Desde su trasfondo humano, el arte es patria común. Por esta razón, compartir estos fragmentos de sensibilidad crea un aura íntima que, justo en estos momentos, estoy disfrutando mucho. Sin embargo, en algunos ambientes, hablar de arte significa extender una temblorosa nómina de autores, incapaz de sostenerse más allá de atalayas, defensas críticas y comentarios al vuelo. Oscilante entre ambos extremos, Leila Guerriero propone este ensayo breve, que aspira a destacar la sutil declaración individual que subyace en cada una de nuestras preferencias artísticas.
El lenguaje mudo
Piensa esto: piensa que lo primero que supo acerca de los libros fue, allá en la infancia, que así como había baños para niñas y baños para niños, había libros para niñas –Mujercitas– y libros para niños –Colmillo blanco, El faro del fin del mundo–, que eran, precisamente, los libros que ella leía y que despertaban, en los adultos, una mirada de caritativa sospecha, como si leer libros sobre fareros y hombres en tierras de lobos pudiera convertirla, a ella, en farero, en hombre, en lobo. Piensa eso la mujer en el vagón del metro mientras intenta ocultar la portada del libro que lleva sobre la falda. El libro es de una autora respetable –Melissa Bank–, pero tiene un título sospechoso –Manual de caza y pesca para chicas– y la mujer no quiere que nadie crea que ella es lo que ese título podría sugerir: una mujer en busca de marido siguiendo, para eso, las indicaciones de un tomo de autoayuda. En la infancia, piensa, era más fácil: había libros para niños y libros para niñas, y el que leía mucho podía parecer un poco raro, pero la lectura no era –además de un placer– especulación, carnet de club: señal de pertenencia.
Todo lector es dueño de un lenguaje encriptado que delinea las fronteras de su reino. En ocasiones ese lenguaje es fácil de entender y las fronteras del reino casi obvias: no es lo mismo decir Paulo Coelho que Mario Levrero; Sidney Sheldon que John Banville; La fortaleza digital que Yo el supremo; Isabel Allende que Grace Paley. Pero en ocasiones el lenguaje se pone muy sutil y entonces tampoco es lo mismo decir El palacio de la luna, de Paul Auster, que El libro de las ilusiones, de Paul Auster; ni decir Coetzee que Sándor Márai; ni decir Salinger y Bukowski que DeLillo y Pynchon; ni decir Pedro Páramo que Cien años de soledad.
La mujer del vagón tiene su propio lenguaje encriptado, pero se pregunta si será o no un prejuicio pensar que no hay excepciones a la regla que dice que nada bueno puede esperarse de quien responda “Juan Salvador Gaviota” a la pregunta “¿Cuál es tu libro favorito?”.
Alguien parece interesante. De pronto dice: “¿Leíste El Código Da Vinci?”.
Alguien parece interesante. De pronto dice: “Estoy descubriendo a un autor buenísimo. Se llama Paul Auster. ¿Lo conocés?”.
Alguien se asombra: “¿Hermann Broch? ¿No será Brecht?”.
Alguien tiene una enorme biblioteca de libros fabulosos y se nota, enormemente, que jamás ha tocado uno solo de todos esos libros fabulosos.
Alguien, en medio de una reunión banal, siente, de pronto, necesidad de declamar no soy de aquí, no pertenezco, y contrabandea nombres como Georges Perec, Stefan Zweig, Yasunari Kawabata, y tuerce la boca con desprecio cuando alguien dice Murakami.
Alguien deja sobre la mesa de la sala, simulando una pila casual, una novela de Bolaño, un cómic de Art Spiegelman, dos ejemplares del New Yorker, un libro de fotos de Diane Arbus.
Alguien responde, a la pregunta por su libro favorito, El cazador oculto. Alguien piensa que es una respuesta obvia: un típico título de principiante.
Alguien responde, a la pregunta por su libro favorito, El país de las sombras largas, y alguien piensa Ada o el ardor, pero no dice nada, y sonríe, y siente que está bien: que no le importa.
Alguien entierra, tapia, esconde sus libros para salvarlos de la perdición: del fuego.
La mujer, ahora, se pregunta en qué momento los libros se transforman en banderas: en declaraciones de principios.
Libros, instrucciones de uso: declarar en público que no se ha leído el Ulises y mucho menos En busca del tiempo perdido (eso, que era antes inconfesable, ahora se lleva mucho porque habla a las claras de alguien que ha leído tanto que puede declamar esa ignorancia sin ser tildado de bestia). No decir nunca nada malo sobre La conjura de los necios, de John Kennedy Toole (la misma regla es válida para cualquier título de Hunter Thompson, si se está en compañía de periodistas jóvenes). Evitar las siguientes discusiones, por peligrosas, con parejas queridas o amigos entrañables: a favor o en contra de American Psycho, de Breat Easton Ellis; a favor o en contra de Las partículas elementales, de Michel Houellebecq; a favor o en contra de Las correcciones, de Jonathan Franzen; a favor o en contra de Las benévolas, de Jonathan Littell. Mencionar, en cualquier reunión, al menos una vez a Berger, a Sebald, a Pessoa. Decir, cuando se tenga ocasión, que Sándor Márai es aburrido. Decir, con la vista perdida en el fondo de un vaso, que Truman Capote era manipulador. Decir, con un suspiro, que las novelas de Cortázar envejecieron mal, pero que en cambio, ah, sus cuentos.
La mujer se pregunta por qué todos los fotógrafos argentinos parecen haber leído Zen en el arte del tiro con arco, del alemán Eugen Herrigel; todos los arquitectos chilenos a Rimbaud; todos los músicos latinos a Castaneda. Se pregunta de dónde vienen, en qué momento se aprenden esas reglas.
Sea como fuere, esto sucede una y otra y otra vez: la felicidad infantil de sumergirse en una conversación inesperada con un completo desconocido para descubrirse, horas después –y bajo toneladas hipercalóricas de “¿Leíste a tal?” “¡Sí! ¿Y leíste a tal?” “¡Sí! ¿Y leíste a tal?”– pensando que ese, sí, es el comienzo de una gran amistad.
Y, sea como fuere, esto sucede, una y otra y otra vez: la felicidad íntima de coincidir en Lorrie Moore, en Julio Ramón Ribeyro, en Rohinton Mistry, en Scott Fitzgerald, en los siete pilares y en toda su sabiduría y entender –una y otra y otra vez– que todos esos libros no son una lista arbitraria de amores y rechazos, una demostración de habilidades, la insidiosa bruma de un prejuicio, sino la contraseña que permite reconocer a otro habitante de una patria terca en la que, de todos modos, nunca ha vivido mucha gente. Y quizás, piensa la mujer, por eso importa. Porque los libros son una forma de decir no me confundan. Esta soy yo. En estas cosas creo. Esta es mi patria.
* La versión original de la imagen que acompaña a esta entrada también puede verse aquí.
***
Todo lector es dueño de un lenguaje encriptado que delinea las fronteras de su reino. En ocasiones ese lenguaje es fácil de entender y las fronteras del reino casi obvias: no es lo mismo decir Paulo Coelho que Mario Levrero; Sidney Sheldon que John Banville; La fortaleza digital que Yo el supremo; Isabel Allende que Grace Paley. Pero en ocasiones el lenguaje se pone muy sutil y entonces tampoco es lo mismo decir El palacio de la luna, de Paul Auster, que El libro de las ilusiones, de Paul Auster; ni decir Coetzee que Sándor Márai; ni decir Salinger y Bukowski que DeLillo y Pynchon; ni decir Pedro Páramo que Cien años de soledad.
La mujer del vagón tiene su propio lenguaje encriptado, pero se pregunta si será o no un prejuicio pensar que no hay excepciones a la regla que dice que nada bueno puede esperarse de quien responda “Juan Salvador Gaviota” a la pregunta “¿Cuál es tu libro favorito?”.
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Alguien parece interesante. De pronto dice: “¿Leíste El Código Da Vinci?”.
Alguien parece interesante. De pronto dice: “Estoy descubriendo a un autor buenísimo. Se llama Paul Auster. ¿Lo conocés?”.
Alguien se asombra: “¿Hermann Broch? ¿No será Brecht?”.
Alguien tiene una enorme biblioteca de libros fabulosos y se nota, enormemente, que jamás ha tocado uno solo de todos esos libros fabulosos.
Alguien, en medio de una reunión banal, siente, de pronto, necesidad de declamar no soy de aquí, no pertenezco, y contrabandea nombres como Georges Perec, Stefan Zweig, Yasunari Kawabata, y tuerce la boca con desprecio cuando alguien dice Murakami.
Alguien deja sobre la mesa de la sala, simulando una pila casual, una novela de Bolaño, un cómic de Art Spiegelman, dos ejemplares del New Yorker, un libro de fotos de Diane Arbus.
Alguien responde, a la pregunta por su libro favorito, El cazador oculto. Alguien piensa que es una respuesta obvia: un típico título de principiante.
Alguien responde, a la pregunta por su libro favorito, El país de las sombras largas, y alguien piensa Ada o el ardor, pero no dice nada, y sonríe, y siente que está bien: que no le importa.
Alguien entierra, tapia, esconde sus libros para salvarlos de la perdición: del fuego.
La mujer, ahora, se pregunta en qué momento los libros se transforman en banderas: en declaraciones de principios.
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Libros, instrucciones de uso: declarar en público que no se ha leído el Ulises y mucho menos En busca del tiempo perdido (eso, que era antes inconfesable, ahora se lleva mucho porque habla a las claras de alguien que ha leído tanto que puede declamar esa ignorancia sin ser tildado de bestia). No decir nunca nada malo sobre La conjura de los necios, de John Kennedy Toole (la misma regla es válida para cualquier título de Hunter Thompson, si se está en compañía de periodistas jóvenes). Evitar las siguientes discusiones, por peligrosas, con parejas queridas o amigos entrañables: a favor o en contra de American Psycho, de Breat Easton Ellis; a favor o en contra de Las partículas elementales, de Michel Houellebecq; a favor o en contra de Las correcciones, de Jonathan Franzen; a favor o en contra de Las benévolas, de Jonathan Littell. Mencionar, en cualquier reunión, al menos una vez a Berger, a Sebald, a Pessoa. Decir, cuando se tenga ocasión, que Sándor Márai es aburrido. Decir, con la vista perdida en el fondo de un vaso, que Truman Capote era manipulador. Decir, con un suspiro, que las novelas de Cortázar envejecieron mal, pero que en cambio, ah, sus cuentos.
La mujer se pregunta por qué todos los fotógrafos argentinos parecen haber leído Zen en el arte del tiro con arco, del alemán Eugen Herrigel; todos los arquitectos chilenos a Rimbaud; todos los músicos latinos a Castaneda. Se pregunta de dónde vienen, en qué momento se aprenden esas reglas.
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Sea como fuere, esto sucede una y otra y otra vez: la felicidad infantil de sumergirse en una conversación inesperada con un completo desconocido para descubrirse, horas después –y bajo toneladas hipercalóricas de “¿Leíste a tal?” “¡Sí! ¿Y leíste a tal?” “¡Sí! ¿Y leíste a tal?”– pensando que ese, sí, es el comienzo de una gran amistad.
Y, sea como fuere, esto sucede, una y otra y otra vez: la felicidad íntima de coincidir en Lorrie Moore, en Julio Ramón Ribeyro, en Rohinton Mistry, en Scott Fitzgerald, en los siete pilares y en toda su sabiduría y entender –una y otra y otra vez– que todos esos libros no son una lista arbitraria de amores y rechazos, una demostración de habilidades, la insidiosa bruma de un prejuicio, sino la contraseña que permite reconocer a otro habitante de una patria terca en la que, de todos modos, nunca ha vivido mucha gente. Y quizás, piensa la mujer, por eso importa. Porque los libros son una forma de decir no me confundan. Esta soy yo. En estas cosas creo. Esta es mi patria.
* La versión original de la imagen que acompaña a esta entrada también puede verse aquí.
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