal e irresistible entre un audaz caballero y una dama casada, en laberíntica controversia entre pasión y razón; en conflicto histórico permeado de máscaras y complejidades.

Para volver a comprenderlo –aunque sea desde una de sus múltiples vertientes–, habría que aventurarse en la poética personal de dos escritores que, desde su época –casi coincidente: entre la guerra y el exilio–, su perspectiva –en apariencia contradictoria: de la forcejeante convención a la atrevida ironía– y su visión de la literatura –como autobiografía ficcional o instrumento de exploración–, han destacado por su particular percepción del amor. El corpus de su obra literaria, gravitando entre la transgresión y el canon, consigue resumir las oscilaciones de la pasión amorosa y proyectar su influjo en la experiencia cotidiana. De esta manera, entre Marguerite Duras y Milan Kundera, se erigen las sombras de un leve corazón, capaz de abrigar las alas de la pesadumbre posmoderna.


En el ataúd de los cuerpos:
El amante
y El amante de la China del Norte


Dicta el lugar común que leer la obra de Marguerite Duras equivale a sondear en su propia personalidad. No obstante, una afirmación tan ligera olvida los matices de la ficción, gracias a los cuales esta densa autobiografía se transforma en un universo independiente, cuyas reglas se construyen alrededor de un conjunto de procedimientos literarios constantes: un lenguaje de transparencia lírica, una sintaxis cuidadosamente dislocada y una trama que gira eternizada en sí misma y explora, en los límites de la observación, el agotamiento de sus posibilidades.

Pese a esta suma de recurrencias –que le confieren un aura de aparente estatismo–, la poética de Duras toca sus extremos en dos novelas fundamentales: El amante y El amante de la China del Norte. Escritas con siete años de diferencia, representan dos polos que convergen alrededor del mismo tema: el amor iniciático y combativo entre una joven estudiante francesa –personificación ficcional de la propia Duras– y un maduro chino millonario.

En el primer caso, la narración se aproxima a las estrategias del nouveau roman; en el segundo, adopta un tono aclaratorio y confesional. En consecuencia, se transporta de la más pura experimentación –centrada en una ambigua combinación de narradores y en la superposición de planos alrededor de un mismo acontecimiento– a la serena decantación de técnicas específicas, con lo cual produce un estilo enteramente personal, inconfundible e intraducible.

Sin embargo, más allá de sus novedades estructurales, las obras de Duras ofrecen una visión más bien convencional del amor. Concebido como una pasión devastadora –ante la cual se pierde la dimensión de las defensas morales y los frenos sociales–, consume la voluntad de los amantes. Éstos, cegados por su deslumbrante intensidad, se dejan arrastrar hacia el mutismo, el aislamiento y la anulación de sus personalidades individuales, las cuales quedan diluidas en los tibios restos del lecho amoroso. En este sentido, las novelas de Duras encarnan los planteamientos teóricos de Amor y Occidente, ensayo publicado por Denis de Rougemont (Neuchâtel, 1906 - Ginebra, 1985) en 1938.

Famoso por exponer un canon –casi monolítico– para las relaciones pasionales, este tratado se articula desde la existencia de un amor obstaculizado e íntimamente desgraciado, opuesto al matrimonio y condenado al fracaso. Al mismo tiempo, establece al amor como una pasión totalitaria, que impide vivir más allá de sus fronteras. Por tanto, se acerca más a la soledad y a la transgresión que a la paz y a la felicidad –al menos en su interpretación más difundida y edulcorada–. Así, se torna una “emoción inconsolable” y, simultáneamente, petrificada, que debe su eternidad a la naturaleza imposible de su consumación. Quizás por ello, la narradora de Duras sentencia que, después del amor, es impensable renunciar “al ataúd de los cuerpos”.

Por otro lado, en El amante y El amante de la China del Norte, Duras traduce estas disquisiciones con un lenguaje tenso hasta la incandescencia, en el cual las desmesuras de la pasión, contenidas en una economía verbal cautivadora e intrigante, superan sus aparentes transgresiones. En efecto, aunque la trama insinúa que éstas se reducen a las edades, las condiciones sociales y el supuesto descaro de la narradora, sus auténticas innovaciones radican en la construcción de un personaje femenino capaz de verbalizar, con una voz exenta de sentimentalismos, su gozo y su dolor.

Este deseo de narrar, sumado a esta toma de existencia –puesto que, desde su origen, la palabra consigna la efectiva existencia de las cosas–, señala, además, el papel ideal concedido al lector: transformado en un voyeur, sólo observa lo que la narradora está dispuesta a mostrar. De este modo, también, Duras apuntala sus conceptos del arte y de la belleza: mirar y ser mirado; percibir, estructurar y entregarse al frenesí implicado en la sensualidad y la creación. Por ello, el amor, suspendido en la incertidumbre y la violación de los códigos establecidos, resulta esencialmente hermoso. Quizás sea éste el único juicio de valor que Duras se atreve a sustentar en la voz de sus personajes; constituye, al mismo tiempo, la idea que la distingue en el vasto panorama de la literatura amorosa.


El mito demencial:
La insoportable levedad del ser
y El libro de los amores ridículos


Más allá de las fronteras de la República Checa –de donde tuvo que huir hacia el exilio–, Milan Kundera ha sobrevivido a los oleajes literarios gracias a su irrefutable condición de best seller. Por esta razón, la lectura de sus textos se ha impregnado de innegables defensas críticas, las cuales han determinado ya una línea de temas, una interpretación y una tendencia ideológica que, para bien o para mal, han petrificado su estilo en el imaginario público. Sin embargo, el concepto del amor expuesto en la obra de Milan Kundera se revela oscilante y contradictorio, testigo de una larga evolución que, de algún modo, ha impactado en la sociedad moderna. Por ello, vale la pena adentrarse en dos de sus trabajos más conocidos: La insoportable levedad del ser y El libro de los amores ridículos.

La insoportable levedad del ser constituye una novela más o menos convencional, tanto en términos de planteamiento –pues conforma una reflexión lírica y filosófica, en cuyo curso se entrelazan cuatro personajes hábilmente definidos– como de extensión –a pesar de los saltos temporales, se sostiene hasta alcanzar la resolución de las anécdotas–. Por su parte, El libro de los amores ridículos reúne siete relatos, en los cuales la trama –a veces lineal; a veces compleja– se desliza entre el engaño y la ironía. Los contrastes entre estas narraciones resultan bastante evidentes: mientras el trasfondo estético e ideológico de La insoportable levedad del ser guarda numerosas similitudes con El amante –ambas se editaron por primera vez en 1986–, El libro de los amores ridículos rezuma originalidad y acidez.

Conformada por historias –aparentemente– alegres y desvergonzadas, esta compilación se deja poblar por personajes hedonistas que, en su recorrido por el amor y el sexo, se extravían en la frivolidad y la amargura; la frustración y la hostilidad. En este ambiente lúdico y festivo, los narradores de Kundera –desde múltiples voces y focos– confrontan los sucesos desde diversas perspectivas, entre la franca carcajada y la súbita indolencia. De este modo, establecen una interesante –y vital– transposición entre los seres deseados y la arrebatadora realidad. Y en este punto, se anuncia el hervor amoroso.

Carga dolorosa o destino inevitable, el amor aparece entre velos y claroscuros. Por ello, no es extraño que se traduzca en un lenguaje de perturbadora exactitud, emanado de una educación sentimental según la cual “lo único que puede dar la medida del amor es la muerte”, que, no obstante, se distingue por su naturaleza “hermosa y fortalecedora”. En consecuencia, se transforma en una pulsión originaria –social y culturalmente moderada, sin embargo– que asume distintas direcciones, de acuerdo con la construcción de los personajes.

Para los más jóvenes, el conflicto amoroso reside en la seducción y el descubrimiento del otro. Hombres y mujeres yacen, silenciosos, en orillas opuestas; por lo tanto, la conquista obliga a recurrir, más que al sentimentalismo de corazones lánguidos, a la fría inteligencia y a las luchas de poder. En cambio, frente al amor, los personajes maduros experimentan la pérdida del entusiasmo y la galanura física, empañada por el tiempo, el tedio y el matrimonio –quizás, el peor futuro para los amantes–. Así, el amor carece de posibilidades de sobrevivencia: dual y contradictorio; sarcástico e indecible, se encuentra condenado, como cada asunto humano, a la finitud.

Sin embargo, para Kundera, la pasión amorosa también se desarrolla bajo la influencia del eterno retorno, ese “mito demencial”, como consigna el narrador de La insoportable levedad del ser. Comprendida como un río de incontables bifurcaciones, la pasión surge de una sola metáfora –es decir, del arte y la belleza– y se extingue, sin rastro alguno, a la velocidad de un parpadeo. Este proceso, fascinante y absurdo a un tiempo, desemboca en el desencanto y la ironía. Por estas razones, en La insoportable levedad del ser y El libro de los amores ridículos, el amor no se reviste de un fin último; de esta manera, ni la belleza ni la felicidad tienen significado, al menos en el plano de la trascendencia filosófica. No obstante, Kundera aligera sus opiniones y se pregunta, desde la voz de sus personajes, “¿cómo es posible condenar algo fugaz?”. Tal vez en ello radiquen nuestras limitaciones para entender un fenómeno tan vasto y enriquecedor: como derivación de la naturaleza humana, escapa completamente a nuestra comprensión.


Marguerite Duras (2002), El amante, Tusquets (Fábula), México.
__________ (1991), El amante de la China del Norte, Tusquets (Andanzas), México.
Milan Kundera (2008), El libro de los amores ridículos, Tusquets (Maxi), México.
__________ (2003), La insoportable levedad del ser, Tusquets (Fábula), México.
Denis de Rougemont (2001), Amor y Occidente, Conaculta (Cien del mundo), México.



* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente al mes de mayo.

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