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5 de abril de 2009

Miradas añejas (segunda parte)



Por María Guadalupe Díaz Guerra

“La casa donde vivimos fue del presidente, don Pascual Ortiz Rubio. Mi madre trabajó ahí de sirvienta y cuando vino la Revolución se quedó cuidándola. Con el tiempo, nadie llegó a reclamar la propiedad y pasó a manos de ella. El arreglo de las escrituras salió en 500 pesos. Mi madre nos contaba que don Pascual se fue con los de fuera cuando la Revolución entró a Santa María por la loma de la Puerta Blanca. Hacía ahí corrieron todos los soldados. Del kiosco salían los cañonazos y balazos que tumbaron casi al pueblo entero”.

“Terminé la primaria ya grande, como a los 50 años, por iniciativa de la fábrica de muebles de madera Señal S. A. de C.V., que llegó a Santa María, creo, cuando yo tenía 18 años. Fui de las primeras contrataciones. Ahí aprendí a trabajar la madera y me hice carpintero. Entraba a las ocho de la mañana y salía a la una a comer; volvía a las dos y el día terminaba a las cinco de la tarde. Comencé ganando 75 pesos, pero conforme iba aprendiendo y hacía cosas más detalladas el sueldo subía. Por desgracia, salí a mi padre y lo poco que ganaba me lo gastaba en vino. Pero no todo el tiempo que trabajé en esa empresa fue malo, me gustaba el deporte, en especial el básquetbol y el fútbol. A pesar de mi mediana estatura, tengo un trofeo en básquetbol, por mejor canastero, y en fútbol, ni qué decir, fui uno de los fundadores del Club Santa María, que obtuvo varios trofeos y que, actualmente, tiene primera y segunda división y hasta reservas”.

“Con algunos achaques y ya jubilado, sigo trabajando. Todos los días salgo a las ocho de la mañana rumbo a la bandera monumental, un mirador que está sobre la carretera que lleva a Jesús del Monte, otro pueblo de Morelia. Ahí barro y recojo basura, además de que no dejo de trabajar la madera. Estoy haciéndole un buró a mi mujer. Siempre es bueno mantenerse activo, ya que en esta perra vida que en lo particular me tocó vivir, uno tiene que ver de dónde rasca para sacar un poco más, por que si no se gana se pierde y lo único que queda cuando uno muere es el cadáver. El alma, el alma, pues también se muere”.

Por su parte, doña Francisca no se queda atrás y cuenta: “Nací en el rancho de San Lorenzo en el año de 1941, cuando Pascual Ortiz Rubio ocupaba la presidencia. San Lorenzo era un rancho, bueno, pues, una zona… cómo le dicen… ejidal. Tenía su casco a unos cuantos metros de la iglesia. Las casas eran de adobe y teja. Cerca de la casa grande, donde vivían los patrones, había una galera enorme donde se almacenaba el maíz, rodeada de árboles de pera, granada, capulín y durazno, además de que en ese lugar se cultivaban la lechuga y la fresa. Esa era la zona de los trabajadores donde viví y crecí”.

“Mi padre fue mayordomo de la casa principal, por eso nosotras, mi madre, mis hermanas y yo, teníamos acceso a ella. Era retebonita. También, dentro del casco, había un establo donde vivían vacas, cabritas y borreguitos. ¡Te digo que era un rancho!, con su estanque y toda la cosa, con perdón de ustedes. En ese lugar se hallaban hartos gansos, patos y hasta pececitos”.

“Cuando había que sembrar o cosechar, mi padre se iba solo, por que mi madre decía que no le gustaba andar en la milpa. Así me crié yo, jamás anduve entre milpas y, por eso, seguí los pasos de mi madre: fui y todavía soy sirvienta. Con decirles que una vez, cuando vivía en México con mi esposo y mi hija, me tocó plancharle a una de esas estrellas de cine que salía en las películas con Pedro Infante: se llamaba Dolores del Río. Cuando entré a su casa y vi sus retratos junto a Pedro, casi me voy de espaldas, pero no me fui nomás por no dar qué decir y quedar mal, porque, eso sí, nunca fui tan ignorante, yo me fui dando una idea de las cosas que pasaban a mi alrededor. Por ejemplo, descubrí que cuando nos fuimos del rancho no fue por gusto, sino porque mi padre discutió con el patrón por unas cosas del reparto de la tierra y lo corrió. ¡Qué injusto!, pero así estuvieron las cosas”.

“Desde aquel entonces, San Lorenzo ha cambiado mucho con las reformas que dieron fin al reparto agrario. El pueblo creció hasta formar parte de la urbanización, nomás basta con mirar alrededor y ya no hay nada más que puras fábricas y puras casas, de esos conjuntos habitacionales. La gente ya no es la misma, ya nadie se conoce ni se saluda como antes, pero bueno, así es esto que uno de mis nietos llama globalización. Eso no lo entiendo mucho, pero nomás veo y creo lo que dice”.

En sus discursos, Francisca y Bernardo evocan el pasado, lo traen al presente y logran con ello una refiguración; es decir, un cambio o una transformación adecuada al mismo tiempo y espacio, desde el aspecto físico hasta el mental. Así, comienza el encuentro o choque entre el universo, lo que los rodea –en este caso, la relación con las imágenes pasadas y presentes– y el contexto social: para Francisca, San Lorenzo Tepaltitlán, Toluca, Estado de México; para Bernardo, Santa María de Güido, Morelia, Michoacán. Además, ninguno de los dos olvida sus espacios de experiencias y sus horizontes de expectativas, los cuales marcan el camino de sus recuerdos.

No hay que olvidar que la memoria busca perpetuarse en los otros. Qué mejor manera que hacerlo por medio del testimonio, el cual permite dar cuenta de uno en los demás y de los demás en uno; es decir, permite percibir que las combinaciones entre mundos interiores y exteriores abren posibilidades infinitas, tanto sociales como culturales e históricas. Francisca y Bernardo, al ser testigos de los acontecimientos que cuentan, convierten su relato en un testimonio de historia y permiten que el recuerdo se presente como imagen verdadera de los hechos vividos. En ese sentido, vale la pena agregar que, según Begoña Pulido Herráez, el testimonio se define como “la descripción y la explicación de sucesos” que le constan a la persona que los cuenta. De este modo, el testimonio se convierte en la comunicación directa de una serie de hechos de los que se tiene prueba fehaciente a partir de lo que se dice.

Los recuerdos se asocian o confrontan en el momento de la enunciación. Así, según Mijail Bajtin, la comunicación dialógica es la auténtica esfera de la vida de la palabra. Toda la vida de una lengua en cualquier área de su uso –sea cotidiana, oficial, científica o artística, entre otras– está compenetrada de relaciones dialógicas, donde lo importante no es lo que se cuenta, sino cómo se cuenta. En los relatos aquí citados, los tiempos se conjugan y dan paso a la memoria histórica, la cual deja a un lado las voces oficiales de los historiadores, acaparadores de varias realidades, por una nueva versión de la verdad. En consecuencia, comprendemos que la realidad sólo representa una opción del gran informe que constituye el pasado.

Por tanto, las voces de los entrevistados conforman un cúmulo de posibilidades, en las que existen tantas verdades como imágenes creadas y recordadas; paralelamente, la historia se conserva y vive en la memoria, tanto oral como escrita. Así, es importante escuchar al otro porque nunca sabemos qué maravillas se encuentran en sus relatos, en sus historias, que permiten ver el mundo con otros ojos, desde otra perspectiva: la de quienes saben sin saberlo.


Carlos Huamán (coord.) (2007), Voces antiguas, voces nuevas. América Latina en su transfiguración oral y escrita, UNAM / UAEM, México.
Elena Garro (2007), Los recuerdos del porvenir, Joaquín Mortiz, México.


* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente al mes de abril.

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