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4 de julio de 2009

La realidad en la fantasía: La Bahía del Mono Dorado, de Alberto Guevara


Por Margarita Hernández Martínez

En La luna nueva, Rabindranath Tagore (Calcuta, 1961 - 1941) resume, con palabras precisas y frases de breve intensidad, las experiencias cardinales de la infancia. Así, el desprendimiento en el mundo, el amor maternal, el hallazgo del universo y la inocencia inicial en toda sabiduría se traducen, con un discurso de luz y de reposo, en un cálido diálogo entre piedras y flores; nubes y hombres; soles y fuentes. No obstante, se trata de una frágil forma de existencia, encaminada al fracaso: inevitablemente, el conocimiento establece límites; el crecimiento físico y el ascenso social distraen del fervor espiritual necesario al alma humana. Por ello, Tagore distingue sus contrastes y afirma: “en el país de la minúscula luna creciente, nada entorpecía la libertad del niño. Si renunció a su independencia, tuvo sus razones”.

Inspirado en estas palabras, Alberto Guevara (Tamaulipas, 1971) ha fundado el País de la Pequeña Luna, punto de partida y delta de confluencia de La Bahía del Mono Dorado, libro que reúne siete relatos cortos, destinados a niños de 8 a 10 años de edad. Concebida como “una fantasía de juglares y trovadores”, esta nación resplandeciente se afinca en “un territorio en forma de signo de interrogación”, cuyas preguntas sólo se responden mediante las piedras que, cifradas en un extraño lenguaje, recogen “noticias desconcertantes sobre un pueblo que poseía sus propias historias, sus leyendas, sus libros de herbolaria”. De este modo, el planteamiento del País de la Pequeña Luna acorta las distancias entre la fantasía y la realidad: es un pueblo como cualquier otro, dotado de sus mitos de origen, sus ritos de paso, sus conceptos morales, sus reglas y sus prohibiciones. No obstante, éstos se narran con la naturalidad indispensable para involucrarse con el imaginario infantil y, al mismo tiempo, con la sobriedad necesaria para estimular la imaginación de los adultos.

En efecto, a pesar de las inevitables diferencias estilísticas, lingüísticas y pragmáticas, La Bahía del Mono Dorado no resulta tan distante de la Biblia o de Cien años de soledad. Los tres casos se centran en relatos tradicionales que representan el nacimiento y el desarrollo primario de una colectividad, encarnada en la vena fantástica que subsiste en la mayoría de los pueblos. Sin embargo, los cuentos de Alberto Guevara se refieren a la comunidad más bella y numerosa de la tierra: los niños. Por estos motivos, no deja de recurrir a los elementos tradicionales de otras narraciones infantiles.

De este modo, introduce un ambiente fundacional –rico, cambiante y misterioso–, poblado por una fauna fantástica, que comprende perros cristalinos, mariposas escarchadas y palomas de enamoramiento. Ésta se encuentra regida por un concepto particular de la bondad, la alegría y la belleza, alrededor del cual se acentúa la maravillosa y atemorizante experiencia de ser diferente. Así, entre ecos de cuentos clásicos, Iti, un gusano aparentemente defectuoso, conquista el trono de los Toto; Rusty, un ave de costumbres peculiares, descubre el exquisito sabor de la literatura; Xinto, un joven liberador de pájaros, desvela sus propias alas. Con historias semejantes, La Bahía del Mono Dorado entrecruza un repertorio de transformaciones, éxodos y exilios, tras los cuales resplandece la diversidad del mundo. Por lo tanto, la narración multiplica su naturaleza universal: por un lado, las tramas poseen un carácter tradicional y arquetípico, fácil de identificar e interpretar; por otro, más allá de cualquier elemento didáctico y más cerca del libre ejercicio de la creatividad, convocan a todos los públicos.

Estas características se enriquecen con un estilo literario que conjuga el escape de los lugares comunes con una economía verbal de simplicidad cautivadora, exenta de los arrebatos líricos y las alusiones trilladas que –para bien o para mal– edulcoran los textos destinados a los niños. Para lograr este efecto, los narradores de Alberto Guevara recurren a verbos y sustantivos de gran precisión, a los cuales se unen adjetivos seleccionados con la habilidad de un equilibrista. De esta manera, las voces que habitan el País de la Pequeña Luna consignan la emoción de los acontecimientos que, sin explicaciones mayores, ocurren debido a la imaginación en vuelo. En último término, permiten vislumbrar la pizca de fantasía que pervive en la realidad y, en el mismo parpadeo, el sustrato real que antecede a todo despliegue de fantasía.

Para muestra, basta citar “Instrucciones para escribir un libro”, fragmento de “El País de la Pequeña Luna” que trasluce el credo poético de Alberto Guevara: “Aquel que siente la imperiosa necesidad de escribir un libro, ha de apacentarse tres días bajo la luz de la luna. Durante ese tiempo no ha de musitar palabra alguna. Cuando comprenda el silencio, tendrá que desplazarse a la orilla del acantilado y, si no sufre ninguna clase de vértigo, estará capacitado para dejar su corazón sobre el rostro de una piedra. Antes de escribir el primer capítulo de su libro, anotará el precepto actual de nuestros amanuenses: ‘El autor otorga su anuencia para que este libro desaparezca si alguien es obligado a leerlo’. Los libros que circulan en el país de la pequeña luna creciente han sido escritos por placer y no para fastidiar a nadie”. En pasajes como este –que convierten a La Bahía del Mono Dorado en una lectura muy estimulante–, no estaría mal dar un salto al País de la Pequeña Luna y abandonar, aunque sea por un momento, la nación gris en que habitamos.


Alberto Guevara (2008), La Bahía del Mono Dorado, Cofradía de Coyotes (Coyote Negro), México.

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