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9 de agosto de 2010

Elena Garro: memoria y exilio


Por Aeri Marín


"Aquí estoy, sentado sobre esta piedra aparente. Sólo mi memoria sabe lo que encierra. Estoy y estuve en muchos ojos. Yo sólo soy memoria y la memoria que de mí se tenga". Con estas palabras, Elena Garro inaugura Los recuerdos del porvenir, novela central en la historia literaria mexicana y en el desarrollo del realismo mágico, uno de los movimientos artísticos más sólidos de Latinoamérica. Con estas palabras, también, evoca las tensiones que, de manera fatal, signaron su escritura –e, inevitablemente, su vida–: la fugacidad y el recuerdo; el olvido y la traición.

Alrededor de estos tópicos, Garro construyó una obra que, de forma paralela, se decanta en el drama –Un hogar sólido (1958) y Felipe Ángeles (1979)– y en el cuento –La semana de colores (1964) y Andamos huyendo, Lola (1980)–; en los guiones cinematográficos y en varios géneros periodísticos. En todos los casos, constituye la revelación, ávida y tempestuosa, de una conciencia exaltada, capaz de entrecruzar las manifestaciones más crudas de la realidad con la elaboración poética más compleja; el lenguaje directo con el poder de la metáfora. Sin embargo, este interesante conjunto literario se deja eclipsar por un trayecto vital contradictorio, pleno de matices que, en último término, han conducido a su autora a las orillas del mito y la desmemoria.

Hija de padre español y madre mexicana, Elena Garro nació en Puebla en diciembre de 1920; no obstante, pasó su infancia, alegre y apacible, en la Ciudad de México. Ahí, dio muestras de una asombrosa precocidad, fustigada por los inicios de la Guerra Cristera, que obligó a la familia a mudarse a Iguala. Tras una adolescencia igualmente pacífica –aunque dolorosamente marcada por las experiencias bélicas–, Garro regresó a su lugar de origen con el propósito de estudiar literatura, coreografía y teatro en la Universidad Nacional Autónoma de México.

A pesar de su determinación, no estaba segura de sus pretensiones; tampoco del rumbo que tomaría su vida: "yo no pensaba ser escritora", dijo una vez. "La idea de sentarme a escribir en vez de leer me parecía absurda. Abrir un libro era empezar una aventura inesperada. Yo quería ser bailarina o general. Mi padre creía que podía escribir por mi afición a la lectura: en ese caso, todos en la casa deberíamos ser escritores".

En efecto, su entorno terminó de colmarse de escritura con la presencia de Octavio Paz, quien también estudiaba en la Universidad y ya era considerado el poeta más prometedor de la capital mexicana. Tras un noviazgo que escandalizó a su familia y a sus amigos más cercanos, Garro abandonó sus estudios y se casó con él en 1937. Desde entonces, su existencia cobró matices erráticos, que redundarían en la solidez de su vocación y en la transformación de su personalidad. Así, ese mismo año se trasladaron a Mérida, donde Paz se desempeñó como profesor rural, y viajaron a España, donde participaron en el Congreso de Escritores Antifascistas. A su regreso, Garro dio a luz a su única hija, Helena, y Paz se incorporó al Servicio Exterior Mexicano.

Al mismo tiempo, ambos se dedicaron a perfeccionar sus recursos literarios. Mientras Paz optaba por un estilo reaccionario y reflexivo, hondamente comprometido con los conflictos de América Latina, Garro ensayaba con las posibilidades de un luminoso repertorio de voces e hilos narrativos, a través de los cuales exploraba temas como la injusticia social, la libertad política y las paradojas de la Revolución, especialmente frente al caciquismo y las condiciones miserables de la vida rural.

De este modo, su trabajo mereció un sitio privilegiado en el panorama artístico nacional; sin embargo, sus adelantos no la sorprendían y, obnubilada bajo la sombra ascendente de Paz, ella misma descartaba sus aportaciones: "No me considero original. Me ha interesado, sobre todo, tratar el tema del tiempo, porque creo que hay una diferencia entre el tiempo occidental que trajeron los españoles y el tiempo finito que existía en el mundo antiguo mexicano". Esta fuente de inspiración, que fraguó en cuentos como "La culpa es de los tlaxcaltecas", atrajo la atención sobre la cosmovisión indígena, vista más allá de las teorías del siglo XIX, centradas en la imagen del primitivismo y el buen salvaje.

Por estos motivos, algunos críticos la consideraron la escritora mexicana más importante del siglo XX; otros la señalaron como sucesora de sor Juana Inés de la Cruz y precursora del realismo mágico. Por otra parte, Garro se granjeó el apoyo y el reconocimiento de sus contemporáneos: en 1940, Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares incluyeron algunos textos suyos en Antología de literatura fantástica. No obstante, estas colaboraciones provocaron tensiones entre ella y Paz; finalmente –en una decisión tan escandalosa como su matrimonio–, la pareja se divorció en 1959.

A partir de la separación, Garro se sintió más libre y expresó opiniones inevitablemente radicales. Por ello, en 1968, no dudó en sucumbir a la confusión y culpar a un grupo de intelectuales por la masacre de Tlatelolco. Estas acusaciones –sumadas a una leyenda negra que la asociaba al espionaje gubernamental y a la locura– le ocasionaron el rechazo general de la comunidad artística mexicana y marcaron su entrada al territorio de los exiliados, del cual ya no consiguió volver.

Este aislamiento, además, asumió distintas vertientes. En prinicipio, sus comentarios la expulsaron de una Ciudad Letrada que se apuntalaba alrededor de Paz. Enseguida, se vio obligada a abandonar el país. Instalada durante veinte años en Estados Unidos y en Francia, su escritura, lúcida y fortalecida, se consagró a la indagación de los temas desterrados de la historia nacional, desde las penumbras de la Conquista hasta las sombras de la Guerra Cristera, cuyas intenciones originales comenzaban a diluirse.

De regreso en México, su obra, cada vez más intermitente, se prolongó hasta el 23 de agosto de 1998, cuando el cáncer de pulmón le arrebató la vida. Para entonces, la figura de Garro se había convertido en la encarnación de sus propias palabras, expuestas en Los recuerdos del porvenir: "quisiera no tener memoria o convertirme en el piadoso polvo para escapar a la condena de mirarme". Sin embargo, sus libros aún convocan la huella de su paso y la firmeza de sus aspiraciones: innovar la expresión literaria y fijar la mirada en las zonas oscuras, olvidadas, de la historia de México.



* Texto originalmente publicado en el número de agosto de la Agenda Cultural AcéRcaTE, del Instituto Mexiquense de Cultura.

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