Por Isabel Estambul
En nuestros días, la lectura es un acto doméstico y solitario. Circunscrito al silencio, permanece alejado de aquellos tiempos en los que, maltratado ejemplar en mano, uno de los pocos hombres alfabetizados congregaba a la gente en plazas y tabernas; en establos y fogones. Lejos están, también, las épocas en las que el Caballero Zifar, el Mío Cid y el atolondrado don Quijote se disputaban la admiración y la risa; la imitación y el llanto. Hoy, se acercan más a las joyas de museo que a las aventuras vivas, y compartir una lectura se ha vuelto tan infrecuente como salvar damiselas y conquistar reinos.
Esta situación resulta completamente paradójica, dado el alto índice de escolarización básica en las sociedades contemporáneas. Sin embargo, en nuestro país, la concepción de la lectura –quizás la piedra angular del sistema educativo, pues permite acceder a la ciencia, la información y la recreación– se limita a la decodificación y a la memoria; de esta manera, restringe la comprensión, el análisis y, en último término, el ejercicio de la imaginación. El resultado es deplorable y angustioso: no sólo vivimos en una comunidad aquejada de una intensa pobreza intelectual, sino que atestiguamos la agonía –lenta y sigilosa– de la curiosidad y la creatividad.
Para completar el panorama, México ha demostrado, a lo largo de los siglos, una preocupante tendencia a los círculos viciosos. El desprecio general por la lectura se atribuye, en primer lugar, a las escuelas; después, al gobierno. Pocos individuos están dispuestos a asumir su vida intelectual de forma independiente, sea como declaración de principios, afirmación de la personalidad u oportunidad para expandir las fronteras del propio universo. En estos casos, podemos hablar de personas afortunadas, que han tenido los recursos para llevar su educación más allá de los programas oficiales; no obstante, también debemos recordar que el medio central para crecer mental y artísticamente radica en el interés privado más que en la ayuda pública –antes de convertirse en un poeta portentoso, Miguel Hernández cuidó cabras en Orihuela, su pueblo natal–; se acerca más –justamente– a las costumbres familiares que a los espacios públicos.
En este ámbito, sin propósitos claros, sin recursos, sin personal especializado y –sobre todo– sin auténticas voluntades, los programas de fomento a la lectura se encuentran condenados a agonizar de escritorio en escritorio, del compromiso político a la indiferencia. Ni los funcionarios conocen plenamente las implicaciones de su labor ni los ciudadanos exigen su derecho a aproximarse al arte y la cultura; así, no aprovechan la oferta vigente –que va desde la instalación de bibliotecas de todos los tamaños hasta la presentación gratuita de libros y revistas– y tampoco promueven las condiciones para enriquecerla. En consecuencia, habitamos una atmósfera complaciente, en la que cualquier esfuerzo –para bien o para mal– se valida ante la ausencia de otras iniciativas, de propuestas más osadas, abiertas o reflexivas.
Sólo en un ambiente como este –acostumbrado a las palmadas en el hombro y a las alabanzas fáciles– se puede explicar el caso de Paloma Sáiz Tejero, quien se vio obligada a renunciar a la Secretaría de Cultura del Gobierno del Distrito Federal tras una gestión más o menos exitosa, que incluyó desde reactivar los libroclubes instalados en varias delegaciones de la capital hasta consolidar Para leer de a boleto en el metro. Este programa –que demostró que los mexicanos, en el fondo, somos lectores: los usuarios se robaban los libros– sirvió de modelo en otras naciones, en las que se ha asegurado su continuidad y su persistencia; sin embargo, comenzó con pocos fondos y con una fe escasa: la también ex directora de la Feria Internacional del Libro en el Zócalo cimentó los requisitos para concretarlo después de lidiar con diputados insensibles, laberintos burocráticos y supresiones presupuestales.
En nuestro estado y en nuestra ciudad, las circunstancias no cambian: el Instituto Mexiquense de Cultura se conforma con una feria del libro anual que deja mucho que desear, con un programa editorial de calidad descendente y con políticas de fomento desangeladas y conservadoras. En tanto, la Universidad Autónoma del Estado de México se refugia en la divulgación científica, sólo asequible a un sector de la población, y el Ayuntamiento de Toluca se atrinchera en la realización de festivales, siempre insuficientes para asegurar la continuidad de los programas y la forja de un público cautivo. Por otro lado, los foros alternativos están habituados a navegar a contracorriente para naufragar pronto. Quizás, entonces, la posibilidad para marcar la diferencia en nuestros hábitos lectores reside en esos espacios domésticos y solitarios: en predicar con el ejemplo desde los hogares, como una profesión de intimidad, de paz y cercanía. Paralelamente, quienes ya hemos contraído el sano vicio de la lectura tenemos la obligación de repensar la oferta artística que deseamos atestiguar y, en consecuencia, lo que estamos dispuestos a aportar.
* Artículo originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente a febrero de 2010. La ilustración pertenece a Chema Lera y también puede verse aquí.
En nuestros días, la lectura es un acto doméstico y solitario. Circunscrito al silencio, permanece alejado de aquellos tiempos en los que, maltratado ejemplar en mano, uno de los pocos hombres alfabetizados congregaba a la gente en plazas y tabernas; en establos y fogones. Lejos están, también, las épocas en las que el Caballero Zifar, el Mío Cid y el atolondrado don Quijote se disputaban la admiración y la risa; la imitación y el llanto. Hoy, se acercan más a las joyas de museo que a las aventuras vivas, y compartir una lectura se ha vuelto tan infrecuente como salvar damiselas y conquistar reinos.
Esta situación resulta completamente paradójica, dado el alto índice de escolarización básica en las sociedades contemporáneas. Sin embargo, en nuestro país, la concepción de la lectura –quizás la piedra angular del sistema educativo, pues permite acceder a la ciencia, la información y la recreación– se limita a la decodificación y a la memoria; de esta manera, restringe la comprensión, el análisis y, en último término, el ejercicio de la imaginación. El resultado es deplorable y angustioso: no sólo vivimos en una comunidad aquejada de una intensa pobreza intelectual, sino que atestiguamos la agonía –lenta y sigilosa– de la curiosidad y la creatividad.
Para completar el panorama, México ha demostrado, a lo largo de los siglos, una preocupante tendencia a los círculos viciosos. El desprecio general por la lectura se atribuye, en primer lugar, a las escuelas; después, al gobierno. Pocos individuos están dispuestos a asumir su vida intelectual de forma independiente, sea como declaración de principios, afirmación de la personalidad u oportunidad para expandir las fronteras del propio universo. En estos casos, podemos hablar de personas afortunadas, que han tenido los recursos para llevar su educación más allá de los programas oficiales; no obstante, también debemos recordar que el medio central para crecer mental y artísticamente radica en el interés privado más que en la ayuda pública –antes de convertirse en un poeta portentoso, Miguel Hernández cuidó cabras en Orihuela, su pueblo natal–; se acerca más –justamente– a las costumbres familiares que a los espacios públicos.
En este ámbito, sin propósitos claros, sin recursos, sin personal especializado y –sobre todo– sin auténticas voluntades, los programas de fomento a la lectura se encuentran condenados a agonizar de escritorio en escritorio, del compromiso político a la indiferencia. Ni los funcionarios conocen plenamente las implicaciones de su labor ni los ciudadanos exigen su derecho a aproximarse al arte y la cultura; así, no aprovechan la oferta vigente –que va desde la instalación de bibliotecas de todos los tamaños hasta la presentación gratuita de libros y revistas– y tampoco promueven las condiciones para enriquecerla. En consecuencia, habitamos una atmósfera complaciente, en la que cualquier esfuerzo –para bien o para mal– se valida ante la ausencia de otras iniciativas, de propuestas más osadas, abiertas o reflexivas.
Sólo en un ambiente como este –acostumbrado a las palmadas en el hombro y a las alabanzas fáciles– se puede explicar el caso de Paloma Sáiz Tejero, quien se vio obligada a renunciar a la Secretaría de Cultura del Gobierno del Distrito Federal tras una gestión más o menos exitosa, que incluyó desde reactivar los libroclubes instalados en varias delegaciones de la capital hasta consolidar Para leer de a boleto en el metro. Este programa –que demostró que los mexicanos, en el fondo, somos lectores: los usuarios se robaban los libros– sirvió de modelo en otras naciones, en las que se ha asegurado su continuidad y su persistencia; sin embargo, comenzó con pocos fondos y con una fe escasa: la también ex directora de la Feria Internacional del Libro en el Zócalo cimentó los requisitos para concretarlo después de lidiar con diputados insensibles, laberintos burocráticos y supresiones presupuestales.
En nuestro estado y en nuestra ciudad, las circunstancias no cambian: el Instituto Mexiquense de Cultura se conforma con una feria del libro anual que deja mucho que desear, con un programa editorial de calidad descendente y con políticas de fomento desangeladas y conservadoras. En tanto, la Universidad Autónoma del Estado de México se refugia en la divulgación científica, sólo asequible a un sector de la población, y el Ayuntamiento de Toluca se atrinchera en la realización de festivales, siempre insuficientes para asegurar la continuidad de los programas y la forja de un público cautivo. Por otro lado, los foros alternativos están habituados a navegar a contracorriente para naufragar pronto. Quizás, entonces, la posibilidad para marcar la diferencia en nuestros hábitos lectores reside en esos espacios domésticos y solitarios: en predicar con el ejemplo desde los hogares, como una profesión de intimidad, de paz y cercanía. Paralelamente, quienes ya hemos contraído el sano vicio de la lectura tenemos la obligación de repensar la oferta artística que deseamos atestiguar y, en consecuencia, lo que estamos dispuestos a aportar.
* Artículo originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente a febrero de 2010. La ilustración pertenece a Chema Lera y también puede verse aquí.
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