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2 de junio de 2009

Mario Benedetti o la épica cotidiana

Por Ilsa Hoffmann

A estas alturas se habrá dicho todo: Mario Benedetti, una gran pérdida para la literatura. Mario Benedetti, el último aliento –cálido y gozoso– de una generación combativa. Mario Benedetti, el poeta del compromiso y de la calle; el novelista de la fiebre y la oficina; el silencioso oficiante de los libros. Mario Benedetti, el hombre de las palabras sencillas, cercano a estudiantes y a burócratas; el hombre –no obstante– de los versos arriesgados, tambaleante entre el cielo y el exilio. Así, desde ahora, será difícil escapar de la fría nota informativa, que nos alborotó un domingo con crepúsculos. Será difícil escaparse, también, del lugar común que, con el pretexto de la muerte, instala al poeta en pedestales.

El recuerdo de los muertos nos arriesga al halago y la parálisis. Mario Benedetti (Paso de los Toros, 1920 - Montevideo, 2009) lo sabía muy bien cuando, en mayo de 1959, concluyó la escritura de La tregua, quizás su novela más bella y popular, más atractiva en su traslado a otros lenguajes –no olvidemos que, en 1975, la adaptación cinematográfica dirigida por Sergio Renán mereció una nominación al Oscar– y en su capacidad de convocatoria. A la vuelta de los años, este libro tan breve ha logrado actualizarse en distintas generaciones de lectores y, a la luz de una larga trayectoria –en forja entonces; ahora consolidada– ha conseguido evidenciar dos temas que, como transparentes nervaduras, recorren el corpus de este autor uruguayo: el trabajo y el amor.

El primero representa, de manera condensada y luminosa, las tribulaciones comunes del ser humano contemporáneo, atrapado en ciudades estériles y labores rutinarias. Perseguido por la inevitable consciencia de sus fracasos –la viudez prematura, la lejanía de los hijos, el corazón anulado–, Martín Santomé registra, en un triste diario íntimo, la grisalla que antecede a su jubilación. El escenario se centra en una oficina como cualquier otra: personas recluidas en los deseos y las necesidades de otros, dispuestas a renunciar a sus sueños a favor de una estabilidad pasajera. La perspectiva del ocio, sin embargo, se desvanece frente a los ojos de Santomé: tras veinticinco años de sacrificios y abdicaciones, descubre que la vida se ha tornado insípida, ajena a todos los placeres.

Pese a ello, su impulso escritural transmite, por un lado, un anhelo de permanencia; por otro, supone el inicio de una especie de épica cotidiana –reforzada, más allá de La tregua, en libros como Poemas de la oficina y Poemas del hoyporhoy–. Ésta se halla regida por la exploración de la cotidianidad y el descubrimiento de momentos epifánicos, en los cuales el universo –desde el interior hasta el exterior– puede saltar y convertirse en otro.

Ambos elementos se conjugan en el carácter público y dialéctico que anima el lenguaje de Benedetti, abierto a las numerosas puertas que, irrevocablemente, somos los demás. No obstante, también posee un alto sentido estético: la simplicidad lexical se traduce en imágenes de una belleza deslumbrante, exentas de obviedad y alejadas de la vacía pirotecnia verbal que explota de vez en cuando en las librerías. Como resultado, la voz de Martín Santomé –desde un enfoque de constante introspección– encarna un discurso de sinceridad apesadumbrada, sólo truncado con la aparición de Laura Avellaneda.

La introducción de este personaje supone la imbricación del amor en la rutina diaria. A lo largo de las páginas, Santomé se interroga sobre su origen, su desarrollo, sus obstáculos y motivaciones. Sus hallazgos añaden luz a una concepción particular de las emociones humanas, reveladas, para Benedetti, en gestos sencillos, que procuran escapar del discurso grandilocuente y lírico que, desde hace siglos, acompaña a las manifestaciones amorosas.

De este modo, Avellaneda y Santomé escapan de las convenciones por partida doble: mientras experimentan una relación contrariada, acechada por la diferencia de edades y el ambiente burocrático; expresan las mismas ilusiones e inquietudes que el resto de las personas. En consecuencia, se sitúan en un espacio distante a los héroes y a los amantes tradicionales; más bien, ahondan en los rasgos esenciales de la poesía de Benedetti: la fijación coloquial, la pulcritud y la cercanía que tanto se han consignado en estos días.

Densamente arraigada en la educación sentimental de miles de lectores, la poesía de Benedetti se ubica en las proximidades terrestres y, de modo consistente, niega las tendencias altamente retóricas a favor de una inmediatez expresiva que, de manera paralela, desarrollaron Jaime Sabines (Tuxtla Gutiérrez, 1926 - Ciudad de México, 1999) y José Hierro (Madrid, 1922 - 2002). No en vano apunta, en Poemas del hoyporhoy: “siempre escribí en la cama / mejor que en los ferrocarriles”. Con estos versos, puntualiza que no es necesario emprender grandes viajes –como en el ampuloso romanticismo– para propiciar el encuentro poético. La poesía, entonces, constituye el reflejo de circunstancias inmediatas; sin embargo, todavía aspira a una intención universal. Así, desde el amor, el miedo, la soledad, la indignación y la nostalgia de un solo hombre, las voces que convergen en su actividad creativa configuran un destino general, cíclico e infinito.

Al mismo tiempo, la poesía de Benedetti recuerda, con una firmeza vista pocas veces, la misión primigenia de este género literario: el canto colectivo. Centrado en –y, más allá, comprometido con– una realidad latinoamericana en permanente metamorfosis –intermitente entre la duda y el exilio; la injusticia y la incertidumbre; el nacionalismo y la pérdida–, el escritor uruguayo logra que sus palabras se conviertan en los susurros y las exclamaciones de una multitud indeterminada que ama y goza; que sufre y muere.

Desesperanzados pero entusiastas; amorosos pero contenidos, sus poemas evocan lo mejor y lo peor de la naturaleza humana; las contradicciones de la sociedad y de la historia; las alternancias entre el sueño y la pesadilla. Sus oscilaciones entre la temerosa concreción y el inasible ideal se aclaran en sus propias sentencias: “siempre escribo pensando en el futuro / pero el futuro / se quedó sin magia”. Con ello, funda una poesía inspirada en la resistencia; sin embargo, ésta trasciende su basamento social para remover la indiferencia personal, tal vez más demoledora que el desempleo, el hambre y la miseria.

Pero no tanto como la muerte, que, en muchas ocasiones, se tiñe de una inocencia callada y absoluta: “la muerte es sólo un niño / de cara triste / un niño / sin motivo / sin miedo / sin fervor / un pobre niño viejo / que se parece a Dios”. Falla o azar, cesión biológica o transición espiritual, la muerte es, en este mundo construido por Benedetti, una alterativa para seguir viviendo. Y así, la próxima vez que usted quiera palpar su sedosa transparencia, sólo basta abrir un libro. Abrir el lenguaje que, tímida, luminosamente –en él más que nunca– sigue siendo de nosotros.



Mario Benedetti (2007), La tregua, Suma de Letras (Punto de Lectura), México (1959).
__________ (2002), Poemas de la oficina. Poemas del hoyporhoy, Suma de Letras (Punto de Lectura), México (1953-1961).



* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente al mes de junio.

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