Hace poco más de un mes, mi jefa de prensa me asignó la tarea de entrevistar al director del Museo de Arte Moderno del Estado de México, Carlos Olvera Avelar. Por lo general, las entrevistas me resultan difíciles y desgastantes: en medio de la trepidante rutina diaria, es complicado lograr el entrevistado, siempre con cosas más interesantes por hacer, y yo coincidamos; además, en muchas ocasiones, ni él ni yo tenemos muy claro cuál es el objetivo de nuestra charla. Sin embargo, en esta ocasión ocurrió todo lo contrario: Olvera se mostró muy accesible y, de una manera sorprendente, me ayudó a descubrir las maravillas de un museo que, hasta entonces, sólo había visitado por motivos de trabajo. Vale la pena visitarlo. Como invitación, les dejo este comunicado, que, no obstante, apenas refleja el resultado de la entrevista.
Toluca, Estado de México.- A primera vista, el Museo de Arte Moderno del Estado de México se distingue por su peculiar disposición: situado en un terreno levemente elevado, sobresale a un costado de la explanada del Centro Cultural Mexiquense. Su forma circular evoca toda clase de objetos: desde un platillo forrado de aluminio hasta una curiosa nave espacial; de esta manera, revela sus propósitos iniciales: antes de convertirse en un foro destinado a resguardar algunas de las manifestaciones artísticas contemporáneas más relevantes, fue concebido como un planetario. El objetivo sigue siendo semejante: presentar al público un fragmento del cosmos; en este caso, una fracción del universo plástico mexicano.
En efecto, este recinto museográfico ofrece, más allá del célebre mural atmosférico de Leopoldo Flores y de sus frecuentes exposiciones temporales, un acervo rico y variado, que se mantiene en movimiento continuo. Acostumbradas a interactuar con un amplio conjunto de obras itinerantes, sus casi 800 piezas engloban un grupo particular, constituido por alrededor de 60 trabajos que pueden considerarse verdaderos tesoros artísticos del siglo XX.
De acuerdo con Carlos Olvera Avelar, director del Museo, dicha afirmación se sostiene en dos criterios: la importancia del autor y la trascendencia de su obra. En este caso, la valoración depende del segundo de estos factores, pues “si bien el Museo cuenta con un inventario de autores muy importantes, éstos tienen presencia en otros museos de arte moderno del país”. No obstante, desde la perspectiva de Bertha Taracena, una de las críticas de arte más respetadas de la República, el Museo de Arte Moderno del Estado de México exhibe numerosas obras maestras de estos autores; por lo tanto, destaca en el panorama pictórico nacional.
Entre las obras que le confieren este reconocimiento resaltan “Me mato por una mujer traidora” (1924), acuarela sobre papel de Abraham Ángel; “Presagio” (sin fecha), óleo sobre tela de Guillermo Fernández Ledesma; “Ofrenda” (sin fecha), óleo sobre tela de Francisco Goitia, y “Sin título” (1924), temple sobre papel de Rufino Tamayo. Asimismo, llaman la atención “Coloquio de la niña y la muerte” (1959), óleo sobre masoquite de Gabriel Fernández Ledesma y “Mujer mexicana” (1943) óleo sobre tela de María Izquierdo. El primero de ellos ha viajado por distintos continentes; el segundo encarna toda una escuela de trazos vigorosos y colores brillantes.
Además, esta suma de manifestaciones pictóricas comparte algunos rasgos comunes, que convierten su contenido en obras cumbres del arte mexicano. Según Olvera Avelar, éstas fueron realizadas en una época caracterizada por la consolidación de la visión de los pintores sobre la realidad social de México; es decir, en un momento en el cual la identidad nacional comenzaba a cobrar sentido. Esta transformación colectiva se transfirió, inevitablemente, al terreno artístico: después del movimiento revolucionario, los pintores abandonaron la imitación de la iconografía europea; así, volvieron la mirada a las riquezas visuales de nuestro país: “antes de la Revolución, los motivos populares mexicanos, como los colores que Diego Rivera empezó a emplear, eran considerados de mal gusto”. Sin embargo, en la actualidad, representan una fracción de nuestra historia y nuestra tradición.
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