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12 de marzo de 2010

Un lenguaje pobre (para intelectos paupérrimos)



Jamás he querido pasar por purista, ni voy por la calle corrigiendo las palabras de los demás. Sin embargo, como devota del lenguaje que soy, soporto a duras penas las dolorosas deformaciones a las que se somete, en el uso cotidiano, el español actual. Entre ellas, la que más molesta es el progresivo empobrecimiento del vocabulario, lo que se traduce en la incapacidad colectiva para expresar con exactitud no sólo las ideas, sino las emociones. Por eso, cuando leí este artículo de Raymundo Riva Palacio para El País, me quedé con una sonrisa amarga en los labios, finalmente mudos y coincidentes.


Es cierto, estamos jodidos


El catálogo de las grandes personalidades mexicanas, vista la frecuencia con la cual son mostrados en los horarios prime time de la televisión mexicana, incluye a “El Pozolero” y a “El Muletas”, al “Teo” y al “Más loco”, acompañados de “El Jabalí” y “El Barbas”, y de “El Chapo”, “La Barbie” y “El Talibán”. También tienen nombres propios, pero esos apelativos no importan a nadie. Los alias son los que le dan sabor y sentido a México en estos tiempos, en los cuales se viene acuñando un nuevo lenguaje como subproducto de la guerra contra el narcotráfico.

En los medios de comunicación se encuentra el espejo de ese lenguaje. Claro, es que como dijo el entrenador de la selección mexicana de futbol Javier Aguirre, en este país “estamos jodidos” por la inseguridad y la violencia, desatada por esos “hijos de puta”, como los describió con una gráfica oratoria el historiador Héctor Aguilar Camín, mientras el ex presidente Vicente Fox acusa a los gobernantes de México de estar “echando la güeva”. Uno podría rematar, como escribe cotidianamente Marcela Gómez Zalce, una de las columnistas más leídas del periódico Milenio, con la afirmación: “Chingón”.

Tal para cual. La delincuencia organizada bautiza con todo tipo de apodos a sus jefes y sicarios, y las clases ilustradas y aquellos que impactan en la opinión pública mexicana le añaden condimento al vocabulario de imágenes, sensaciones y emociones que está dominando la vida pública nacional. “Al diablo”, parafraseando al ex candidato presidencial Andrés Manuel López Obrador, los recursos dialécticos. Es como si la frustración hubiera agotado a las mentes más lúcidas, que prefieren la palabra altisonante al diálogo, o que escogen la diatriba por encima del argumento, y que se acomodan en el carril de la moda donde lo coloquial y lo más ruidoso es más exitoso.

El lenguaje, que es el sistema de signos y reglas a través del cual expresamos y representamos nuestras ideas del mundo, “se fue a la chingada”, como dice Brozo, el payaso que da las noticias matutinas en uno de los canales de Televisa, y que en alguna época se convirtió en el “comunicador” más creíble de la televisión mexicana. Nosotros, que de tan solemnes somos aburridos y a veces hasta ridículos, rompimos con nuestros tabúes orales desde que el programa de Big Brother institucionalizó la palabra güey, que siempre había sido prohibida por los buenos modales de la sociedad, en una divisa de uso corriente del lenguaje cotidiano. ¡Fuera los pruritos! “A darle en la madre”, en palabras de Fox -sobre otro tema- a la comunicación ordinaria.

La palabra güey, que estaba restringida a las conversaciones privadas, se socializó y se volvió en todo. La usamos para saludarnos -“¿cómo estás, güey?”-, para autocriticarnos -“soy un güey”-, para atajar críticas o acusaciones -“yo no fui, güey”- y hasta como exclamación -“¡ay, güey!”-. Era una expresión entre los jóvenes, cuyo vocabulario comprende 200 palabras -contra las 20 mil que utilizó Carlos Fuentes en su novela La región más transparente-, pero que transitó aceleradamente a ser palabra infaltable de la comunicación entre los mexicanos.

No es la única. Muchas veces no utilizamos palabras para expresar nuestro asombro, nuestra molestia, nuestro azoro. Mejor decimos estáca, que es un apócope de está cabrón, que antes se utilizaba coloquial, pero no socialmente, para describir una situación complicada. Ahora, la usamos como sufijo para mantener una conversación sin interrumpir a nuestro interlocutor -“estáca”-, para afirmar lo que dicen -“síca”- o igualmente para negar -“noca”-.

Las palabras soeces ingresaron a los hogares mexicanos y pueblan sus escuelas, trabajos y calles. Existe un blog, hazmeelchingadofavor.com, que realizó un análisis de sus posts durante tres años, en los cuales encontró que 67 000 de ellos utilizaron un derivado de chingá, 33 000 emplearon la palabra pendejo, 21 000 se refirieron a alguien masculino como cabrón, y 19 000 le dijeron a una dama puta. Ante el fenómeno peculiar en el hablar mexicano, Consulta Mitofsky hizo una encuesta nacional de la que resultó que los mexicanos utilizamos 1 350 millones de palabras altisonantes para comunicarnos entre nosotros. Esto significa que, entre los mayores de 18 años, se utilizan para el intercambio deliberativo al menos 20 veces por día y, no sin sorprender a muchos, resultó que entre más ingreso se tiene, menos recato existe para proferir obscenidades.

Los académicos mexicanos han levantado la voz ante lo pernicioso del fenómeno de moda, pero no parece que hay muchos que los escuchen. Por el contrario. Como dijo en un seminario el año pasado el ex director del Departamento de Letras de la Universidad Iberoamericana, Arnulfo Herrera, si bien la pobreza del lenguaje entre los jóvenes está asociado con su baja lectoría, también es la influencia de los medios de comunicación. Y en los medios de comunicación, joder el lenguaje es un must, apoyados en que hay un creciente número de políticos e intelectuales que han comenzado a utilizar ese tipo de palabras para expresarse ante la opinión pública.

Hay periodistas que piensan que no hay nada de qué asustarse, y que si las figuras públicas así hablan, pues así hay que registrar sus dichos. No hay límites hoy en día en los medios mexicanos, por lo que si cada vez más actores sociales y políticos se expresan con palabras altisonantes, cada vez hay más medios que recogen sus palabras. Es un círculo vicioso en el cual están cayendo los periodistas, pues políticos de bajo nivel han visto que entre más onomatopéyicamente hablen, más garantías tienen de que su sound bite alcance los muy escuchados noticiarios de radio y los informativos de televisión.

Cambiar esa dinámica sería lo de menos, pero no solucionaría el problema de fondo. Los comunicadores y los periodistas, como sujetos que son de comunicación, diariamente están creando estructuras de mensajes que forman a través de sus diferentes expresiones verbales. Hoy en día, esas estructuras abusan del lenguaje soez y coloquial, que, de acuerdo con los expertos en estos temas, generan la transmisión de un lenguaje frívolo que, a su vez, va reduciendo la capacidad analítica al reducir el trabajo de la mente y estimular las emociones.

El mundo está poblado de símbolos, y estos se entienden a través del lenguaje. Pero si el lenguaje ni los ordena, ni les da un sentido, ni los interpreta, tampoco contribuye al proceso de razonamiento de las personas, con lo cual no tendrán las herramientas suficientes para relacionar las ideas que necesitan para alcanzar conclusiones sobre los diferentes temas que les preocupan cotidianamente. Este fenómeno que si bien no comenzó con la guerra contra el narcotráfico, sí se ha potenciado como resultado de la frustración y la impotencia de que las ideas no han tenido la suficiente fuerza para persuadir a una sociedad incrédula y cada vez más beligerante.

Esta realidad se convierte en un problema nacional, dado que hay voces por todos lados que están pidiendo que se eleve el nivel del debate, que la discusión se centre en el choque de ideas, que se contrasten argumentos, que se utilicen todos los recursos retóricos posibles para inyectar racionalidad a una discusión que signifique y tenga significado. Pero quienes más lo piden, más lo impiden. Juguetones siguen nuestros políticos y nosotros mismos en la trinchera de la comunicación, llevando el lenguaje a niveles crecientes de pobreza que conducen, invariablemente, a un pensamiento confuso. Aunque, como dice a propósito de cómo va funcionando su alianza electoral para gobernar el pequeño y pobre estado de Hidalgo, la folclórica y muy popular Xóchitl Gálvez, “vamos a toda madre”. O sea, si así estamos contentos, para qué pensar en complicarnos la existencia.


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