Por Paloma Moreto
Dadas las precarias condiciones en que se desarrolla el arte contemporáneo, siempre hay mucho por discutir en torno a los festivales culturales mexicanos. Desde su justificación –¿constituyen una oportunidad para llevar las expresiones artísticas del mundo a distintos rincones del país?, ¿son, más bien, cercos institucionales para apacentar y controlar la inquietud de los intelectuales y su público?– hasta su utilidad –¿contribuyen a difundir entre la gente un genuino interés por la cultura o representan una necesidad burocrática?–, sin olvidar el presupuesto que se les destina y la cantidad y calidad de sus participantes, conforman un mosaico de dudas, certezas y debates que –no obstante la dificultad de las circunstancias y el desánimo predominante en un ámbito considerado inútil o prescindible– se renuevan cada año, independientemente de sus orígenes y enfoques.
Por tales razones, este tipo de festivales se ha convertido en una tradición duradera –forzada, si se quiere, puesto que la mayoría ha emanado, más que de las aspiraciones de la audiencia o de los artistas, de la iniciativa, plena de matices, de diversas instancias gubernamentales–, que consigue despertar, si no una arrobada pasión por las manifestaciones culturales en ellos contenidas, la curiosidad y las expectativas del público. De este modo, no es extraño atestiguar el nacimiento de nuevos festivales –como el de las Almas, cuya emisión número cinco, efectuada en territorio vallesano, concluyó el pasado 3 de noviembre– y el fortalecimiento de los ya existentes –como el Internacional Cervantino, el cual acaba de celebrarse, en Guanajuato, por trigésimo quinta ocasión–. De manera paralela, resulta interesante observar la creciente convivencia entre aquéllos que poseen un corte esencialmente institucional, como el del Alfeñique, llevado a cabo en el centro de Toluca, con algunas proposiciones autónomas –contrapuestas, además, al canon instaurado por la visión oficial; por lo tanto, enfrentadas a sus propios problemas, que no abordaré aquí–, como la Otra Quimera, verificada, en distintos foros ubicados en Metepec, el 27 y 28 de octubre.
No obstante, abandonando el terreno de las disparidades, los festivales artísticos vienen encadenados a lo largo de una misma temporada y se encuentran hermanados, más allá de sus intenciones explícitas, por un simbolismo –probablemente– involuntario. Un rápido vistazo entre sus fechas indica que la mayoría comienza con la entrada del otoño, estación durante la cual, en épocas más próximas a los ciclos naturales de la tierra que al acoso del calendario, se alcanza la madurez y se desenvuelven la cosecha, la siega y la vendimia. No se trata de una simple casualidad: los festivales, en efecto, sirven para recolectar, por un lado –tanto en los casos gubernamentales como en los independientes–, los aciertos y los errores de las políticas culturales gestadas durante el año; por otro, los logros y las fallas del trabajo de los artistas, especialmente en el momento de enfrentarse a un público variado y multiforme, pero siempre exigente; asimismo, facilitan las condiciones para sondear, de forma directa, los intereses –e, incluso, las concepciones de estética y de belleza– del auditorio. En último término, producen un delicioso alimento momentáneo, pues, si bien un acontecimiento anual no basta para estimular un interés permanente por la cultura –del mismo modo que una golondrina no hace verano–, puede significar la construcción de un punto de partida, siempre y cuando se siga trabajando. Que no es tarea sencilla, visto el desorden en el que marcha, a trompicones y con hambruna, nuestro país.
* Texto correspondiente a la plana cultural del mes de noviembre.
Dadas las precarias condiciones en que se desarrolla el arte contemporáneo, siempre hay mucho por discutir en torno a los festivales culturales mexicanos. Desde su justificación –¿constituyen una oportunidad para llevar las expresiones artísticas del mundo a distintos rincones del país?, ¿son, más bien, cercos institucionales para apacentar y controlar la inquietud de los intelectuales y su público?– hasta su utilidad –¿contribuyen a difundir entre la gente un genuino interés por la cultura o representan una necesidad burocrática?–, sin olvidar el presupuesto que se les destina y la cantidad y calidad de sus participantes, conforman un mosaico de dudas, certezas y debates que –no obstante la dificultad de las circunstancias y el desánimo predominante en un ámbito considerado inútil o prescindible– se renuevan cada año, independientemente de sus orígenes y enfoques.
Por tales razones, este tipo de festivales se ha convertido en una tradición duradera –forzada, si se quiere, puesto que la mayoría ha emanado, más que de las aspiraciones de la audiencia o de los artistas, de la iniciativa, plena de matices, de diversas instancias gubernamentales–, que consigue despertar, si no una arrobada pasión por las manifestaciones culturales en ellos contenidas, la curiosidad y las expectativas del público. De este modo, no es extraño atestiguar el nacimiento de nuevos festivales –como el de las Almas, cuya emisión número cinco, efectuada en territorio vallesano, concluyó el pasado 3 de noviembre– y el fortalecimiento de los ya existentes –como el Internacional Cervantino, el cual acaba de celebrarse, en Guanajuato, por trigésimo quinta ocasión–. De manera paralela, resulta interesante observar la creciente convivencia entre aquéllos que poseen un corte esencialmente institucional, como el del Alfeñique, llevado a cabo en el centro de Toluca, con algunas proposiciones autónomas –contrapuestas, además, al canon instaurado por la visión oficial; por lo tanto, enfrentadas a sus propios problemas, que no abordaré aquí–, como la Otra Quimera, verificada, en distintos foros ubicados en Metepec, el 27 y 28 de octubre.
No obstante, abandonando el terreno de las disparidades, los festivales artísticos vienen encadenados a lo largo de una misma temporada y se encuentran hermanados, más allá de sus intenciones explícitas, por un simbolismo –probablemente– involuntario. Un rápido vistazo entre sus fechas indica que la mayoría comienza con la entrada del otoño, estación durante la cual, en épocas más próximas a los ciclos naturales de la tierra que al acoso del calendario, se alcanza la madurez y se desenvuelven la cosecha, la siega y la vendimia. No se trata de una simple casualidad: los festivales, en efecto, sirven para recolectar, por un lado –tanto en los casos gubernamentales como en los independientes–, los aciertos y los errores de las políticas culturales gestadas durante el año; por otro, los logros y las fallas del trabajo de los artistas, especialmente en el momento de enfrentarse a un público variado y multiforme, pero siempre exigente; asimismo, facilitan las condiciones para sondear, de forma directa, los intereses –e, incluso, las concepciones de estética y de belleza– del auditorio. En último término, producen un delicioso alimento momentáneo, pues, si bien un acontecimiento anual no basta para estimular un interés permanente por la cultura –del mismo modo que una golondrina no hace verano–, puede significar la construcción de un punto de partida, siempre y cuando se siga trabajando. Que no es tarea sencilla, visto el desorden en el que marcha, a trompicones y con hambruna, nuestro país.
* Texto correspondiente a la plana cultural del mes de noviembre.
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