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2 de marzo de 2009

Miradas añejas (primera parte)


Por María Guadalupe Díaz Guerra

Luchaba entre varias memorias
y la memoria de lo sucedido
era la única irreal para él
- Elena Garro

Es importante el rescate –pero, sobre todo, el reconocimiento y la divulgación– de lo que saben los de antes, los abuelos, acerca del crecimiento o del desarrollo de un pueblo y, por qué no, de una nación, pues, a diferencia de los textos de la historia oficial, en ellos se encuentran las memorias y las raíces a las que pertenecen. Desde esta perspectiva, lo que importa es conocer y reconocer la historia desde quienes la vivieron y la viven, que no es precisamente la versión de los historiadores, sino la de los viejos, quienes guardan las historias.

El hecho de hacer memoria conlleva una reflexión y, por qué no, una interpretación de lo vivido, en la cual el proceso de rememoración está ligado a la búsqueda de los recuerdos, en tiempos y espacios distintos. Éstos resultan de suma importancia, pues, a partir de ambos elementos, se da una construcción psíquica o mental de los acontecimientos pasados, que, si bien no son fidedignos, sí se someten a una posible realidad. En otras palabras, la imagen mental que se extrae de la memoria se observa o se reconstruye en función de aquello que se pretende enunciar, lo cual permite establecer un diálogo entre lo que se quiere decir y lo que se recuerda. Dialogan, por tanto, infinidad de tiempos y espacios: los presentes –por decirlo de alguna manera–, con los pasados y los futuros, siempre de acuerdo con un espacio de experiencias, un horizonte de expectativas y una suma de posiciones y perspectivas que se ajustan a posibles cambios y que, de manera conjunta, crean lo que Paul Ricoeur llama “presente histórico”; aquello que Elena Garro atinadamente nombró “los recuerdos del porvenir”. Así, cada persona puede constantemente ir y venir en el mar de los recuerdos de formas incomparables, avivando múltiples reflexiones e interpretaciones.

Si se trata de hablar de los recuerdos y la memoria, no hay nada mejor que cederle la voz a aquellos que quieren hablar y hacer historia: don Bernardo Díaz y doña Francisca de la Cruz. Ambos pertenecen a realidades distintas, pero tienen algo en común: la palabra hecha viento, la palabra cantada y contada, la palabra oral.

A sus 75 años, tras una sonrisa desdentada, el cabello encanecido y la mirada siempre en busca del recuerdo, Bernardo Díaz Hernández sigue luchando por la sobrevivencia, en un país donde los conflictos políticos y sociales, incluyendo las constantes devaluaciones de la moneda nacional, están a flor de piel. Desde el lejano pueblo de Santa María de Güido, en Morelia, Michoacán, don Berna, el General, platica de su infancia y adolescencia difusas, llenas de penurias y hambres; de una madurez con sabor a licor y de una vejez todavía cargada de trabajo.

Del otro lado de la moneda se encuentra Francisca de la Cruz, una mujer de andar lento pero seguro, con la mirada cargada de sueños e imágenes de antes, deseosa de contarlas a quien sea capaz de escuchar y entender. Una mujer de carácter jovial y divertido, que sólo se atreve a recordar con los ojos cerrados. Una mujer que, a sus 67 años, todavía disfruta de un buen mambo o un danzón, los ritmos que espera escuchar cuando llegue al cielo –si es que en este mundo aún cabe la posibilidad de creer en él–. Música, sí, mucha música para poder bailar con su esposo, a quien, en definitiva, no piensa dejar nunca.

Sus relatos se entrelazan para dar paso a la historia que no va a quedar asentada en los libros, sino en las memorias de quienes se hayan acercado a ellos para aprender de su experiencia, que no es poca, y escuchar lo que tienen que decir.

Al respecto, don Bernardo dice: “Nací el 20 de agosto de 1933 en Santa María de Güido, lugar donde he radicado casi toda la vida. Fui el quinto hijo de siete hermanos. Estudié hasta tercer grado de primaria porque no había el suficiente capital para seguir estudiando. Mis padres, Félix Díaz Chávez y Catalina Hernández Hurtado, siempre fueron buenas personas con mis hermanos y conmigo; bueno, a veces nos golpeaban, pero era por desobedientes. Por ejemplo, a mi hermano Roberto y a mí, nos golpeaba mi madre porque nacimos zurdos. Siempre fuimos pobres, mi padre se emborrachaba mucho y nos dejaba en el abandono. Él fue zapatero, pero, como el vino lo hizo caer, vendió sus máquinas para coser y terminó de remendón. Mi madre, en cambio, lavaba y hacía quehacer ajeno para darnos de comer. Cuando me salí de la primaria tuve que trabajar, me levantaba a las cinco de la mañana para llevar a almorzar a los bueyes por Barranca Seca, una loma no lejos del pueblo; a las nueve, yo, junto con mis hermanos y otros muchachos, sembraba frijoles y maíz en las huertitas que rentábamos. Era el tiempo de la hambruna, despuecito de los cristeros. Santa María, más que pueblo, parecía rancho: había caballos, vacas, puercos, chivos, gallinas y carretas con bueyes; eso sí, nada era de la gente como nosotros, sino de los pocos hacendados que quedaron”.


(continúa en el próximo número)



* Texto publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente al mes de marzo.



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