Por Margarita Hernández Martínez
Dueña de una larga tradición antológica, la poesía del Valle de Toluca ha madurado entre la melancolía decimonónica y las contradicciones posmodernas. Lejana del aliento provinciano y –al mismo tiempo– del trepidante ritmo de las vanguardias urbanas, oscila entre la solidificación y el derrumbamiento del lenguaje; entre la reflexión, derivada del constante contacto con las propuestas literarias de la Ciudad de México, y la exclamación, emanada de las tendencias, todavía insuperadas, de siglos anteriores. De este modo, se inclina –en proporciones semejantes– hacia el debate y el desahogo; hacia la prolongación y la ruptura de las tradiciones líricas.
Entre estas bifurcaciones se sitúa No aceptamos ser iguales: 25 años, 25 poetas, una antología de doble propósito preparada por Sergio Ernesto Ríos. Por un lado, celebra el 25° aniversario del Centro Toluqueño de Escritores, probablemente la asociación civil vinculada con el arte más antigua y estable del Estado de México. Por otra parte, expone un centenar de poemas que, por su belleza o su capacidad para sintetizar el tiempo, el espacio y la visión de sus autores, manifiestan las preferencias estéticas que se han conglomerado en torno a este organismo. Así, despliega un cuarto de siglo de experimentación con la palabra, que abarca desde la fundación de la poesía local contemporánea hasta las posibilidades de renovación del género.
Inevitablemente deudor de Literatura del Estado de México, de Alejandro Ariceaga –esa antología célebre por su ambición histórica, incluyente y universalista, pero criticada por su aparente carencia de método–, No aceptamos ser iguales puntualiza sus límites desde las primeras páginas, impregnadas, por lo tanto, de preguntas a futuro. Aunque la selección de los autores no constituye sorpresa alguna, pues comprende a los becarios del Centro Toluqueño de Escritores en la categoría de poesía –sumados a los ganadores del Premio Tolotzin, convocado en 1983, y del Premio Estatal de Poesía Joven José María Heredia y Heredia, fallado veinte años después–, su repertorio literario ofrece asombros y sobresaltos.
En primera instancia, el volumen se concentra en los libros publicados tras la conclusión de las becas correspondientes; así, recoge la versión inicial de poemas que, sumidos en el impetuoso oleaje de las reediciones, han pasado por numerosas metamorfosis, desde la estructura hasta la disposición de los versos. No obstante, este regreso a los orígenes desemboca en una intensa interacción entre estilos y modalidades del lenguaje que, según señala Ríos, funciona como “retrato de lo heterogéneo, de lo diverso, de lo opuesto”.
Alrededor de esta idea, el también autor de Piedrapizarnik articula un conjunto de apreciaciones críticas que terminan por definir la identidad de la antología: después de examinar los vaivenes de la poesía toluqueña, se percibe la ausencia de “una identidad análoga o regional”, puesto que los textos, despojados de “referentes inmediatos” y “anécdotas tangibles”, “tienden a la introspección, al recorrido interior, a la inventiva bajo la superficie”. En consecuencia, saltan de registros lingüísticos decantados a usos híbridos y propositivos, de esquemas rígidos como el soneto a construcciones libres como la prosa poética, de temas paradigmáticos como el amor a controversias recientes como la concepción moderna de la democracia. Esta acumulación de disparidades revela la voluntad personal que rige a la creación poética en el Valle de Toluca. Por estos motivos, a los ojos de Ríos, genera “caracteres ensimismados”, destinados a contemplar “faunas cerebrales”. Para reforzar esta premisa, basta recordar algunas líneas de José Alfredo Mondragón: “alguien pasa la noche / embebido en un diálogo con su esqueleto / haciendo arqueología con sus sueños”.
Sin embargo, más allá de esta notoria pasión por las variedades y las conjunciones, la selección poética de No aceptamos ser iguales oculta sus criterios: pocas veces recurre a los poemas mejor logrados o más representativos de los autores, lo cual trasluce una investigación apresurada y restringida. De esta manera, no consigue trascender su naturaleza de lectura individual; tampoco logra rebasar su condición de simple antojolía. Aunque las páginas se dejan recorrer con placer y ligereza, no quedan claros los sentidos de inclusión y exclusión textual; al contrario, parece que se agrupan alrededor de un gusto particular, definido por una inclinación formal y cosmopolita.
Empero, esta característica no produce, necesariamente, un ejercicio de revisión y reescritura de mala calidad; de hecho, constituye el corazón de las antologías personales. Quizás para pulir el pasado y evitar la tentación del séptimo libro –el sexto, Las vestales del naranjo, todavía permanece inédito–, Félix Suárez presenta También la noche es claridad. Antología poética (1984-2009), volumen que depura, condensa y reconstruye veinticinco años de una trayectoria escritural determinada por la brevedad, la contención emocional y la inspiración clásica, desplegada tanto en un puñado de revistas nacionales y extranjeras como en La mordedura del caimán, Peleas, Río subterráneo, En señal del cuerpo y Legiones.
De este modo, más que un trabajo recopilatorio, se configura como un libro nuevo, que busca destacar la continuidad entre los resultados de la beca del Centro Toluqueño de Escritores y sus últimos poemas, publicados en Castálida y La Colmena. En el camino, versículos, epigramas y endecasílabos de imprevista transparencia se entrelazan con un lenguaje atemperado entre la perplejidad, la acidez y la desesperación, que converge –según afirma Oscar Wong– en “un dejo de fugacidad voraz, de perenne llama enfurecida, de ceniza victoriosa”. Con estos elementos –explica el autor de Yo soy el mar–, los poemas “concilian y revelan la excitación memoriosa”, la cual recala “en la embriaguez de lo múltiple y pretende no la salvación, sino descubrir la luminosa caducidad de la existencia”.
Sin embargo, tras los placeres de Ítaca anunciados en la contraportada, vale la pena detenerse en cada derrotero del viaje. Éste excluye la mayor parte de los poemas de La mordedura del caimán –con los que, al parecer, el autor ha dejado de identificarse– y, paradójicamente, engloba algunos textos marginales, de circulación muy limitada. Así, representa el resultado de un largo experimento, a caballo entre la reescritura y la decantación, pues sus reediciones implican un obsesivo proceso de reordenación, más cercano a la circularidad estilística y temática.
Por lo tanto, la propia mano de Suárez se esfuerza en construir una especie de epopeya lírica –un canto razonado y, al mismo tiempo, fatalmente desbocado–, enmarcada entre palabras silenciosas y vacíos colmados de sentido. Así, alcanza sus mejores momentos en la captura sucesiva del gozo de los sentidos y de la angustia por la fugacidad, emparejados con alusiones mitológicas e intertextos líricos. En ellos, se traduce su interés por interactuar con la literatura universal y por desvelar la condición humana, más allá de las fronteras del lenguaje y de las tradiciones estéticas. Sin duda –a pesar de las omisiones y las transformaciones–, la aparición de También la noche es claridad reafirma su lugar como uno de los poetas más sólidos e influyentes del Estado de México, capaz de encontrar, en el balbuceo y la desmesura, la palabra certera.
Ariceaga, Alejandro (comp.), Literatura del Estado de México. Cinco siglos: 1400-1900, Gobierno del Estado de México / Instituto Mexiquense de Cultura, Toluca, 1993.
Ríos Martínez, Sergio Ernesto (comp.), No aceptamos ser iguales: 25 años, 25 poetas, Centro Toluqueño de Escritores, Toluca, 2009.
Suárez, Félix, También la noche es claridad. Antología poética (1984-2009), Praxis, México, 2009.
* Artículo originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente al mes de diciembre
* La imagen que acompaña a esta entrada proviene del proyecto Visual poetry y puede verse aquí
Dueña de una larga tradición antológica, la poesía del Valle de Toluca ha madurado entre la melancolía decimonónica y las contradicciones posmodernas. Lejana del aliento provinciano y –al mismo tiempo– del trepidante ritmo de las vanguardias urbanas, oscila entre la solidificación y el derrumbamiento del lenguaje; entre la reflexión, derivada del constante contacto con las propuestas literarias de la Ciudad de México, y la exclamación, emanada de las tendencias, todavía insuperadas, de siglos anteriores. De este modo, se inclina –en proporciones semejantes– hacia el debate y el desahogo; hacia la prolongación y la ruptura de las tradiciones líricas.
Entre estas bifurcaciones se sitúa No aceptamos ser iguales: 25 años, 25 poetas, una antología de doble propósito preparada por Sergio Ernesto Ríos. Por un lado, celebra el 25° aniversario del Centro Toluqueño de Escritores, probablemente la asociación civil vinculada con el arte más antigua y estable del Estado de México. Por otra parte, expone un centenar de poemas que, por su belleza o su capacidad para sintetizar el tiempo, el espacio y la visión de sus autores, manifiestan las preferencias estéticas que se han conglomerado en torno a este organismo. Así, despliega un cuarto de siglo de experimentación con la palabra, que abarca desde la fundación de la poesía local contemporánea hasta las posibilidades de renovación del género.
Inevitablemente deudor de Literatura del Estado de México, de Alejandro Ariceaga –esa antología célebre por su ambición histórica, incluyente y universalista, pero criticada por su aparente carencia de método–, No aceptamos ser iguales puntualiza sus límites desde las primeras páginas, impregnadas, por lo tanto, de preguntas a futuro. Aunque la selección de los autores no constituye sorpresa alguna, pues comprende a los becarios del Centro Toluqueño de Escritores en la categoría de poesía –sumados a los ganadores del Premio Tolotzin, convocado en 1983, y del Premio Estatal de Poesía Joven José María Heredia y Heredia, fallado veinte años después–, su repertorio literario ofrece asombros y sobresaltos.
En primera instancia, el volumen se concentra en los libros publicados tras la conclusión de las becas correspondientes; así, recoge la versión inicial de poemas que, sumidos en el impetuoso oleaje de las reediciones, han pasado por numerosas metamorfosis, desde la estructura hasta la disposición de los versos. No obstante, este regreso a los orígenes desemboca en una intensa interacción entre estilos y modalidades del lenguaje que, según señala Ríos, funciona como “retrato de lo heterogéneo, de lo diverso, de lo opuesto”.
Alrededor de esta idea, el también autor de Piedrapizarnik articula un conjunto de apreciaciones críticas que terminan por definir la identidad de la antología: después de examinar los vaivenes de la poesía toluqueña, se percibe la ausencia de “una identidad análoga o regional”, puesto que los textos, despojados de “referentes inmediatos” y “anécdotas tangibles”, “tienden a la introspección, al recorrido interior, a la inventiva bajo la superficie”. En consecuencia, saltan de registros lingüísticos decantados a usos híbridos y propositivos, de esquemas rígidos como el soneto a construcciones libres como la prosa poética, de temas paradigmáticos como el amor a controversias recientes como la concepción moderna de la democracia. Esta acumulación de disparidades revela la voluntad personal que rige a la creación poética en el Valle de Toluca. Por estos motivos, a los ojos de Ríos, genera “caracteres ensimismados”, destinados a contemplar “faunas cerebrales”. Para reforzar esta premisa, basta recordar algunas líneas de José Alfredo Mondragón: “alguien pasa la noche / embebido en un diálogo con su esqueleto / haciendo arqueología con sus sueños”.
Sin embargo, más allá de esta notoria pasión por las variedades y las conjunciones, la selección poética de No aceptamos ser iguales oculta sus criterios: pocas veces recurre a los poemas mejor logrados o más representativos de los autores, lo cual trasluce una investigación apresurada y restringida. De esta manera, no consigue trascender su naturaleza de lectura individual; tampoco logra rebasar su condición de simple antojolía. Aunque las páginas se dejan recorrer con placer y ligereza, no quedan claros los sentidos de inclusión y exclusión textual; al contrario, parece que se agrupan alrededor de un gusto particular, definido por una inclinación formal y cosmopolita.
Empero, esta característica no produce, necesariamente, un ejercicio de revisión y reescritura de mala calidad; de hecho, constituye el corazón de las antologías personales. Quizás para pulir el pasado y evitar la tentación del séptimo libro –el sexto, Las vestales del naranjo, todavía permanece inédito–, Félix Suárez presenta También la noche es claridad. Antología poética (1984-2009), volumen que depura, condensa y reconstruye veinticinco años de una trayectoria escritural determinada por la brevedad, la contención emocional y la inspiración clásica, desplegada tanto en un puñado de revistas nacionales y extranjeras como en La mordedura del caimán, Peleas, Río subterráneo, En señal del cuerpo y Legiones.
De este modo, más que un trabajo recopilatorio, se configura como un libro nuevo, que busca destacar la continuidad entre los resultados de la beca del Centro Toluqueño de Escritores y sus últimos poemas, publicados en Castálida y La Colmena. En el camino, versículos, epigramas y endecasílabos de imprevista transparencia se entrelazan con un lenguaje atemperado entre la perplejidad, la acidez y la desesperación, que converge –según afirma Oscar Wong– en “un dejo de fugacidad voraz, de perenne llama enfurecida, de ceniza victoriosa”. Con estos elementos –explica el autor de Yo soy el mar–, los poemas “concilian y revelan la excitación memoriosa”, la cual recala “en la embriaguez de lo múltiple y pretende no la salvación, sino descubrir la luminosa caducidad de la existencia”.
Sin embargo, tras los placeres de Ítaca anunciados en la contraportada, vale la pena detenerse en cada derrotero del viaje. Éste excluye la mayor parte de los poemas de La mordedura del caimán –con los que, al parecer, el autor ha dejado de identificarse– y, paradójicamente, engloba algunos textos marginales, de circulación muy limitada. Así, representa el resultado de un largo experimento, a caballo entre la reescritura y la decantación, pues sus reediciones implican un obsesivo proceso de reordenación, más cercano a la circularidad estilística y temática.
Por lo tanto, la propia mano de Suárez se esfuerza en construir una especie de epopeya lírica –un canto razonado y, al mismo tiempo, fatalmente desbocado–, enmarcada entre palabras silenciosas y vacíos colmados de sentido. Así, alcanza sus mejores momentos en la captura sucesiva del gozo de los sentidos y de la angustia por la fugacidad, emparejados con alusiones mitológicas e intertextos líricos. En ellos, se traduce su interés por interactuar con la literatura universal y por desvelar la condición humana, más allá de las fronteras del lenguaje y de las tradiciones estéticas. Sin duda –a pesar de las omisiones y las transformaciones–, la aparición de También la noche es claridad reafirma su lugar como uno de los poetas más sólidos e influyentes del Estado de México, capaz de encontrar, en el balbuceo y la desmesura, la palabra certera.
Ariceaga, Alejandro (comp.), Literatura del Estado de México. Cinco siglos: 1400-1900, Gobierno del Estado de México / Instituto Mexiquense de Cultura, Toluca, 1993.
Ríos Martínez, Sergio Ernesto (comp.), No aceptamos ser iguales: 25 años, 25 poetas, Centro Toluqueño de Escritores, Toluca, 2009.
Suárez, Félix, También la noche es claridad. Antología poética (1984-2009), Praxis, México, 2009.
* Artículo originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente al mes de diciembre
* La imagen que acompaña a esta entrada proviene del proyecto Visual poetry y puede verse aquí
1 comentario:
Querido anónimo, hermano, republicano:
Muchas gracias por seguir leyendo. Por seguir estando aunque sea así, lejos y en silencio. No te olvido. Tampoco a la República.
Es curioso que me digas que estoy escribiendo bien por que creo que jamás lo había hecho con tanta prisa y efervescencia. Me importa lo de la información: quizás, luego de dos años, al fin me entró el molde periodístico a la cabeza. Y no es poca cosa, considerando mi resistencia, mi amor por el ensayo, mi insistencia en llevar una vida académica ahora inexistente.
Sé que sigue eso pendiente. Pero la vida se me volcó y todavía estoy recogiendo los pedazos. Y, sin embargo, siempre lo recuerdo. Así que no te preocupes. Prometo que sí, prometo que pronto.
Escríbeme.
Un abrazo, republicano.
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