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22 de julio de 2009

Mea culpa (sonrisas culpables)


En los tiempos de la República Latitanza, alguien me dijo que yo necesitaba un perro. Para prevenir los matrimonios intempestivos. Para aliviar las rachas de amor sin destinatario. Para comprender la esquiva naturaleza del cariño. Al final -como siempre-, me negué a hacerle caso. De todos modos, todavía comparto la casa con varios humanitos y prefiero empezar por ahí. Con los años, he aprendido que el amor no se repite. Y también que es el único, el primero. De ahí que me haya dado risa (entre gozosa y culpable) este relato de Nicolás Alvarado, que, confundido con columna periodística (quizás por ello tan amargamente criticado), apareció la semana pasada en El Universal.


Emperrado


Permítame el lector presentarle a uno de los personajes más importantes de mi vida. Es tragón. Es cagón. Es meón. Es mudo, salvo cuando le da por pelearse con la nada —ese más temible de todos los enemigos, también para mí— y entonces hace un ruido de los mil demonios (es decir los mil demonios que parecen habitarlo). Tiene, sin embargo, gracias redentoras. Es inteligente. Es sensible. Es cariñoso (tanto y de manera tan irresistible que hasta los besos en la boca con mi mujer ¡y conmigo! le permito). Y, además, vuela.

Correcto: es un animal (ahora que lo pienso, lo es en todos los sentidos posibles de la palabra). Y no, no es un ave (si digo que vuela es porque, al rebotar la pelota escalones abajo, pega tal brinco que sus cuatro patas quedan unos segundos suspensas en el aire, poderoso portento, cariciosa cabriola). Es, en efecto, un perro (de hecho, un bulldog francés). Mejor: es mi perro. El Perro Ralston.

Ralston Purina Berlín es su nombre completo. Berlín porque así lo bautizó al nacer el dueño de su progenitora (madrileña de nacimiento, se llama Madrid) y porque nos pareció pertinente dejárselo en tanto segundo apellido, ya sólo para conferirle la agudeza filosófica de Isaiah Berlin y el lirismo encantador de Irving Berlin (por cierto, los tiene). Purina porque es perro de pedigrí. Y Ralston porque tal es la razón social primigenia de dicha empresa (fue un tal doctor Ralston, obsesionado con la pureza de sus productos, el que la fundara a fines del siglo XIX con ese nombre) y porque a mi mujer y a mí nos gusta imaginarlo potentado de la industria de comida para mascotas y casado con la señora Gatina —mimosa, inteligentísima, excelente administradora y un pelín despreciativa, como buena felina—, que ostenta con primor su apellido de casada (Gatina de Purina es ella). (Por cierto: soy consciente de que el lector adivinará toda suerte de proyecciones freudianas en esta fantasía de próspero amor interespecífico; lo peor es que acertará).

Todo esto para contar que el pasado domingo Eunice, la esposa maravilla, Ralston, el perro maravilla, y yo (que nada tengo de maravilloso pero me junto con ellos a ver si algo se me pega) comimos en un restaurante a orillas del Parque México. Vino, platos fuertes a base de res (para poder compartir con el carnívoro crío), un sol esplendoroso y, por si fuera poco, una coquetísima french poodle en compañía de sus dueños en la mesa contigua. (Habrá que aclarar aquí que el tal Ralston no ha resultado gatero sino —¡ay!— en nuestras fabulaciones). Mucho escarceo entre perro y perra —ambos franceses al fin—, pero el flirteo debe ser interrumpido para que el chico dé su paseo semanal por el jardín público. Allí vamos, pues, los tres. Fuera collar y correa, nomás para verlo volar (¿he dicho ya que es un perro volador?) en las alas de la libertad. Coces y retozos. Hasta que Ralston voltea, atisba a su pretensa todavía en la banqueta restaurantera y, presa de las hormonas, emprende una carrera enloquecida en pos de su amada. Un auto termina justo en ese momento su tránsito por la calle. El perro volador, alertado por el grito euniciano, intenta esquivarlo y casi lo logra, pero no del todo. Resultado: golpazo, edema pulmonar, lesión en la columna, una tarde de perros (no sólo para él) y 48 horas de hospitalización en cámara de oxígeno. (¿Ralston he dicho? Acaso Ícaro le viniera mejor).

Mientras el guerrero del amor se lame las heridas, hablo con una amiga, que ha llamado para inquirir por su salud. Como corolario a mi relato, ofrece un “Pobre Ralston. Le pasó lo que a todos: se enamoró y terminó atropellado”. (Aclaración pertinentísima en este texto lleno de proyecciones psicoanalíticas: mi amiga está recientemente divorciada). Cuelgo y, mientras Ralston duerme, me asalta no una moraleja sino una cursilería (pero, eso sí, de lo más feliz). Hubo un día en que yo, perro tonto, vi una linda gatina al otro lado de la acera y como loco me lancé en pos de ella; quedé golpeado, sí, pero la alcancé, y me recuperé, y descubrí que, además de hermosa y desdeñosa, era la mejor gatina del mundo, y desde entonces ronroneamos y gruñimos en perfecta armonía. Y sé que así ha de ser un día para Ralston, y también para esa amiga mía, y para su ex marido —que también es mi amigo—, y para tantos que me rodean, que hoy no tienen perro que les ladre pero que, mientras se emperren, habrán de alcanzar el tan anhelado aperre.

Sobre el emparrado, sonrío emperrado (pero sobre todo enamorado).

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Lo sigo diciendo. Lo del perro.
Agrego: muchas veces yo te necesito.
Me olvidarás.

Margarita dijo...

Actúo. Inevitablemente. Pero no olvido. No quiero comprarme un perro. Quizás me case y tenga un hijo. Otro día. Otro año. Hoy todavía no.

Insisto: con nadie tanta correspondencia intelectual. Pero hay otras cosas.