La idea de que la literatura confiere carta de existencia a las posibilidades de la realidad no es nueva: desde épocas atiquísimas, las civilizaciones conquistadoras arrasaban con las tentativas de papel de los pueblos conquistados. De este modo, se entregaban a un juego de reescritura que, muchas veces, desembocaba en el sincretismo y en la asunción de una nueva mitología originaria e, incluso, identitaria. Desde entonces, la historia es una versión -quizás unilateral- de los acontecimientos, una explicación cuidadosamente simplificada de fenómenos complejos y subjetivos. Por ello, no dejó de sorprenderme esta columna, aparecida en Babelia, la cual resume con impresionante acidez -y la debida distancia- los sucesos ficticios que han constituido a la realidad mexicana de los últimos meses.
Poderosos poetas
Por Yuri Herrera
Las narrativas sirven para darle sentido a la historia. En México, por ejemplo, si la conquista fue una historia trágica, la independencia la contamos como una épica y el advenimiento de la democracia unas veces como comedia y otras como epopeya. Mirar nuestro devenir en términos poéticos es una manera de entender cómo nos ha pasado el tiempo y de cargar de propósitos el futuro. El éxito de un gobernante depende en buena medida de la narrativa que sepa contar a los ciudadanos. La promesa de aquel culto borracho de que sólo vendrían "sangre, sudor y lágrimas" no evitó que cayeran las bombas nazis, pero sí le dio sentido a la resistencia. Sin embargo, Churchill hay pocos. Lo que abundan son los que no saben contar su historia, tal vez porque no sienten el compromiso de explicar nada. Dentro de la clase política mexicana, el más reciente empobrecimiento de la poesía comenzó, tal vez, a fines de 2005, inmediatamente después de que la policía detuvo a una pareja de secuestradores y liberó a sus prisioneros, y el director de la Agencia Federal de Investigaciones -hoy todopoderoso director de la Secretaría de Seguridad Pública- autorizó que se devolviera a los protagonistas del hecho a la casa de seguridad donde habían ocultado a los cautivos, para que la televisión pudiera transmitir "en tiempo real" la liberación. A pesar de que el montaje fue descubierto de inmediato y de que no sólo fue criticado ferozmente sino que, a la postre, dio argumentos a los abogados defensores de los secuestradores, el uso de este tipo de ficción parece haberse vuelto una costumbre en la vida política mexicana. Es como si uno de estos poetas de gobierno hubiera tropezado con Más allá del bien y del mal y leído: "¿Por qué el mundo que nos concierne en algo no iba a ser ficción?", y entonces haya pensado no que aquello era una diatriba contra Platón, sino un programa de gobierno. Pues lo que se ha hecho recientemente, más que prefigurar poéticamente la historia que realizamos, ha sido privilegiar la ficción televisiva con la esperanza de que la realidad se ajuste a ella. No hablo sólo de ese otro caso patentemente inverosímil, el de un pastor boliviano que, hace unas semanas, secuestró un avión en Cancún con el objetivo de que sobrevolara siete veces la ciudad de México y luego le permitieran hablar con el presidente para alertarlo de que se acercan grandes catástrofes. Pronto se descubrió que ni el tipo iba armado, ni los pasajeros se enteraron de que había un problema, ni era necesario que docenas de agentes "asaltaran" el avión cuando ya había sido desalojado todo el mundo; mas para entonces ya se había transmitido en directo, desde un sitio a un centenar de metros del avión, la heroica hazaña que sucedió, cuán oportunamente, justo después del anuncio de nuevos impuestos. Hablo también de la narrativa que el gobierno se cuenta a sí mismo con una serie de gestos y declaraciones: la reinstauración del besamanos priísta el día del informe de gobierno, en Palacio Nacional, ya sin el estorbo de diputados opositores que pudieran perturbar el autoengaño; o las declaraciones de algunos secretarios de Estado, que serían risibles de no ser porque quienes las dicen actúan como si tuvieran sustento en el mundo real: "La guerra se está ganando", "La crisis económica será sólo un catarrito", "El nuevo impuesto no va a afectar a los pobres". La ficción ayuda a decir la verdad cuando desborda los clichés y las fórmulas maniqueas que hacen del mundo un lugar simple. Y sirve, si acaso -parafraseo a Harold Bloom-, para conocernos mejor a nosotros mismos, no por lo que diga, sino en virtud del ejercicio intelectual que propone al narrar complejamente la condición humana: en última instancia, hacernos responsables de nuestros horrores y virtudes. Pero responsabilidad es una palabra vedada entre los poderosos poetas. Satisfechos con su ficción televisiva, deben encerrarse en un cuarto limpio y bien iluminado en el que, mientras el país se desmorona, ellos se repiten: "Sí, todo tiene sentido".
* La versión original de la imagen que acompaña a esta entrada puede verse aquí.
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