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2 de agosto de 2010

Aniversario de un beso (reportaje robado y barcos cruzados)



El sol ha dado varias vueltas: tú y yo también. Seguimos girando alrededor de besos furtivos y escrituras galopantes: perpetramos, inevitablemente, la misma larga nostalgia. Sé que extraño tus cartas instantáneas, tu denso aroma a tiempo y a tabaco, tus ojos delicados y violentos, tus manos de obrero enamorado. Tus ganas de ocuparme el lugar y proyectarte en mí. De leer en mi edad tu madurez. Pero el sol ya vuelve a atropellarnos. Encuentro estas breves palabras de Rosa Montero y me pregunto, latitante, qué es peor: ¿haberte conocido y celebrar –a solas, estos días– el callado aniversario de un beso que revolvió el gozo y el verano?, ¿haberte mirado de lejos y no establecer contacto, por exiguo que fuera? A dudas ociosas, recuerdos luminosos. Feliz aniversario a un beso tan real como los barcos que se cruzan en la noche.



Barcos que se cruzan en la noche



Una amiga mía, la escritora francesa Myriam Chirousse (preciosa su novela Vino y miel, en Alfaguara), me ha enseñado un dicho inglés que yo no conocía: ships passing in the night, barcos pasando en la noche. Se trata de una metáfora para describir los desencuentros que el azar procura; puede referirse a cualquier cosa, una amistad que no cuajó o un trabajo que no salió por pura mala suerte, por no estar en el lugar adecuado en el momento adecuado, pero por lo visto la frase se utiliza sobre todo para los asuntos sentimentales. Y sin duda es ahí, en el estremecido e incierto territorio del amor, en donde la imagen adquiere mayor emoción: es fácil visualizar dos grandes trasatlánticos cuajados de luces cruzándose en el mar, demasiado lejos el uno del otro, y perdiéndose lenta y majestuosamente en la noche oscura, sin haber tenido otro contacto que el eco lejano, casi idéntico, del ulular de sus sirenas.

¿Y por qué esta escena nos resulta más conmovedora si la dotamos de un contenido amoroso? Pues probablemente porque partimos de una viejísima leyenda profundamente hincada en nuestra conciencia: la ilusión del otro que nos completa, del alma gemela que supuestamente nos espera en algún lado, de ese ser tan idéntico a nosotros que podría ser nuestra consabida media naranja. Se han rodado decenas de películas románticas y se han escrito infinidad de novelas rosas abundando en la misma ñoñería, en la idea de que existe un ser predestinado para ti que anda dando tumbos por la Tierra y al cual conocerás si tienes suerte (y por cierto que haría falta tener muchísima suerte para colisionar en tu breve vida con ese único individuo entre los 6 000 millones de habitantes del planeta). Y es el peso de esta leyenda lo que cargaría de tragedia el ciego entrecruzar de barcos en la noche. Maldición, para una vez que te topas con el hombre o la mujer de tu vida, ¡resulta que por algún casual y menudo desencuentro no llegas a hablar, a quedar, a poder establecer una relación! Sudores y temblores.

La idea de la media naranja es un ensueño disparatado, pero también profundo y antiguo y poderoso, porque la pasión siempre es fusional, porque al amar queremos deshacernos en el otro, porque es fácil que te ciegue el espejismo de la semejanza con el amado. Cuántas veces, al empezar una relación, repetimos llenos de entusiasmo a quien nos quiera escuchar la lista de todos los detalles que nos unen: ¡A los dos nos encantan las películas de ciencia-ficción! ¡A los dos nos gusta bailar! ¡Hablamos los dos inglés! Y nos las apañamos de maravilla para ignorar todo lo que nos separa, esa lista de diferencias fundamentales que luego también endilgamos a los pacientes y resignados amigos una vez que hemos roto: ¡Era un bruto insensible incapaz de leer un solo libro! ¡Se pasaba las horas sin hablar una palabra! ¡No tenía el menor sentido del humor!

Ah, sí: ¡cómo ansiamos que nuestros amados se nos parezcan! Si pudiéramos de verdad identificarnos totalmente con alguien, si consiguiéramos unirnos a ella o a él como el dedo a la uña, nos libraríamos de la terrible soledad existencial y de la muerte que nos espera muy dentro de nosotros, agazapada. Tal vez este anhelo de la pareja idéntica no sea más que un recuerdo enterrado en nuestras células, la añoranza del útero materno, la borrosa nostalgia de ese tiempo primero en el que fuimos dos siendo sólo uno. Todos hemos sido expulsados del paraíso, y el Edén estaba hecho de carne y agua tibia; y quizá nos pasemos el resto de nuestras vidas buscando un sustituto para ese corazón que latió durante algunos meses junto al nuestro.

Luego, en realidad, nos las apañamos como podemos con lo que hay. Y nos las apañamos bastante bien, porque los humanos somos animales adaptativos por naturaleza. Quiero decir que si hay un pueblecito con treinta habitantes en mitad del desierto australiano, y no vive nadie más en cuatrocientos kilómetros a la redonda, y en el pueblo sólo hay dos adolescentes de la misma edad, es casi seguro al cien por cien que esos dos chavales van a enamorarse. Queremos querer, necesitamos querer, y lo hacemos pase lo que pase. En una gran ciudad y con una existencia más movida que la de esos supuestos adolescentes australianos, las posibilidades de elección son mucho más amplias, desde luego, pero eso no asegura un éxito mayor de la pareja. Yo creo que, en realidad, y a partir de una base mínima de compatibilidad, las relaciones dependen sobre todo de lo que uno haga con ellas. De lo que sepas dar y lo que hayas aprendido a esperar. Total, que no hay un solo trasatlántico en la noche. Digamos más bien que estamos instalados en mitad de una ruta oceánica, y los barcos vienen y van con las orquestas tocando confusa y ruidosamente.

6 comentarios:

Cristian L. dijo...

Me gustó el dicho. Queda bastante bien en muchas situaciones. La entrada te ha quedado muy bien. La media naranja y la idea de completarse ha quedado demasiado en la imaginación.

Anónimo dijo...

Ése es el problema: son tantas las cosas que nos interesan en común, que la distancia lastima más, en un mar donde debes ir convirtiéndote en el trasatlántico que mereces ser -con mucho trabajo, pero para allá debes ir-, mientras esta lanchita de lago artificial, a lo Chapultepec o Zacango, se enfila hacia el hundimiento, clandestino o no. Me faltarán horas para entender todo el mensaje, tus palabras, siempre.

Margarita dijo...

Cristian:

Muchas gracias por leerme también acá. Justo lo que hablábamos de las parejas hace semanas: hay que sentirse completo con uno mismo. No dejes de visitarnos por acá.

Margarita dijo...

Adorado Anónimo:

No seas mentiroso: no eres una lanchita de Zacango y a mí me falta mucho para llegar a transatlántico. Sabes que sigo queriéndote, que te querré mientras ame Mortal y rosa, mientras recuerde un puñado de canciones italianas, mientras añore la pareja difusa que no pudimos ser. Mientras recuerde cómo, en el silencio de un mediodía de septiembre, me enseñaste el mar y sus reflejos. Suena a siempre. No te olvido.

Anónimo dijo...

Menos te olvida esta piragua, dedicado a echarte porras para que sueltes amarras.
Seria, sinceramente.

Margarita dijo...

Adorado Anónimo:

Gracias. Muchas. Por creer en mí a pesar de mis retrasos, mi bloqueo, mi forma de no querer zafarme del puerto que sé que ya no me contiene.