Por Blanca Álvarez Caballero*
9:00 a.m. Llegué a la escuela para dar clase de morfología del español, pero no hubo asistencia de los alumnos. Hicieron puente. Poco después me enteré de que veían Bob esponja desde su cama, entre otras historietas televisivas.
9:30. Me asomé al salón contiguo, en el cual impartiría clase a las once. Pregunté a un alumno qué materia cursaban. Me contestó: “Inglés 4”. Me trasladé al centro del pueblo para desayunar en la fonda de siempre.
10:00. El plato de huevos divorciados iba a la mitad, lo mismo que el café. El lugar estaba casi repleto de comensales. Llegaron cuatro gringos, tal vez turistas admiradores de volcanes, tal vez empresarios medianos, con su escándalo USA. De inmediato corrió la mesera llenita, güerita ranchera, ojos verde-azul, con pose de empleada de restaurante finolis, desbordantemente alegre: “Good morning. It’s nice to me…I have for breakfast…” ¡All in english, of course! Con el alarde del volumen alto para que los presentes notáramos que no por ser una waiter regordeta y de pueblito no sabría hablar inglés. ¡Yeah! Cuando la mujer terminó su discurso, uno de los american-way-of-life le contestó desafiante y con mucha ironía: “Quiero café con leche, chilaquiles”.
Ella lo miró atónita un momento y huyó a la cocina. Los gringos soltaron la carcajada. Uno se dio el lujo de gritar desde su asiento: “¡Señorita, me too café con leche! Ja, ja”. Acto seguido, tres preparatorianas cambiaron de mesa para estar cerca de ellos. Pasaron y pasaron por su mesa con el pretexto de ir al baño. Por sus miradas, los extranjeros las hallaron feas: ¿cómo se iban a fijar en unas morenas de rasgos toscos y clase media baja? Regresó la mesera. Volvió a hablar en inglés, pero más fuerte y con más empeño. Los gringos respondieron con unas palabras en español y otras en su lengua por diversión. Ella fingió no notarlo. Continuó desviviéndose por ellos, aunque con incómodas sonrisas. Al fondo Zapata e Hidalgo miraban impertérritos la escena desde sus fotos más conocidas.
10:40. Caminé dos cuadras a mi casa para recoger unos documentos. Debí atravesar el desfile. Subí a mi departamento. De nuevo veía el desfile, pero ahora por la ventana. Comerciantes y bicitaxistas se congraciaban con posturas acrobáticas de estudiantes que lucían minifalda, mientras cantaban: “Las porristas-las porristas/ de la escuela-de la escuela…”, así como al contemplar las danzas hawaianas de otras chicas, con atuendo y todo; tampoco pudieron faltar los brincos de unas más con fondo de Madonna: “Like a virgen, ¡hu!” y hasta un pequeño grupo de niños de pre-escolar en una camioneta se sincronizaron al ritmo de un viejo rock and roll. También la prepa de mi universidad contribuyó a tan infame festividad, si bien con pants oficiales de la institución y con movimientos menos llamativos, en tanto una endeble mexicanidad nos miraba al fondo, simbolizada en muñecas de tela y cartón, rígidas y con cara de palo, como el material del que estaban hechas, sostenidas por adolescentes que reían. Sólo faltó que las quemaran o las tiraran a la basura; quizá después lo hicieron.
11:15. Regresé a la escuela. Debía impartir clase de semiótica. Revisaría con mis alumnos una tesis consistente en un análisis semiótico estructural de Peanuts visto como una forma de sociedad ideal norteamericana. Sí, un texto pro gringolandia. Mi consuelo fue que criticamos la postura exageradamente globalizada del tesista, la maniquea forma de justificar el comportamiento norteamericano avasallador por parte del sustentante de esa tesis. Le dimos de piñatazos al texto y reconocimos diversas carencias de ese modo de titulación, así como de múltiples “aplicaciones” mal hechas (uso de la técnica de cortar y pegar citas) de recetas semióticas a la estrecha dimensión universitaria que va desde estructuralistas rancios hasta teorías contemporáneas exquisitas. Concluí con mis alumnos en cerrar ya el curso de semiótica (¡focking!) y leer, mejor, en el poco tiempo que nos queda, algunos artículos de México hoy, de don Pablo González Casanova y Ensayo de mi dulce gozo, de mi amigo Enrique Villada.
Ese día entendí que muchas formas de racismo extranjero en nuestro propio país provienen de degradante complacencia mexicana hacia los rubios, especialmente hacia los estadounidenses. Nos ponemos de tapete para ellos por un alarde que esconde nuestra inseguridad, como la mesera de aquel restaurante. Ella no necesitaba hacer eso, ni siquiera por dinero, pues su negocio siempre está lleno. Pero cayó en una conducta indigna, como lo hicieron los estudiantes en el desfile de este pueblo (all of them) y seguramente de otros más, así como de diversas ciudades mexicanas, al denigrar y deculturar el sentido de la Revolución Mexicana y de la mexicanidad con canciones vacuas y baile estilo York. Pero acaso el comportamiento más indigno proviene de maestros, padres de familia y autoridades –incluso las de izquierda, pues esto ocurrió en un pueblo mexiquense gobernado por un partido de izquierda- que nos hacen no distinguir entre los diversos héroes mexicanos, rebajarnos ante el extranjero burlón en nuestra propia tierra y realizar desfiles con Madonna para celebrar las hazañas y locuras no de Pancho Villa, sino de los participantes del desfile.
¿De qué nos sirve leer en secundaria, prepa y licenciatura En torno a la cultura mexicana, El perfil del hombre y escuchar a Lila Downs? ¿De qué nos sirve, entonces, saber por las noticias que el gobierno de Texas pretende construir paredes virtuales antiinmigrantes si nuestra actitud ante el agresor imperialista es la ser-vil de siempre? ¿De qué nos sirve saber que a diario mueren soldados de origen mexicano en diversos y lejanos países enviados absurdamente y por tiempo indefinido por dirigentes estadounidenses que beben café en cómodas oficinas? ¿De qué nos sirve saber que cada vez más el país “vecino” busca nuevas formas y excusas para deportar mexicanos?
Hace poco conocí en un congreso sobre literatura hispanoamericana a una pareja de profesores de origen mexicano que trabajan en Idaho, un condado estadounidense fronterizo con Canadá, los cuales me platicaron diversas expresiones de discriminación que han padecido en Estados Unidos no sólo por parte de güeritos gringos, sino también de residentes mexicanos blanquitos que niegan la original cruz de su parroquia en cuanto pueden, de residentes sudamericanos de ojo azul, especialmente argentinos, así como de orientales de procedencia japonesa. Me platicaron diversas historias kafkianas sobre deportaciones que ocurren a diario, como el caso de un chico hijo de padres mexicanos campesinos, pero ya ciudadanos estadounidenses. El muchacho, quien por cierto contaba con buenas calificaciones, solicitó aplicar examen para ingresar a la universidad donde trabajan mis colegas. En ese momento ciertas autoridades se enteraron de que el estudiante no contaba con papeles que lo avalaran como ciudadano de ese país, aun cuando toda su vida había vivido allá, por lo que iniciaron trámites para deportarlo a México. ¿Qué podría hacer un adolescente en nuestro país sin conocer la cultura mexicana, el idioma y sin tener un solo familiar aquí?
¿Cuándo cambiaremos? Cuando las autoridades gubernamentales de nuestro país sustituyan esos superfluos desfiles de piernas y ojos voyeristas por actividades históricas, científicas y artísticas que nos hagan comprender el proceso de la Revolución Mexicana. Cuando las autoridades universitarias nacionales acepten que los cada vez más severos modelos educativos globalizados atrofian la creatividad artística y el bagaje identitario tanto personales como colectivos. Cuando los padres de familia vean menos taranovelas mexicanas y teleseries bobas gringas y en cambio lean más sobre cultura mexicana y universal. Cuando los empleados mexicanos, todos, tratemos bien primero a los compatriotas y después a los vecinos inmediatos. Cuando los mexicanos nos aferremos a fomentar una vida digna, sustentada en valores benéficos para nuestra sociedad (respeto, responsabilidad, tolerancia, etc.) y en una identidad cultural no folclorista. Cuando los chicanos no traten mal a los ilegales y a los turistas mexicanos; cuando no nieguen su origen y ni el idioma español. Cuando no olvidemos nuestro compromiso como mexicanos desde lo cotidiano hasta lo más científico.
9:00 a.m. Llegué a la escuela para dar clase de morfología del español, pero no hubo asistencia de los alumnos. Hicieron puente. Poco después me enteré de que veían Bob esponja desde su cama, entre otras historietas televisivas.
9:30. Me asomé al salón contiguo, en el cual impartiría clase a las once. Pregunté a un alumno qué materia cursaban. Me contestó: “Inglés 4”. Me trasladé al centro del pueblo para desayunar en la fonda de siempre.
10:00. El plato de huevos divorciados iba a la mitad, lo mismo que el café. El lugar estaba casi repleto de comensales. Llegaron cuatro gringos, tal vez turistas admiradores de volcanes, tal vez empresarios medianos, con su escándalo USA. De inmediato corrió la mesera llenita, güerita ranchera, ojos verde-azul, con pose de empleada de restaurante finolis, desbordantemente alegre: “Good morning. It’s nice to me…I have for breakfast…” ¡All in english, of course! Con el alarde del volumen alto para que los presentes notáramos que no por ser una waiter regordeta y de pueblito no sabría hablar inglés. ¡Yeah! Cuando la mujer terminó su discurso, uno de los american-way-of-life le contestó desafiante y con mucha ironía: “Quiero café con leche, chilaquiles”.
Ella lo miró atónita un momento y huyó a la cocina. Los gringos soltaron la carcajada. Uno se dio el lujo de gritar desde su asiento: “¡Señorita, me too café con leche! Ja, ja”. Acto seguido, tres preparatorianas cambiaron de mesa para estar cerca de ellos. Pasaron y pasaron por su mesa con el pretexto de ir al baño. Por sus miradas, los extranjeros las hallaron feas: ¿cómo se iban a fijar en unas morenas de rasgos toscos y clase media baja? Regresó la mesera. Volvió a hablar en inglés, pero más fuerte y con más empeño. Los gringos respondieron con unas palabras en español y otras en su lengua por diversión. Ella fingió no notarlo. Continuó desviviéndose por ellos, aunque con incómodas sonrisas. Al fondo Zapata e Hidalgo miraban impertérritos la escena desde sus fotos más conocidas.
10:40. Caminé dos cuadras a mi casa para recoger unos documentos. Debí atravesar el desfile. Subí a mi departamento. De nuevo veía el desfile, pero ahora por la ventana. Comerciantes y bicitaxistas se congraciaban con posturas acrobáticas de estudiantes que lucían minifalda, mientras cantaban: “Las porristas-las porristas/ de la escuela-de la escuela…”, así como al contemplar las danzas hawaianas de otras chicas, con atuendo y todo; tampoco pudieron faltar los brincos de unas más con fondo de Madonna: “Like a virgen, ¡hu!” y hasta un pequeño grupo de niños de pre-escolar en una camioneta se sincronizaron al ritmo de un viejo rock and roll. También la prepa de mi universidad contribuyó a tan infame festividad, si bien con pants oficiales de la institución y con movimientos menos llamativos, en tanto una endeble mexicanidad nos miraba al fondo, simbolizada en muñecas de tela y cartón, rígidas y con cara de palo, como el material del que estaban hechas, sostenidas por adolescentes que reían. Sólo faltó que las quemaran o las tiraran a la basura; quizá después lo hicieron.
11:15. Regresé a la escuela. Debía impartir clase de semiótica. Revisaría con mis alumnos una tesis consistente en un análisis semiótico estructural de Peanuts visto como una forma de sociedad ideal norteamericana. Sí, un texto pro gringolandia. Mi consuelo fue que criticamos la postura exageradamente globalizada del tesista, la maniquea forma de justificar el comportamiento norteamericano avasallador por parte del sustentante de esa tesis. Le dimos de piñatazos al texto y reconocimos diversas carencias de ese modo de titulación, así como de múltiples “aplicaciones” mal hechas (uso de la técnica de cortar y pegar citas) de recetas semióticas a la estrecha dimensión universitaria que va desde estructuralistas rancios hasta teorías contemporáneas exquisitas. Concluí con mis alumnos en cerrar ya el curso de semiótica (¡focking!) y leer, mejor, en el poco tiempo que nos queda, algunos artículos de México hoy, de don Pablo González Casanova y Ensayo de mi dulce gozo, de mi amigo Enrique Villada.
Ese día entendí que muchas formas de racismo extranjero en nuestro propio país provienen de degradante complacencia mexicana hacia los rubios, especialmente hacia los estadounidenses. Nos ponemos de tapete para ellos por un alarde que esconde nuestra inseguridad, como la mesera de aquel restaurante. Ella no necesitaba hacer eso, ni siquiera por dinero, pues su negocio siempre está lleno. Pero cayó en una conducta indigna, como lo hicieron los estudiantes en el desfile de este pueblo (all of them) y seguramente de otros más, así como de diversas ciudades mexicanas, al denigrar y deculturar el sentido de la Revolución Mexicana y de la mexicanidad con canciones vacuas y baile estilo York. Pero acaso el comportamiento más indigno proviene de maestros, padres de familia y autoridades –incluso las de izquierda, pues esto ocurrió en un pueblo mexiquense gobernado por un partido de izquierda- que nos hacen no distinguir entre los diversos héroes mexicanos, rebajarnos ante el extranjero burlón en nuestra propia tierra y realizar desfiles con Madonna para celebrar las hazañas y locuras no de Pancho Villa, sino de los participantes del desfile.
¿De qué nos sirve leer en secundaria, prepa y licenciatura En torno a la cultura mexicana, El perfil del hombre y escuchar a Lila Downs? ¿De qué nos sirve, entonces, saber por las noticias que el gobierno de Texas pretende construir paredes virtuales antiinmigrantes si nuestra actitud ante el agresor imperialista es la ser-vil de siempre? ¿De qué nos sirve saber que a diario mueren soldados de origen mexicano en diversos y lejanos países enviados absurdamente y por tiempo indefinido por dirigentes estadounidenses que beben café en cómodas oficinas? ¿De qué nos sirve saber que cada vez más el país “vecino” busca nuevas formas y excusas para deportar mexicanos?
Hace poco conocí en un congreso sobre literatura hispanoamericana a una pareja de profesores de origen mexicano que trabajan en Idaho, un condado estadounidense fronterizo con Canadá, los cuales me platicaron diversas expresiones de discriminación que han padecido en Estados Unidos no sólo por parte de güeritos gringos, sino también de residentes mexicanos blanquitos que niegan la original cruz de su parroquia en cuanto pueden, de residentes sudamericanos de ojo azul, especialmente argentinos, así como de orientales de procedencia japonesa. Me platicaron diversas historias kafkianas sobre deportaciones que ocurren a diario, como el caso de un chico hijo de padres mexicanos campesinos, pero ya ciudadanos estadounidenses. El muchacho, quien por cierto contaba con buenas calificaciones, solicitó aplicar examen para ingresar a la universidad donde trabajan mis colegas. En ese momento ciertas autoridades se enteraron de que el estudiante no contaba con papeles que lo avalaran como ciudadano de ese país, aun cuando toda su vida había vivido allá, por lo que iniciaron trámites para deportarlo a México. ¿Qué podría hacer un adolescente en nuestro país sin conocer la cultura mexicana, el idioma y sin tener un solo familiar aquí?
¿Cuándo cambiaremos? Cuando las autoridades gubernamentales de nuestro país sustituyan esos superfluos desfiles de piernas y ojos voyeristas por actividades históricas, científicas y artísticas que nos hagan comprender el proceso de la Revolución Mexicana. Cuando las autoridades universitarias nacionales acepten que los cada vez más severos modelos educativos globalizados atrofian la creatividad artística y el bagaje identitario tanto personales como colectivos. Cuando los padres de familia vean menos taranovelas mexicanas y teleseries bobas gringas y en cambio lean más sobre cultura mexicana y universal. Cuando los empleados mexicanos, todos, tratemos bien primero a los compatriotas y después a los vecinos inmediatos. Cuando los mexicanos nos aferremos a fomentar una vida digna, sustentada en valores benéficos para nuestra sociedad (respeto, responsabilidad, tolerancia, etc.) y en una identidad cultural no folclorista. Cuando los chicanos no traten mal a los ilegales y a los turistas mexicanos; cuando no nieguen su origen y ni el idioma español. Cuando no olvidemos nuestro compromiso como mexicanos desde lo cotidiano hasta lo más científico.
* Universitaria, profesora de literatura, poeta, correctora de estilo y periodista cultural. Becaria por el FOCAEM en 2004 y 2007. Tiene publicados los poemarios Amanecer incierto y solitario (IMC, 2001) y Ausencia del marino (IMC, 2004).
** La imagen corresponde al segmento “México folclórico y turístico”, del mural Carnaval de la vida mexicana, pintado por Diego Rivera en 1936.
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