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4 de julio de 2009

El dulce placer de leer en el País de la Pequeña Luna


Por Arturo Terán

El dulce placer de leer. Uno es un niño cuando lee: recuperamos la capacidad de sorpresa que nos sensibiliza con el entorno, nos volvemos afines con los colores que nos circundan. Los colores son, en este sentido, indicadores de estados de ánimo, señales que la vida nos presenta como anticipación de la risa o la preocupación. Si les gusta leer, es por que también les gustan los caramelos.

En el trasiego cotidiano, en la indiferencia que cargamos como máscara, en la desdicha de considerar al prójimo como enemigo, degustar un dulce placer es humanizar nuestras extremadamente planeadas vidas. Hay que relajar nuestras caras de perro, niños. Hay que comernos un caramelo, leer La Bahía del Mono Dorado. Hoy también soy un niño, uno que se niega a ser el solemne adulto de todos los días. Hoy quiero leer frente a ustedes, niños que me acompañan y cuyos padres no pudieron venir a esta presentación –allá ellos–, un texto que celebra la evocación de un mundo de color e imaginación, creado por Alberto Guevara y capaz de transformarnos a todos en monos inteligentes y dorados.

Cuando Eduardo Villegas, gran amigo y editor de Cofradía de Coyotes, me invitó a participar en la ilustración de este libro, le dije muy entusiasmado que sí, aún sin saber de qué se trataba. Y no me refiero a los cuentos que se dejan leer placenteramente, ágiles, amenos y llenos de un simbolismo ajeno a toda moraleja.

No requieren que sepamos de procesos alquímicos, de órdenes monásticas o de armería medieval, sólo basta con mirar alrededor. Algo que deja ver al gran lector que sin duda es Alberto son estos cuentos que nos trasladan, en un gran ejercicio de la imaginación, a un país que se encuentra a la vuelta de la memoria y que nos hace participar en aventuras extraordinarias. Ese mundo convive cotidianamente con nosotros, en una otredad que los niños manejamos tan hábilmente como los juegos electrónicos, pero que es infinitamente mejor: la posibilidad de imaginar un mundo a imagen y semejanza nuestra. Eso es terrible, pero también puede ser maravilloso, depende de qué tan niños seamos.

A lo que yo me refiero es a que este es mi primer libro para nosotros, los niños, para el cual propongo una serie de dibujos. Con ellos, el ilustrado soy yo mismo, en el entendido de que ilustrar quiere decir, precisamente, dar luz al entendimiento. Me iluminé, fui feliz. Uno de los placeres infantiles son las golosinas y lo equiparo un poco: al estar dibujando, experimenté el placer de la abstracción y el color, del mismo modo en que uno siente en el paladar las texturas de un caramelo. Mis amigos pintores me lo dicen: “Terán, lo tuyo es la abstracción y el color, no lo figurativo” (lo que quiere decir que no sé dibujar, les confío entre paréntesis). A pesar de mis limitaciones técnicas, no evité el goce que me produjo la lectura de los cuentos; tampoco el intento de trasladarlos a la imagen. Mejor dicho, el intento de descubrir el vaso comunicante entre la literatura y la plástica me llevó a alejarme un poco de la temática de los cuentos y a abandonarme en la experiencia de la creación, en su disfrute. Probablemente algunos piensen que no tienen nada que ver con el cuento, pero quiero ser ilustrador, no en el sentido de adornar un texto, sino en el de darnos luz, vida. Ser unas ilustrezas infantiles no es asunto pueril.

Volviendo al acto de golosinear libros, porque eso espero que les provoque esta lectura, quiero que al salir de aquí se vayan directo a comprar un dulce y lo disfruten mientras leen, por ejemplo, “El País de la Pequeña Luna”, poblado por los recolectores de nubes que hemos sido alguna vez, cuando queremos atrapar los gráciles algodones de azúcar en un parque, sean de color rosa o azul, eso depende de qué tan alegres estemos. O qué me dicen de los “perros cristalinos”, que inevitablemente me recuerdan a las gomitas de anís del tamaño de una bombocha, o de las sabrosas pepitorias de tonos tamayescos dobladas sobre sí mismas, como las alas sin desplegar de una “mariposa escarchada” cuando descansa de un largo viaje desde tierras septentrionales. O quizá alguno de ustedes recuerde los sabrosos y mal afamados salvavidas, esos dulces que no se decían tales si no tenían un hoyo en el centro, tal como ocurre, en mi imaginación, con los gusanos Toto. En cuanto a “La calavera celeste”, me parece que no hay mejor símil que los dulces confitados, dotados de un centro al que ansiamos llegar, pero que, muchas veces, no estamos preparados para recibir o disfrutar, pues sólo vemos una diminuta almendra o un triste cacahuate. Recuerden, nada mejor para disfrutar un obsequio que merecerlo.

Volviendo a nuestro libro engolosinado, los monos son, en cambio, de grenetina adicionada con hierro y vitaminas A, B, C y D. Personalmente, nunca me he encontrado con uno dorado, aunque imagino su sabor: son los changuitos de diversos colores y consistencias, listos para llevarse a la boca al menor descuido de los adultos, ya que ellos piensan solamente en la cuenta del dentista y en mostrar, cuando seamos grandes, nuestra mejor sonrisa.

Por este libro desfilan, si son atentos, charamuscas y cocadas, confites y chocolates, colaciones como alfabetos y frutas cristalizadas, palabras que son sinónimo de galleta, bombones sustantivos, verbos amables y agridulces, adjetivos enchilados y oraciones que se desmoronan como mazapanes. Abran el libro como quien recibe un regalo.

Como ven, lo que les digo tiene que ver con la puericia, pero no es trivial. Comparto con ustedes el goce de la creación y el sano ejercicio de la imaginación, que parece escasa en estos tiempos y que anida principalmente en los niños. Embarquémonos en el muelle más cercano. Quien quita y, cuando lleguemos al País de la Pequeña Luna, el mono dorado tenga a bien entregarnos una buena dotación de caramelos y un libro maravilloso.



* Texto escrito para la presentación del libro La Bahía del Mono Dorado, de Alberto Guevara, celebrada en el marco de la 8° Feria Estatal del Libro, en el Centro Cultural Mexiquense.

** La fotografía -en la que aparecen Eduardo Villegas, el editor, y Arturo Terán, el ilustrador del libro- corresponde al stand de Cofradía de Coyotes en la 8° Feria Estatal del Libro.

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