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2 de noviembre de 2009

Hacia una revaloración de la pantomima en el Día Internacional del Mimo


El 13 de noviembre, el mundo se reúne para pintarse el rostro de blanco y celebrar el Día Internacional del Mimo. Cobijado entre homenajes, festivales (como el que anunciamos más arriba, organizado por la Universidad Autónoma del Estado de México) y representaciones masivas –algunas encaminadas al fomento de la paz y la comprensión intercultural–, este festejo supone un acercamiento renovado a una de las manifestaciones artísticas más antiguas de la humanidad, pues antecede, incluso, a la consolidación del lenguaje verbal. Por estas razones, vale la pena recordar la introducción a uno de los ensayos fundacionales de esta disciplina en el Estado de México: Pantomima, de Alfonso Virchez. Publicado por primera vez en 1986, este libro propone un viaje desde los orígenes hasta las transformaciones de este arte, del cual todos nos convertimos, inconsciente y cotidianamente, en ejecutantes.



Pantomima



Nuestro cuerpo es reflejo de nuestra historia. Cada individuo lleva consigo, en sí mismo, su propio universo, sus propios demonios, sus propios ángeles, sus propios fantasmas. También lleva su genialidad, sus complejos, sus virtudes, sus frustraciones, sus deseos, sus penas, sus alegrías. Por la calle vemos pasar seres humanos, rostros anónimos que representan rutas y caminos que se han ido construyendo poco a poco, con la lentitud de los años. Laberintos intricados que ocultan secretos, que escapan al control de quien los posee y, sin embargo, ahí están, presentes e invisibles como el aire que respiramos.

Por la calle vemos pasar cuerpos, cuerpos diversos vestidos de historia. Cada estructura corporal grita un pasado, un presente y un futuro; refleja una individualidad y, al mismo tiempo, toda la humanidad. La espalda curva, la cabeza delante del cuerpo, los ojos vivos, los hombros levantados, el rostro duro, las extremidades relajadas, el cuello oculto, todo el cuerpo humano es un libro que nos permite profundizar en las complejidades de la humanidad.

Además, en ese cuerpo que habla por sí mismo hay lenguajes, que se han ido formando en cada cultura, de alguna manera ignorada, misteriosa. Estos lenguajes se aprenden de una forma no especificada, a través de la historia personal de cada individuo, dentro de un contexto social y geográfico determinado. La gramática del gesto, entonces, existe y se aprende. Es un lenguaje que pertenece a cada pueblo, a cada cultura, y que se utiliza de manera consciente, más allá de la primera impresión.

El italiano que junta la punta de los dedos y los mueve de arriba hacia abajo; el mexicano que lleva su brazo con un movimiento fuerte y rápido; el francés que golpea con la palma de la mano el antebrazo del lado contrario; el estadounidense que junta el dedo índice con el pulgar, son signos que nos enseña nuestra cultura y que pensamos que son innatos; sin embargo, no pertenecen a la humanidad general, sino a sus fragmentos étnicos.

No obstante, detrás de cada signo encontramos una historia. Uno dice adiós al amigo que se va moviendo los dedos de la mano con la palma vuelta hacia el interior, como intentando retenerlo. Otro, lo hace moviendo los dedos hacia fuera y con la palma de la mano hacia abajo, como tratando de alejarlo. Otro, simplemente mueve la mano de un lado hacia el otro, en claro tono de indiferencia. Cada gesto expresa muchas cosas. El nórdico no mueve un músculo cuando habla, mientras que el mediterráneo no habla si no mueve todo el cuerpo. Pero siempre respondemos a los gestos con especial viveza, y podríamos decir que siempre lo hacemos de acuerdo con un código que no está escrito en ningún lado, que nadie conoce pero todos comprendemos perfectamente.

Por ello, el movimiento de nuestro cuerpo está lleno de sentido. Si bien la gente de teatro no ha conseguido descifrar la totalidad de su lenguaje, lo ha traducido, quizás de manera espontánea, en el juego escénico. Los personajes de Shakespeare y Molière nos ofrecen una aproximación clara y real de los diferentes universos humanos, poblados de energía y emoción. Varios siglos después, Chaplin, ese impresionante actor que nos ha hecho sonreír y llorar, que nos presenta un personaje con una estructura corporal contradictoria –piernas abiertas, torso cerrado, espalda alta–, ha mostrado una serie de tipos: el bueno, el sensible, el ingenuo y –a la vuelta de la esquina– el policía, el malo, el envidioso, el gordo bigotón de grandes cejas diabólicas. Así, nos ha hablado del amor, la ingenuidad, la ternura, la valentía.

Más allá de estas representaciones dramáticas, plasmadas en la mágica novedad del cine mudo, la naturaleza del movimiento humano se vuelve francamente asequible con las interpretaciones de Marcel Marceau. Sus actos de pantomima se caracterizan, sobre todo, por su capacidad para explorar el lenguaje de la actitud, del gesto puro, de la ilusión en el espacio y en el tiempo. Sin escenografía ni utilería, este actor francés convirtió su cuerpo en el centro de su arte; así, contó historias de leones y mariposas, de trenes y navíos, de restaurantes y salones de baile.

A partir de su aparición en el escenario, tanto actores como espectadores se encuentran frente a un nuevo lenguaje o, mejor dicho, un lenguaje que había sido abandonado y excluido completamente de las artes. De esta manera, el arte del gesto vuelve y cobra nueva fuerza. Los mimos y las escuelas de pantomima se multiplican con una velocidad insospechada y los públicos llenan las salas en las que se presentan los comediantes del silencio. Esta manifestación tan real, tan presente, es la mejor prueba de que el individuo desea expresarse con su cuerpo, sumergirse en la maravillosa contemplación del silencio, alejarse un poco del caos y de los espacios en los que el ruido se ha instalado en cada rincón.

En esta atmósfera fascinada y efervescente, el mimo, la pantomima y el teatro gestual empiezan, poco a poco, a encontrar un amplio espectro de posibilidades expresivas que revolucionan las concepciones escénicas de otros tiempos. Después de mucho tiempo de discriminación hacia las artes de tipo corporal, éstas comienzan –finalmente– a encontrar el lugar que les corresponde y, por lo tanto, se desarrollan con una fuerza y una vitalidad que, seguramente, las impulsará estrechar los lazos entre la esencia humana y el cuerpo que la aloja.

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