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2 de junio de 2009

En el río de las palabras: Jorge Luis Borges y Antoine de Saint-Exupéry


por Margarita Hernández Martínez

El 1 de junio de 1977 –nueve años antes de su fallecimiento, el 14 de junio de 1986–, Jorge Luis Borges ofreció la primera de una serie de conferencias que, años más tarde, verían la luz en un volumen denominado Siete noches. Dictadas en el Teatro Coliseo de Buenos Aires, estas ponencias representan la condensación –profunda y espontánea– de los temas y los contrastes que animaron su trayectoria literaria: el Oriente y el Occidente; la realidad y la ficción; la vida y la muerte; el sueño y la pesadilla; la luz y la ceguera; la lectura y la escritura; el lenguaje y la poesía.

Por esta razón, Siete noches se desenvuelve entre fragmentos memorables, que resumen las ideas de este escritor argentino y aclaran, en cierta medida, las imágenes que rigen el vasto cuerpo de su obra. En el quinto capítulo, centrado en el lenguaje poético, un Borges conmovido, lúcido hasta la transparencia, afirma: “Emerson dijo que una biblioteca es un gabinete mágico en el que hay muchos espíritus hechizados. Despiertan cuando los llamamos; mientras no abrimos un libro, ese libro, literalmente, geométricamente, es un volumen, una cosa entre las cosas. Cuando lo abrimos, cuando el libro da con su lector, ocurre el hecho estético. Y aun para el mismo lector el mismo libro cambia, ya que somos el río de Heráclito, quien dijo que el hombre de ayer no es el hombre de hoy y el de hoy no será el de mañana. Cambiamos incesantemente y es dable afirmar que cada lectura de un libro, que cada relectura, que cada recuerdo de esa relectura, renuevan el texto. También el texto es el cambiante río de Heráclito”.

Estas líneas revelan, en primera instancia, la actitud amorosa de un lector ante el hecho literario, que se despliega –inevitablemente único e irrepetible– frente a sus ojos. Un libro, desde la perspectiva de Borges, encarna un lenguaje por descubrir; al mismo tiempo, el lenguaje brota de una intención selectiva y misteriosa. De este modo, la fascinación por la lectura no depende de la voluntad humana: los libros contienen y configuran un destino. Paralelamente, en su condición de objetos, los libros existen en todas partes. Formados –más allá de las palabras– por signos de interpretación variable, requieren la concurrencia de nuestros sentidos y nuestra experiencia; de nuestra intuición y nuestros conocimientos previos; de –sobre todo– nuestro asombro y nuestra empatía.

Estas declaraciones resuenan en “La escritura del dios”, cuento recogido en El Aleph, otro volumen esencial para comprender la poética de Borges. Ahí, el narrador, ensimismado en la caligrafía secreta de sus divinidades, descubre la omnipotencia de la lectura en una materia inusual. “Imaginé la primera mañana del tiempo, imaginé a mi dios confiando el mensaje a la piel viva de los jaguares, que se amarían y se engendrarían sin fin, en cavernas, en cañaverales, en islas, para que los últimos hombres lo recibieran. Imaginé esa red de tigres, ese caliente laberinto de tigres [...]. Dediqué largos años a aprender el orden y la configuración de las manchas. Cada ciega jornada me concedía un instante de luz, y así pude fijar en la mente la negras formas que tachaban el pelaje amarillo. Algunas incluían puntos; otras formaban rayas transversales en la cara interior de las piernas; otras, anulares, se repetían. Acaso eran un mismo sonido o una misma palabra”. El otro, que encierra al mismo, trasluce el origen paradójico en que se asienta la persistencia de la literatura.

Ésta, en segundo término, se inscribe en la capacidad de adaptación y actualización del texto poético. Más allá de las épocas y las edades; más allá de las tendencias estéticas y las preferencias personales, las narraciones y los poemas que sobreviven al oleaje del tiempo poseen una flexibilidad natural. El lenguaje, abierto y sugerente, permite formular toda clase de interpretaciones, y éstas se transforman de acuerdo con el enriquecimiento personal del lector, tanto en el aspecto vital como en el literario. De este modo, cada libro se prolonga infinitamente y vuelve al caudal de la existencia con cada lectura; en consecuencia, depende por completo de la intervención –emocional, espiritual, psíquica e intelectual– de quien lee. No obstante, también desemboca en nuevos significados; su brillo se sujeta a cualidades distintas y se refleja en otras formas de pensamiento. Así, los tintes humorísticos de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha se han diluido para dar paso al testimonio de un siglo alegre y tempestuoso; las críticas de El laberinto de la soledad se han suavizado e, incluso, se han convertido en la justificación de algunos patrones de conducta.

También podemos pensar en El Principito, igualmente entrelazado con el primer mes del verano: su autor, Antoine de Saint-Exupéry, nació el 29 de junio de 1900. Considerada convencionalmente un libro infantil, esta fábula –aún– contemporánea reflexiona en torno al sentido de la vida, la amistad y el amor, en contraste con la frialdad característica del mundo adulto. Además, ahonda en la inexorable pérdida de la inocencia, que sobreviene con el contacto humano y el conocimiento del universo. Para ello, recurre a un lenguaje directo y preciso, cuya belleza reside, precisamente, en su capacidad para desarrollarse en cualquier tiempo y espacio. Esta indeterminación desvela las posibilidades interpretativas; asimismo, contribuye a modificar sus significados: de la Segunda Guerra Mundial a la época posmoderna; de la infancia a la madurez, evoca algunas situaciones y valoraciones en metamorfosis permanente y, de manera sorprendentemente espontánea, mantiene un final abierto.

En último término, más allá de la individualidad, Borges y Saint-Exupéry aseguran que en cualquier hombre habita, incandescente, el resto de la humanidad. De este modo, desde nuestra naturaleza humana, nada humano no es ajeno. En consecuencia –y regresando a Siete noches–, “el hecho estético es algo tan evidente, tan inmediato, tan indefinible como el amor, el sabor de la fruta, el agua. Sentimos la poesía como la cercanía de una mujer, o como sentimos una montaña o una bahía”. Por tanto, la belleza, afirma el autor de El libro de arena, “es una sensación física, algo que sentimos con todo el cuerpo. No es el resultado de un juicio, no llegamos a ella por medio de reglas”. La apuesta, entonces, radica en despejar nuestra mente, abrir nuestro espíritu y sumergirnos, despojados de miedo, defensas y prejuicios, en el río del arte y la literatura: en el océano de signos y palabras.



* Texto originalmente aparecido en la Agenda Cultural AcéRcaTE de junio, publicación oficial del Instituto Mexiquense de Cultura que puede conseguirse gratuitamente en museos, restaurantes e instituciones educativas de Toluca.

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